Epílogo ¨Tu poesía en mi voz¨

Por: Manuel Felipe Álvarez Galeano, PhD
Escritor y docente

«La literatura, poesía o novela requiere el don especial, raro, de sentir el vínculo que existe entre el universo, el hombre y el mundo que el hombre mismo ha creado en la tierra, de tal manera, y con tanta intensidad, que ya no pueda dedicarse a otra cosa que a expresar esa experiencia y a perfeccionar el lenguaje del que se vale para interpretarlo».
José María Arguedas

Se ha debatido, a veces con la gula de la erudición, si la literatura se remite única y naturalmente al papel impreso, sin estimar el hecho de que un arte con más de 4000 años de presencia patente ha sobrevivido a los tiempos, las guerras, la opresión y las mordazas, justamente porque esa condición de naturaleza per se ha permeado la máxima evolucionista de la adaptación como método de supervivencia. En el caso especial de la poesía, esta se ha apoyado, como hermana siamesa, a la historia: conocemos a Grecia por los aedos y los rapsodas, al hálito de luz medieval por los juglares, al Perú por los decimistas, a Colombia por la trova paisa y el grito caribeño de Alejo Durán y Escalona… de manera que viene una nueva integrante de dicha simbiosis: la música.

Seguimos contemplando poesía justamente porque lo que parecería ser una enemiga, la globalización y los medios digitales, son en realidad aliados para cumplir con la premisa de la adaptación, y es revelador que todo cuanto se juzga como involución es, contrario sensu, una evolución apoyada en el emblema de la energía termodinámica: la transformación como eje mecánico de la vida; sin embargo, ¿dónde queda la fuerza creadora? y, por lo mismo, ¿quién la hace inteligible? Es por eso que los niños de la Unidad Educativa Juan Pablo II de la ciudad de Cuenca han dado la magistral respuesta: declamar poesía, sobreponiéndose a los índices del miedo, que no fueron más que un público gentilmente cómplice que dieron relieve a la voz como fórmula de revelación lírica.

Siempre he creído, durante mis años de búsqueda a la palabra de Dios, que Él se encuentra en la mágica simpleza de la voz de un niño, cuyo asombro nos expresa el dialecto con que se nos habla desde el cielo; incluso, comparto —parafraseando a Huidobro— que ellos son pequeños pedacitos de Dios. Más que un jurado, fui un privilegiado espectador de la esperanza: la gala comienza con niños de Educación Inicial con poemas de Rafael Pombo que me dieron un pasaje a la infancia, piezas costumbristas y con el pulso de la nostalgia con interpretaciones de obras de Janeth Alvear, la siempre inexcusable Dolores Veintimilla y los enseres expresivos de Jorge Dávila, entre muchos otros que dieron memoria a una eternidad que buscamos entre el azar de lo cotidiano, como refleja el escritor mexicano Doménico Cieri Estrada: «La poesía no tiene tiempo, el que la lee la rescata, la hace presente y luego la regresa a su eternidad».

Cuando se declaman obras de poetas «decapitados», como es la ilustración de Arturo Borja, resulta paradójico que temas complejos como el de la muerte iluminen el discurso de la vida de una manera tan sana, como lo hicieron estos chicos y que lo que siempre escuché en la melodía de un pasillo; por ejemplo, «Para mí tu recuerdo», se acompase con las notas cuando en la voz y la proxémica de un niño. Estoy seguro que ese momento, más que una velada, es el nacimiento de nuevos amantes de la poesía, cuyas sensibilidades son tan necesarias en tiempos de sistemática deshumanización como los que enfrentamos.

Se abre el telón para los adolescentes, quienes le imprimieron un color insólito a obras tildadas neciamente de lúgubres como las de Medardo Ángel Silva, y se combinaron entonaciones, movimientos de manos que se convirtieron en alas, rodillas que mordieron el suelo con el rostro hacia el cielo y tantos encantadores matices que rindieron homenaje a la tradición literaria ecuatoriana y latinoamericana. Cada línea se fijó en el corazón, construyendo una ilusión para los que siempre hemos buscado en la literatura un respiro ante la turbiedad del odio. Los docentes, guías fulgurantes de esta misión indispensable de elevar la voz, hicieron el mérito que todo maestro debe tener: acompañar el tejido que da sentido a cada vida.

Como jurado, fue imposible ser justos, pues no soy amigo de calificar lo nace en la esencia, que jamás estará subyugada a la técnica; la propuesta, más que divisar un insano competir, fue de acompañar un genuino compartir. Me gusta pensar que la poesía engloba una música perpetua, como retrata el poeta indio Rabindranath Tagore: «La poesía es el eco de la melodía del universo en el corazón de los humanos» y cada voz se quedó en el mío, como un nuevo latir que me lleva al mismo espejo de la noche, encontrar a ese niño que nunca pude ser, y prometo que, cuando lo encuentre, volveré a esta cita que nos engalana, para que estos niños me enseñen cómo se juega a ser poeta.

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