A quien se le humilla, dios no siempre le ensalza

Por: Mateo Sebastián Silva Buestán
Lcdo. Educación y Director Colección Taller Literario, Cuenca (Ecuador)

Era hermosa, aunque antes fuera varón. Era hermosa, pese a las dolorosas muecas que su rostro profería cuando de tanto en tanto su siempre inquieta lengua tocaba, por accidente, los irritados y rojizos-blanquecinos bordes internos de sus labios. Era hermosa, era evidente, su largo y rectangular espejo, de los pocos enceres de su habitación, ante el cual solía desnudarse, así lo atestiguaba. Era hermosa, su tez blanca, su cabello rubí, sus ojos cielo, sus manos gruesas, sus dedos callosos, su espalda fornida. Era hermosa aun aquella tarde que su marcada y demacrada faz expresaba toda la tristeza del mundo; incluso ahí era hermosa, de pie, despojada de toda prenda, frente a su curvo y compungido reflejo. Era hermosa, muy hermosa era.

Y más hermosa se veía la afligida damisela desde el otro lado de la cortina de la ducha, cuando la exigua luz de un hurtado y bendecido cirio replicaba su destello, la sombra de la fémina con su cabeza gacha, sus senos colgados, sus muslos inflados, sus torneadas piernas. Una espectacular y excitante escena que, en contrapunto a las primeras afirmaciones, ¨pudiera hacer vomitar a otro que no fuera arriero¨.  

Cabizbaja, encogida de anchos hombros. Su vista perdida, clavada en los azulejos celestes de forma cuadrada y filos blancos, miraba como de su enredado cabello caían pequeñas, ardientes gotas que se iban, parsimoniosas, a perder en la comisura de sus alargados y amorfos dedos, mientras sentía cómo ardía todo su cuerpo. Así posaba bajo la oxidada regadera que, a presión, emanaba un violento chorro de sofocante y pútrida agua; así iluminada por una santa vela, así el vapor encerrado en todo el cuarto. Hace tiempo que la murria se había apoderado de su hilarante vida, por ello todavía atendía a un par de visitantes, solo para alcanzar el regocijo, el éxtasis, esa catarsis que únicamente el placer desenfrenado de la carne, joven o vieja, le otorgaba; no obstante, ninguna carne, juvenil enérgica o senil decadente, podía embelesarla tanto como sus prácticas onanistas con la imagen mental de una tal María, esposa de un carpintero, madre de un redentor que, por gracia, llevaba Jesús y Cristo. En ese instante, bajo la regadera, colocose en hinojos, evocó a María, se acarició hasta el alma, pero sin resultado favorable, sin placer adquirido. Hartose de su insatisfacción y de todo, abandonó la ciega fidelidad que tenía por la frase: ¨a quien se le humilla, Dios le ensalza¨, miró hacia arriba, sintió la fuerte cascada artificial escabullirse por sus fosas, tapó con fuerza desmedida, con sus propias manos, su puntiaguda boca, no le importó el ardor de sus llagas y dejose ahogar y dejose morir, no entró en desespero; al final, antes que su cabeza toque los gastados alicatados, soltó un par de terribles lamentaciones, propias reacciones de un ser que está arrancándose la existencia. El eco de un húmedo golpe irrumpió en el denso vaho, para luego desvanecerse como piedra que se hunde lenta en un sucio charco.

Cuando llegué la ducha todavía estaba abierta. Me abrí paso por las cortinas. Sobre las azuladas baldosas había una pequeña línea de sangre que, siguiendo la corriente de agua, desembocaba en el drenaje. Cerré la llave. Volteé el cuerpo inerte. La miré con asco y desprecio. La volví a voltear. Deslicé las cortinas. Sacudí y sequé mis manos. Me dirigí a su habitación. Me miré en su largo y rectangular espejo. Me senté en su tálamo. Me esperaba, habíamos pactado a primera hora de la noche, ahora ya no estaba. Encontré en ese remedo de mujer lo que en ninguna otra pude hallar. Lloré como un niño. Me incorporé. Sobre su coqueta estaba su perfume, el aroma que despertaba mis sentidos y volcaba mi apetito libidinoso. Regué ese exquisito maloliente y vulgar líquido en su lecho. Me recosté. Le hice el amor a su cama. Volví a llorar. Me dormí. Desperté con ella a mi lado.     

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