El mono

Por: Mateo Sebastián Silva Buestán
Lcdo. en Educación y Director Colección Taller Literario, Cuenca (Ecuador)

Por la frisada y dolida memoria de José atravesó de repente un recuerdo forjado antaño que, mientras el sacaba, sentado, sus muy ralos y esparcidos vellos faciales frente a un pequeño espejo, le produjo una desagradable mueca que luego devino en un lamentable suspiro…

Edmundo, el hermano menor de José, hace días que no daba noticia, hecho que no representaba novedad alguna. ¨El mono¨, como lo apodaban, y no precisamente por ser oriundo del litoral, sino a costa de su tupido cabello, acostumbraba a perderse muy a menudo; sin embargo, en esa ocasión la situación era distinta, pues, de rumor en rumor, llegó hasta los oídos de Rosa, que su hijo, el más guambra, andaba en malos pasos, que dizque les guardaba las pistolas a una afamada pandilla de cuatreros tras que estos asaltaban grandes haciendas y, armas en manos, obligaban al señor hacendado a entregarle, al líder del grupo, la flor de la más joven de sus hijas. La labor de ¨El mono¨ consistía en esconder los revólveres de la banda bajo el colchón de su padre, Rafico, anciano que estaba postrado hace ya varios meses, debido a una temible y desconocida enfermedad que lo hacía alucinar y escupir como llama; así que cuando los abigeos fueran aprehendidos, los celadores no tuvieran más remedio que soltarlos, a razón que el objeto que supuestamente cumplió la función amenazante previa a la supuesta vejación, era inexistente, por lo que el juez concluía, evidentemente, que la hija más joven del hacendado se dio por voluntad propia y en pleno estado de libre consciencia, en un acto deshonesto, a los amores del cabecilla de los ladronzuelos. Así de extraña era la justicia de esos tiempos, así de enredadas las milongas de tales años. Esta disparatada escena era, sino el pan de cada semana, por lo menos, el ¨boom¨ de cada mes.

Cierto día, muy en la mañana, cuando José llegó de visita a casa de sus padres, tras una larga y oscura jornada, se encontró a su madre, como de costumbre, con los ojos empapados y las mejillas clavadas en la verja, rezando por el bienestar de Edmundo, muchas veces Rosa se amanecía entre plegarias y llantos, ahí colgada en el frío hierro. Horas antes del alba las autoridades de tolete y boina habían allanado la casa, todo estaba revuelto, desordenado, destruido. Esta vez los cuatreros ultrajaron a la hija de un poderoso e influyente feudal, así que nadie más volvería a ser absuelto de sus culpas, empezando por ¨El mono¨, pues un fisgón vecino, dizque su compinche y confidente, lo vendió por una miserable recompensa que nunca cobró. Rafico, en medio de la exhaustiva y bochornosa búsqueda de las armas, tuvo un trance y resolvió escupir a diestra y siniestra a los gendarmes, acción que desencadenó la furia de los uniformados: arrojaron cual monigote al viejo inmóvil, dieron con las armas, cachetearon a Rosa, patearon a Rafico, cachetearon nuevamente a Rosa, partieron. José levantó el bulto que reposaba bocabajo, al que llamaba ¨papá¨, lo colocó de vuelta a sus aposentos, lo aseó, tardó toda la mañana en borrar el rastro de sangre que las patadas habían dejado sobre la vieja madera, cuando terminó, Rafico le escupió en la cara…         

El lamentable suspiro de José, que se asemejó mucho a los que Rosa lanzaba con las mejillas hundidas en el cerramiento cuando esperaba, suplicado a todos los cielos y a todos los santos que ¨El mono¨ regrese con bien, llevaba doble causa: la de nunca más saber de su hermano y la de apreciar su reflejo en ese pequeño espejo, sentado en su silla de ruedas, era clara la imagen, las mismas señas imberbes y la misma impotencia de su padre.

Poco se ha hablado de José, en otra oportunidad se dará cuenta de cómo llegó a esa silla el hombre, el ¨Pepe Buestán¨.  

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *