Entierros
Por: Mateo Sebastián Silva Buestán
Lcdo. en Educación y Director Colección Taller Literario, Cuenca (Ecuador)
No había madrugada en la que Rafico no despertara entre extrañas voces que, según él, musitaban su nombre a vivo grito, pese a que se trataran de susurros. No era extraño percatarse que su rolliza figura yacía sentada sobre la cama en estas noches de dormitado insomnio, mientras escuchaba clamar su ¨gracia¨ y observaba cómo desde el umbral de la puerta de su habitación -que daba a la diminuta sala- se escabullían unos rayos dorados preciosos.
-Mira, ve, Rosa, ay-tá el reflejo del oro que dizque hay en esta casa.
Pero Rosa, que en principio era una mujer de razón, argumento y muy mal temperamento, lo mandaba a callar, respaldada por una aguja, de esas largas de madera que se usan para tejer; sin embargo, Rafico, además de necio, era un tipo fiel a las supersticiones que escuchaba de la nunca inequívoca boca de Jacinto, su compadre, amigo y colega de meretrices y lupanares, de putas y puteros, pues. Cierta noche, cuando Rafico parlaba con madame Elise, seguro de las deudas que mantenía con sus muchachas, Jacinto interrumpió la importante plática, llegó con la novedad de que ¨Oiga, vea, que en las casas del centro hay entierros, entierros, dicen, oro que han dejado los pasados y que, por las noches, solo a los elegidos, se les parece unos rayos amarillos¨. La idea caló hondo en la frágil y dipsómana mente de Rafico, quien, sin dudarlo ni un microsegundo, pasó despierto, pese a la borrachera, toda esa velada y siete noches más. Los efectos de sendas horas sin que él pegue el ojo, se conjugaron con la empecinada orgía de bebidas etílicas.
Los tres hijos y la única mujercita del infeliz matrimonio, todavía muy niños cuando Rafico se inició en la labor de los entierros, compartían prendas, habitación y hambres. Rosa, con lágrimas en los ojos, los recibía de la escuela con un vaso de agua mal hervida repleta de panela, ese era su único alimento, hasta que las empleadas domésticas pagaran a su madre por las telas que entregaba y que los ricos utilizaban para cubrir los muebles que no ocupaban en una de sus incontables salas de estar, mismos muebles que Rosa, a la par que cosía sus telas, los imaginaba dentro de su pequeña y arrendada estancia. Por ello, la escena de los dos hijos mayores robando mendrugos de la tienda de la esquina y la posterior persecución del tendero, quien era el arrendatario del bien donde sobrevivían, no suponía un suceso difícil de asimilar. Quizá estos fueron los motivos por los que las cuatro criaturas se ilusionaron cuando Rafico, su padre, les contó, a la luz de una exigua vela, en su habitación, que tenía una estera para los varones y un pulgoso colchón para la nena, sobre los entierros y todo lo que podían comprar con las monedas de oro que hallara.
Noche tras noche, así durante semanas, Rafico, cincel en mano, herramienta que encontró bajo la cama de una de las muchachas de madame Elise para amedrentar a los que pretendían consumir sin cancelar, hacía agujeros en las paredes de adobe que rodeaban la estrecha sala. Rosa jamás entendió por qué agujereaba las paredes si se suponía que los entierros yacían, como su palabra lo indica, enterrados, bajo tierra. Pese a este disparate, su incondicional Jacinto, en ocasiones, lo acompañaba, bebiendo y hablando hasta quedarse dormido de pie, apoyado a una de las maltrechas paredes; otras noches, Jacinto no podía gastar su tiempo con su amigo, puesto que en la tarde pactaba encuentros con las doncellas recién llegadas, de la ciudad costera, al lupanar de costumbre. Fue, precisamente, en una de esas veladas que Rafico sufrió un atentado. Según la ebria explicación del protagonista fueron tres o cuatro espíritus, encapuchados de púrpura, encargados de cuidar el oro, quienes lo golpearon, hasta el cansancio; no obstante, las pesquisas efectuadas por Jacinto devinieron en que los chulos de las jovencitas de madame Elise, cansados de esperar que el pobre de Rafico pague los favores de las preciosas mujeres, no tuvieron más remedio que acudir hasta su casa y dejar en cero las cuentas, lo habían derribado en la sala, pero los puntapiés lo arrastraron hasta el pusilánime y opaco zaguán, donde amaneció bañado en sangre y borracho.
La sala que nunca pareció sala ahora mostraba un aspecto bélico, adobe, ratas y ratones abundaban en el sitio. El tendero y arrendatario, mediado cada mes, solía ir a cobrar, quejarse de los hurtos y chequear que ningún percance mayor haya ocurrido. Ese quince, Rosa impidió a agujazos su entrada, pero días después, cuando ella había salido a entregar telas y Rafico se hallaba sumergido entre las húmedas piernas de alguna ¨mona¨, de las recién llegadas al prostíbulo, el tendero y arrendatario estalló en cólera ante el desastre, ante los huecos que su inquilino había hecho en todas las paredes. Sobra decir que ni siquiera una ¨ayora¨ fue hallada, menos todo el botín de los entierros que Jacinto juró y re-juró, con solemnidad, que existían. A rastras fueron sacados de la vieja casa de los entierros, Rosa golpeaba y culpaba a Rafico, este, borracho, buscaba a Jacinto en aras de pedirle sesudas y racionales explicaciones.
La ilusión de los infantes se convirtió en odio, odio a Rafico que deambulaba de lado a lado, cargando en su hombro derecho la estera y el pulgoso colchón y empuñando con la zurda su botella predilecta. La fantasía de los entierros había terminado por sepultar a su familia.