Cola de gato

Por: Mateo Sebastián Silva Buestán
Lcdo. en Educación y Director Colección Taller Literario, Cuenca (Ecuador)

Allá, en la Cuenca de antaño, se da cuenta de un exótico suceso que, su narración, más de una vez, ha templado los nervios incluso de lo más valientes caballeros, provocándoles cierta incomodidad y miedo indómito de cruzar la frondosa pampa ubicada a escasos metros de aquellas vetustas escalinatas. No se conoce a detalle a la protagonista de esta estrafalaria historia. No se sabe, sino que cada noche, pasada la hora de la última comida, ella, Doña Morquencho, abandonaba el nosocomio donde limpiaba sangres, vómitos, retretes y aspiraba tuberculosis, viruela, sífilis, para emprender camino a casa, donde, hambrienta, la esperaba su enferma, demacrada madre.

La avenida que hasta día de hoy lleva nombre de fecha dizque cívica era testigo de los lentos pisotones que Doña Morquencho marcaba en las inhóspitas aceras. Acabada la cuadra, la avenida despedíase, siempre, con un viento helado y fuerte que elevaba el gris anaco de la mujer. Pasando la pampa, y aún más allá, estaban sus paredes cuarteadas, su piso de tierra, su destrozado techo y sus ollas partidas. Debía atravesar hartos artos, así lo hacía, sus callosas manos, acostumbradas a las astillosas escobas, también consabidas eran en abrirse paso por la naturaleza nocturna. Por esos lares retozaban todo tipo de parejas, en todo tipo de arbusto, en total libertinaje, ella escuchaba celosa el agradable sonido del ¨amor¨. A mitad del derrotero, pasada ya el área de libre albedrío, no había más que dos enormes piedras, separadas, la una de la otra, por la envergadura de cien mariposas, entre roca y roca solo césped, no maleza. Cada que Doña Morquencho arribaba a este curioso sitio, un pequeño gato salía de los bajos de la colosal piedra izquierda, caminaba arrogante, se detenía en medio de las dos rocas, la miraba, le mostraba con asco su áspera lengua y seguía hasta llegar a la piedra de la derecha; ahí ubicado, empezaba a estirar y estirar su cola, tan larga, recta y rígida, tan larga, tan larga se volvía que, más que cola, se asemejaba a un alambre bien templado. Esa cola, además de estirarse, se predisponía a una altura que haría pensar que su dueño tendría un tamaño inusual para un doméstico felino. Apretando los labios, murmurando rezos que le enseñó su abuela, con un ojo cerrado y el otro entre guiños, Doña Morquencho cruzaba por las dos piedras, no sin esfuerzo, no sin movimientos que rememoraban la danza del limbo, baile que debía practicar obligada en las quermeses escolares de sus escasos años educativos.    

Ya en su catre, tras mal-alimentar a su achacosa progenitora, Doña Morquencho malpensaba las inentendibles razones por las que esas poco comunes parejas, esas rocas y ese gato solamente aparecían cuando disponía su regreso. Todo lo malpensaba mientras acariciaba, hasta dormirse, la cabeza de su pequeño minino.  

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