Fotografía y verdad

Por: Abdón Ubidia
Escritor, Quito (Ecuador)

Debo mi presencia en este importante espacio a mi buena amistad con un fotógrafo muy profesional que quiero y admiro: Mimmo Privitera. Con él tuvimos una larga charla, como en los viejos tiempos, en la cual yo me permití decirle que, aficionado como fui −y soy todavía−, a este arte, creía sin embargo y luego de recordar los primeros daguerrotipos que, con la fotografía, nació la posverdad, este tema tan actual que no ha sido suficientemente reflexionado.

La posverdad, ese término que con Trump se puso de moda, al punto que, en el 2016, fue escogida como la palabra del año. La posverdad: es decir, la distorsión deliberada de la realidad.

Sumé algunos hechos: no sólo ocurre que, en cada toma, se escoge, es decir, se descarta, de nuestro inmenso entorno visual, aquello que, aunque no lo sea, creemos en un momento, esencial, también verdadero. Además, escogemos ángulos, iluminación, encuadres, focos, y hasta auxilios tecnológicos como la calidad de la reproducción.  Es decir que, desde el principio, diferenciamos lo capturado de lo que es la contundente realidad que nos rodea. La resumimos y alteramos.

Walter Benjamín decía ya, en 1931, que el ojo que mira la naturaleza es distinto del que mira a través de la cámara.

Luego viene, inevitablemente, la manipulación que hacemos de nuestra toma, de nuestra foto, como la llamamos, la edición que hacemos de ella: si, en los comienzos, la iluminábamos con pincel y acuarelas, hoy lo hacemos con el Photoshop. Y, aún más, la recortamos, suprimimos y/o añadimos elementos ajenos al original.  Es decir que la imagen así obtenida, es un producto inventado por más real que lo consideremos. Un producto artificial. Una ilusión óptica.

Mimmo Privitera me respondió que tal condición, era propia del arte pictórico. Puso, como ejemplo irrebatible, el descubrimiento de la perspectiva en la pintura del Renacimiento: esa manera de ampliar las dos dimensiones de un cuadro a tres, era obra de un truco técnico, un juego malabarista de líneas que se cruzaban para mostrarnos una tercera dimensión que sólo se representaba en nuestra mirada, exactamente como una ilusión óptica.

Para preparar esta charla, revisé las páginas de un libro curioso: Para una filosofía de la fotografía de Vilém Flusser. En él, el autor reflexiona acerca de lo que ha significado la imagen a través de la historia humana, como elemento mágico que nos permite representar no sólo las tres, sino las cuatro dimensiones, contando con la temporal, en tan solo dos. Obra pura de la imaginación, es producto del pensamiento mágico que más allá de representar una realidad concreta, representa la idea que nos hacemos de ella, lo que creemos que es ella: lo que queremos resaltar, mostrar; es decir, que en el reino de las imágenes triunfa una idolatría; no en vano, durante milenios, se dudó tanto de las imágenes que muchas culturas y credos religiosos llegaron a prohibirlas, en iconoclastias conocidas: la hebrea, musulmana y la cristiana del papa León III, en el siglo octavo.  

No es el momento, pero merecería otra charla, la solución que, según el autor, se encontró para atacar, eficazmente, dicha idolatría, con un invento totalmente nuevo que vendría a representar la realidad, es decir, la verdad del mundo, de un modo abstracto, negador de las imágenes, con algo reducido a una sola dimensión: la escritura. Desde entonces, dataría la vieja pugna entre imagen y texto. Pero esto, repito, sería motivo de otro análisis.

Entonces, lo que en principio creí que apenas era una boutade mía, aquello de que la fotografía distorsionaba deliberadamente la realidad, en el fondo, resultaba cierto. Una mala noticia.

La buena noticia es que aquello ocurría como todo en el arte.

Sobre todo, con la literatura y la pintura.

Madame Bobary, por ejemplo, —de quien todos nos hemos enamorado alguna vez—, fue un invento de Flaubert. Se basó en una historia real, sí: la crónica de un periódico, pero el escritor le dio la vuelta y, luego, quién sabe cuántas modelos reales se mezclarían en su imaginación para darle vida a un personaje ficticio que se nos ocurre más real que muchas de las mujeres que hemos conocido en la realidad real.

Y qué decir de la historia que nos narra. También inventada y acaso exagerada nos exhibe, sin embargo, la profunda verdad de una sociedad que, en pleno ascenso burgués, se muestra hipócrita y trágica.

Quiero decir que esa mentira, esa ficción del arte, está al servicio de una realidad más profunda y verdadera que la que vemos a simple vista.

Solo así podemos entender —para volver al tema que nos convoca—, a los grandes fotógrafos: Man Ray (Violón), Ansel Adams (Paisajes), Diane Arbus (circo, prostitutas), Robert Doisneau (El beso), Inge Morath (El Danubio), Cartier Bresson (Picasso, Fidel Ché; Mao), Sebastiao Salgado, tantos más.

Las distorsiones deliberadas de la realidad que nos entregan, les sirven para enrostrarnos, lo que no queremos ver de una realidad más profunda.

Es hora de dar el gran salto: el cine.

Si, en los comienzos, el fotógrafo operaba dentro de un cuarto oscuro y luego con una cámara oscura portátil —ya usada, hay que decirlo, por los pintores renacentistas—, el cine consigue meternos a todos dentro de ese cuarto oscuro, tornarnos, como todo fotógrafo que se respete, voyeristas que espían una realidad externa.

Con el cine, la magia se vuelve embrujamiento total. Desde los hermanos Lumiere, que esperan, desde un ángulo perfecto, la salida de los obreros de una fábrica hasta los efectos especiales de hoy, pasando por las joyas de los grandes directores: Nosferatu de Murnau y luego el de Herzog, Potemkin de Einseinstein, El gabinete del doctor Cagliari de Robert Wiene, Metrópoli de Fritz lang, Tiempos Modernos y El gran dictador de Chaplin, Ciudadano Kane de Wells.

A las que hay que sumar los nombres inolvidables de Bergman, Visconti, Buñuel, Fellini, Pasolini, Antonioni, Scorcese, Kubrick, Fassbinder, Vim Venders, Park Chan, Lars von Tier, y muchos más que ustedes conocerán mejor que yo.

En otro momento, analizaremos nuestra creencia —que ha molestado a algunos amigos cineastas– de que el cine no es sino un nuevo género de la literatura, lo cual nos ahorraría muchas preguntas repetitivas, pero que hoy me permite que insista en la idea del embrujamiento, de la condición hipnótica en que cae el espectador de una película, confinado a un espacio impuesto de antemano —el cuarto oscuro de la sala de cine— y un tiempo también asignado de antemano: la duración de esa película. Espacio y tiempo artificiales

Dicho embrujamiento o ceremonia hipnótica no es más que la admisión de que hemos aceptado la verosimilitud de una película como verdad momentánea; la aceptación de que estamos inmersos en otra realidad que copa nuestra mente, al punto de que lloramos o reímos sin que reparemos en que estamos viviendo una realidad ficticia, que nos desconecta —y acaso esa sea nuestra intención profunda— de nuestra realidad real más inmediata. Así, ajenos al mundo objetivo, enajenados, desconectados de él, no nos importa que el drama artificial, ficticio, que tenemos ante nuestros ojos, —que nos envuelve y domina—, sea, pues, una grandiosa mentira.

Porque, nunca dejamos de aceptar que el cine, como la literatura, como todo arte, nos retorna al mundo, es decir, ya dijimos, nos regresa a una verdad más profunda, a la que solo pudimos acceder gracias a esa mentira profunda.

Hay una figura literaria que opera con ese mecanismo a la vez imaginario y real: la metáfora. Ella nos permite negar una realidad, mentirla en el puro plano denotativo y volver a esa realidad, pero en otro nivel — que los lingüistas llaman lenguaje segundo—, el de la connotación, que en el arte es el lenguaje de las emociones.

En este punto, me van a permitir que profiera unas cuantas afirmaciones que, para mí, son básicas:

  1. Toda fotografía es metafórica
  2. Toda fotografía vale por su contexto.
  3. Toda fotografía busca nuestra ‘atención’.
  4. Toda fotografía es emocional.

Claro que, en estas afirmaciones, rondan los espíritus de Walter Benjamín y Susan Sontang y sus maravillosos escritos sobre la fotografía. No olvidamos que Susan Sontang nos recordó bien que la foto de la Niña vietnamita del napalm, que cambió el curso de la guerra de Vietnam, en su crudeza, nos mostraba todo el horror de un contexto brutal, lo certificaba y lo volvía ‘más verdadero’ que las noticias que llegaban a los cerebros embobados de los consumidores de los medios de comunicación masiva. Es decir, que captaba nuestra atención porque era mucho más que una sola toma solitaria e instantánea.

Vuelvo al tema de la posverdad porque −descontando todo el universo de los llamados efectos especiales−, que sería también tema de otra charla, ahora nos estamos enfrentando al hecho de que ya, los grandes medios de comunicación masiva, han logrado que la fotografía que −como escribía Susan Sontang−, llegó a ser una prueba de verdad: si hubo una foto, es que fue cierto; ya es más bien la prueba de una posverdad, de una mentira colectiva como podemos comprobarlo en los noticieros de radio y televisión. En este caso, de una mentira que ya está al servicio  de una mentira profunda: la mentira oficial.

En estos precisos días, ad portas de la cuarta revolución industrial, la de la robótica y la Inteligencia Artificial, nos vemos abocados al peligro de que esa I A, suprima, con fotografías totalmente inventadas como las que logran el ChatGPT, o los programas como Midjourney y sus últimas modificaciones al viejo Photoshop; suprima, repetimos, la dialéctica verdad/ mentira, a la que todavía podemos apelar, en aras de otra verdad totalitaria que apenas logramos presagiar.

No olvidemos que los expertos señalan las tres fases de desarrollo de la IA: 1) la Estrecha, en la que los algoritmos informáticos se encargan de tareas puntuales; 2) la Ancha, cuando la IA, pueda igualar todas las habilidades humanas y 3) la de la Superinteligencia, en la que, posiblemente, la IA, hasta pueda generar su propia autoconciencia, independiente de la humana.

Mientras llega la catástrofe y sin olvidar que las mentes más lúcidas de nuestro tiempo como Howking, en los noventa o, ahora: Chomsky, Zizek, Biung Chul Hang y hasta grandes divulgadores científicos como Yuval Harari; amén de los propios y célebres desarrolladores de la IA, como Geoffrey Hinton −quien renunció a Google, para hablar con entera libertad−, nos advierten del peligro inminente de que la IA llegue a extinguir a la propia especie humana, pensamos que a los creadores de hoy, fotógrafos, escritores y demás, no nos queda otro camino, otro remedio, que volcarnos sobre nosotros mismos, sobre nuestros cuerpos reales, sobre nuestra piel, sobre sus deseos más inmediatos, para insistir en aquello que aún podemos defender como nuestras verdades más profundas.

Creo que aún podemos recordar los versos de dos poetas:

La verdad es lo que es

Y sigue siendo verdad

Aunque se cuente al revés,

de Antonio Machado. Y el aforismo inapelable de Bertolt Brecht: La verdad siempre es concreta. Gracias.

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