Tres ramazos a la tierna mano

Por: Mateo Sebastián Silva Buestán
Lcdo. en Educación y Director Colección Taller Literario, Cuenca (Ecuador)

La mamachocha, hundida en su viejo mueble y en sus confusos pensamientos, sostenía, entrelazada en sus venosas y desgastadas muñecas, una pequeña funda negra. Sus torcidos dedos, de a poco, muy lentamente, deshacían el nudo, a la par que miraba abstraída al tumbado y chasqueaba la lengua. De su interior extrajo un pañuelo más amarillo que blanco, lo desdobló, lo volvió a doblar, lo desdobló otra vez, frotó con vehemente violencia sus pequeños ojos y empezó a recodar cuando, en su lejana niñez, Don Chispas -un gran relator de historias, además de acordeonero, bebedor y apostador empedernido-  les contó, a ella y a otras niñas del pueblo, una curiosa historia de su amigo el panteonero.

La bella Elvia había parido a su primogénito justo en la temporada que su marido, Belisario, estaba de jornada, por seis meses, en ese ingenio que dividía a los serranos de los costeños. La guagua nació sanita, aseguraron las comadronas una vez lo examinaron, un niño grande, gordo, blanco, buen mozo. La joven Elvia, por cuarenta días, no comió más que caldo de gallina en los tres platos diarios. Tal dieta era un atávico inamovible, así como el bautizar a cada neonato, en presencia obligatoria de su padre y madre, no antes que cumpla un mes de vivo. Esta última costumbre no pudo ser cumplida. A Elvia le hubiese hecho mucha gracia escribirle una carta a su marido, contándole todo lo acaecido respecto a su hijo, pero no sabía empuñar una pluma, mucho menos trazar un garabato siquiera, así que no hubo forma de que Belisario se entere de su paternidad.

En este punto de la historia, Don Chispas sacó de su descolorido gabán una botella, se sirvió unito y aclaró que las mujeres de su terruño no sabían ni leer, ni escribir y que los hombres que dominaban tales facultades le tenían cierta ojeriza a Belisario, debido a que se llevó a la mejor hembra de la localidad, por lo que el encono iba dirigido, también, hacia Elvia, por preferirle a ese mushpa chagra, decían, por fijarse en ese mal partido de hombre, decían.  

Pasados los primeros treinta días, Elvia notó que la manera de succionar del bebé se tornó agresiva, morbosa y despiadada. En un principio, a la madre le pareció gracioso y, con esa evidencia, no le quedó la menor duda de que el niño sí era hijo de Belisario, pues ¨lo que no se hurta, se hereda¨, cavilaba, sonrojada, la novel madre. Una noche que el guambrito chupaba la mama que más leche le daba, la izquierda, Elvia sintió un agudo dolor y enseguida alejó al tierno de su pecho, encendió la vela de cabecera, la acercó y vio que su seno emanaba sangre. Ella no tuvo tiempo o reacción, dado que los llantos del apenas nacido reclamaban para sus labios, para su boca, para su lengua los pechos de la mamá. La criatura soltaba a los cuatro vientos tan estruendosos gemidos que la chica, para tranquilizar su desespero, no tuvo más remedio que alimentarlo con lo que había. Fue una velada fatal, sobre todo cuando al intransigente suplicio se le sumaron constantes palmadas, golpecitos provenientes de diminutas manos sobre el juvenil y protuberante tórax.

Cada que la guagua lactaba, y no leche precisamente, manoteaba a la madre. Ella jamás dijo una sola palabra de lo acontecido. Nunca, por más que quería, compartió esta información con alguna vecina, amiga, familiar, ni al mismísimo párroco y eso que era bien puntualita en la confesión dominical antes de la misa; sin embargo, era notorio que algo no andaba bien con la Elvia y su hijo. Se rumoreaba que la mujer lucía así de desdeñada y harapienta, porque no pudo aguantar la abstinencia postparto y cada que podía metía hombres a la casa de su marido, por eso el niño tenía esa mirada tan pícara y retorcida.

-Las noches eran una largura para la Elvia. Ella dizque sentía, en carne viva, como se le iba la sangre con cada manazo que el hijo le daba- sentenció Don Chispas a la par que se servía otra, otra y otra copa. Luego prosiguió con la historia de su amigo el panteonero. Las niñas, incluida la mamachocha,le escuchaban admiradas, como si estuvieran forjando un recuerdo para sacarlo a flote décadas después.

Un día cualquiera, el niño enfermó terriblemente, al parecer por beber tanta y cuanta sangre. De la manera que enfermó, murió: de súbito. Todo el pueblo acompañó al velorio, al entierro. Los hombres, por más celosos de Belisario y rencorosos de Elvia, mantenían firme su principio de comunidad y ayudaban desinteresadamente, aunque las ansias de chisme eran capaces de mover más montañas que la propia fe.

-Lo del entierro fue harto, so feo- le comentó el panteonero a Don Chispas, en referencia a los gritos y exasperados golpes que Elvia lanzaba por doquier. No obstante, lo más tétrico estaba por suceder. A la tercera noche de enterrada la guagua, el panteonero hacía su ronda cotidiana cuando al caminar por el sitio donde enterraron al niño, notó que el brazo izquierdo estaba sobresalido, erecto, con los dedos estirados sobre el nivel de la tierra. En lugar de asustarse, el panteonero, quien ya había vivido experiencias similares con piernas y cabezas, decidió que lo mejor era acercarse a la rígida extremidad y volverla subterránea. Lo hizo y, como si nada, siguió su rutina. A la mañana siguiente, el indócil brazo volvió a aparecer fuera de la tierra, el encargado lo puso, de nuevo, donde corresponde; de este modo transcurrieron siete soles, ¨siete lunas y siete serpientes¨.

Normalmente, el trabajo de sepulturero no demanda mayor esfuerzo, pero ese brazo, ese maldito brazo que se salía de la tierra ya había colmado la paciencia del panteonero. Por lo dicho, el tipo fue hasta el hogar de la destrozada y famélica Elvia, la encontró hecha, en sus palabras, ¨una araña¨. Le contó los hechos de los que él fue testigo. Por alguna extraña razón, la mujer creyó todo y, recordando una de esas historias de pueblo, de inmediato, casi por inspiración divina, supo lo que tenía que hacer. Así fue que llegaron al cementerio. Elvia, camino al sitio donde yacía quien en vida fue su pequeño vástago, se agachó, arrancó tres ramas de una planta de ortiga, que estaba ahí adornando otras tumbas, las sujetó con tenacidad. Finalmente arribó al sitio donde el ostentoso brazo se mostraba poderoso, todavía con los dedos bien extendidos. Entre lágrimas, Elvia propinó tres ramazos a la tierna mano; instantáneamente, todo el brazo se guardó bajo tierra, nunca más fue visto. Una escena increíble.

Meses más tarde, Belisario regresó, empero no aceptó ni una sola sílaba que salía de la boca de su tartamuda mujer; mas cuando se enteró del rumor de que Elvia había pernoctado con un sinfín de hombres, la calló para siempre. Todo el pueblo acompañó al entierro, al velorio.           

Esta, entre otras historias, le contó el Panteonero a Don Chispas en una noche de acordeón y aguardiente. Y esta, entre otras historias, narró Don Chispas, no medio borracho, sino borracho y medio, a la mamachocha y a otras niñas, ahí en la plaza del pueblo. Y así lo recordó la mamachocha y así tuvo que ser.

La mamachocha despertó al presente: volteó, dobló, desdobló al pañuelo, se limpió los ojos y chasqueó la lengua.    

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