Olvidos
Por: Julián Ayala Armas
Escritor y periodista. Islas Canarias
Confieso que no soy un ciudadano ejemplar. Apenas leo periódicos, casi no oigo la radio y no suelo ver programas de televisión. Sin embargo, la omnipresencia de esta última hace que a veces, al desgaire y casi sin darme cuenta, se me queden algunas frases sueltas, flotantes cual restos de un naufragio, sobre el monótono mar del blablablá, que constituye el habitual sonido de fondo en cualquier casa de vecindad que se precie. No he llegado todavía al grado de perfección de mi anciana tía María, que se pasa los días enteros frente a la tele, encendida y a toda potencia, y no se entera de nada. La esperanza no me abandona.
Esto viene a cuento de una frase televisiva que me sorprendió el otro día, en medio de una travesía doméstica entre la cocina y el cuarto de estar. El madero, perteneciente a la arboladura retórica de un bergantín de alto porte, decía de alguien que no recuerdo y cuyo obituario se comentaba, que “estuvo tan ocupado que se olvidó de vivir”. Hermosa, descriptiva y, sobre todo, simbólica frase, pardiez (un poco cursi, pero no vamos a quitarle méritos). El plumífero que la pergeñó sugiere dignamente la consideración de que no todo está tan perdido en la profesión periodística –y concretamente en el medio televisivo–, como el panorama general hace suponer. Otra pequeña puerta abierta a la esperanza.
Dos factores avalan la validez de una idea, un concepto o un simple texto literario: lo acertado de su aplicación a un momento determinado y la posibilidad de traslación, sin que pierda su carácter, a situaciones distintas y más generales. Y esto es lo que ocurre con la frase que llamó mi atención. Ya he apuntado que ignoro quién fue el sujeto o sujeta que se olvidó de vivir y, la verdad, creo que su identidad no merece mayor interés, pues fuera quien fuera y por muchas proezas sociales, políticas, artísticas, deportivas o científicas que haya realizado, se trataba indudablemente de una persona normal y corriente.
Porque la mayor parte de los humanos –todos alguna vez– nos olvidamos de vivir. Acuciados por preocupaciones externas, creadas e inducidas muchas de ellas para ese fin, dejamos a un lado los placeres efímeros, pero a veces intensos, de la vida. Los más pobres de espíritu son fácil presa de la vulgaridad cotidiana –el afán de consumo y riqueza– y se embarcan en empresas materiales descomunales para sus débiles fuerzas. Hipotecas, letras, deudas de todo tipo les mantienen aherrojados a la angustia la mayor parte de su existencia. En algunos y algunas es la pasión del poder lo que prevalece y a ella sacrifican ocio, familia y amigos, casi las únicas cosas por las que vale la pena estar aquí. Y para otros hay cientos, miles de excusas –su obra, su trabajo, su misión salvadora, su etcétera– para no enfrentarse a sí mismos, para eludir el placer de vivir libre y honestamente, sin agobios, sin angustia, procurando no dañar a nadie (o, al contrario, ayudando, si está en su mano, a quien lo necesite), y con tiempo para contemplar una puesta de sol si les place, para viajar, para leer un libro, para pasear, para hablar de lo humano y lo divino en torno a una mesa, donde la amistad sea el principal condimento de unos alimentos sencillos.
No es lo habitual. Los y las más se olvidan de vivir y, cuando mueran, puede que algún cronista ingenioso comente en su necrológica que de tan ocupados un día se olvidaron también de respirar y así les fue. Por distraídos.