Talego de basura

Por: Mateo Sebastián Silva Buestán
Lcdo. en Educación y Director Colección Taller Literario, Cuenca (Ecuador)

Se escuchó potente el carraspeo de su garganta, estruendoso el escupitajo, impetuoso el salivazo cayendo al filo de la acera, espesa flema esparciéndose como charco por los bordes de la vereda, fluidos entre marrones y rojizos con tintes de verde esperanza. Sus añejas, toscas y torcidas manos trataban de desamarrar un nudo imposible, su gastada vista no ayudaba a citado labor. Murmuraba aquella anciana, refunfuñaba sandeces en contra de ese talego rebelde. En vano fue su esfuerzo. Salado sudor resbalaba por su cansada frente, algunas gotas llegaban hasta su nariz, para luego mezclarse con el gargajo; otras se conjugaban con el bien ceñido sombrero que llevaba y se desvanecían en la paja y el mimbre. Soltó, agotada, el saquillo, lo colocó entre sus piernas, lo vio iracunda, colérica, furibunda. Era la última bolsa de basura que revisaría ese día. Pensó en ello por un momento; no había, entonces, razón para darse rendida, una más y se iría, una más y podría irse a mimar a sus queridos. Se incorporó rápidamente, a esta causa su cabeza nubló el panorama. Una vez hubo pasado el tintineo mental, levantó con sus fornidos brazos el pesado objeto en cuestión e, inhalando profundo, se llevó el enredo a la boca, a la zona de sus amarillentos y malolientes dientes, algunos de oro. Como si de un roedor se tratase, mordisqueó, royó aquel conflictivo lazo. La escena era bastante peculiar: una vieja, encorvada, sujetando un gran bulto, tratando de abrirlo con lo que quedaba de su dentadura. No se abrió, no se pudo abrir, era físicamente imposible. Trató, de todas las maneras, por más horas de las que tiene un reloj, sin resultados positivos. La vetusta mujer volvió a sentarse, la frustración invadió su ser. Nuevamente, colocó el talego entre sus piernas. Le clavó la vista, a la par que cavilaba, para sus adentros, en cuántos y tantos valiosos bienes debía poseer mencionado y enorme cesto. La mujer pasó toda su vida dedicada al oficio descrito, no se podía permitir el lujo de no abrir una bolsa hacia el ocaso de su carrera. Es por ello que destinó el resto de sus latidos a tal propósito.  

Han transcurrido, ya, una cantidad considerable de decenas de años y la vieja no se ha movido del borde de la vereda, intentando, incluso a día de hoy, zafar el talego de basura; lo verdaderamente interesante radica en que yo tampoco, en todo este tiempo, he dejado de ver, ni por un minuto, la misma escena repetirse infinitas veces. Como han escrito las grandes plumas: esto no puede ser, pero es.  

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