Santo o demonio

Por: Luis Curay Correa, Msc.
Vicerrector UETS Cuenca (Ecuador)

En el reverso de la hoja, escrita con letra amarrada, se desentierra una frase que lo paraliza: “Todos lo saben, no eres el santo que aparentas”. Era como una de esas notificaciones arcaicas que su casero solía dejar debajo de la puerta de entrada, para recordarle el pago de la renta. Se descalzó lentamente, como siempre lo hacía, para ponerse unas babuchas más cómodas, encendió la luz, se quitó el saco y la corbata y se dirigió al baño, se lavó la cara con inusitada rapidez. Se detuvo nuevamente en el pedazo de papel, quería adivinar la caligrafía, la tinta, quizás algún detalle que rebelara la procedencia de aquella nota y a su remitente. Nada, no se le ocurría absolutamente nada, no tenía enemigos y, por ende, alguien que deseara hacerle daño. Se sentó en el inodoro, prendió su móvil con presteza escarbando entre sus contactos. Una notificación saltó en la pantalla, era su Instagram que le traía novedades desde una cuenta desconocida, al leer se le cortó la respiración: “Todos lo saben, no eres el santo que aparentas”. Sabía de sobra que los ataques y extorsiones en gran medida se daban a través de las redes sociales, ¿sería este su caso? Volvió a buscar entre las notificaciones anteriores, en el contacto se leyó: traición123. Había en este perfil fotos sobre paisajes lúgubres, castillos medievales oscurecidos con intención para causar sorpresa y tal vez miedo, frases lastimeras que hacían referencia a la falsía, la traición y la soledad. Por un momento, desplazándose de su improvisado trono, sonrió con parsimonia: es algún bromista trasnochado, uno de esos que para lo único que sirve es para molestar a las personas tranquilas. No me dejaré intimidar, es más, lo bloquearé, ¡allí te quedas infeliz, más solo que nunca! A ver si alguien te toma en serio, por el momento yo, no. Soltó el agua del inodoro y se dirigió, como todas las noches, a la cocina, a remoler con su desgastada dentadura los mendrugos que le quedaron del fin de semana.

El amplio espacio le daba al anciano una tranquilidad relativa, abrió la nevera y auscultó con insistencia en las repisas, quería encontrar algo que le sirviera para aplacar el hambre. Encontró una cerveza en lata a medio abrir y un slice de pizza que ya tenía una respetable antigüedad. Cenó como de costumbre, sentado en la vetusta silla y apoyado en la desvencijada mesa que oficiaba de comedor. Al terminar la frugal cena caminó con dirección al gran ventanal que daba a la calle, se asomó con cierto cuidado, escondiéndose, aunque no sabía de quién o de qué, miró entre el lustre citadino: lo de siempre, gente apretujada rumiando su mala suerte, jóvenes caminando como autómatas con la mirada en la pantalla de su móvil, abstraídos por completo, ignoraban el mundo que les rodeaba, algunos mercachifles que caminaban en procesión a la Feria Libre con sus atuendos de vendedores, enfundados en las esperanzas de un negocio exitoso que les permita llegar a sus hogares con la alegría por delante, varios perros que vigorosamente peleaban entre ellos defendiendo a la que creían su dueña, el hermoso tranvía que recorría la ciudad, casi imperceptible, casi silencioso, con sus ocupantes serios, algunos adormilados por la jornada extenuante del trabajo del día. Sí, era una jornada normal que, como todos los días, estaba a punto de terminar.

Repentinamente recordó su trabajo en la marmolería de la calle Pío Bravo, en esa en la que aprendió que la vida no era fácil y que, si no golpeabas, te golpeaban. Pudo apreciar sus manos ya viejas y arrugadas, nada tenían que ver con las de un niño de once años, sutiles y nacaradas; le acuchillaron en la memoria los dolores que sentía cuando los poros se le abrían a través de las escamas macilentas, y la sangre, inclemente, brotaba sin cansancio; volvió a sentir ese ardor causado por el esfuerzo hecho para abrillantar las piezas de bronce con aquella pasta que, una vez impregnada en la piel, le causaba todas esas molestias. Lloraba con la ira de no aceptar la condición de pobreza en la que su hogar se sumía, veía a sus padres en inagotables noches perdiendo sus vidas y sus fuerzas, su hermosa madre, clavada en la máquina de coser, y su padre, siempre luchador y entusiasta, encorvado sobre los zapatos que fabricaba. Otra miserable lágrima se le escurrió sin permiso, ya eran algunos los años que los perdió, pero en su senil memoria, aun los veía todos los días. Apreció con los labios remordidos esa juventud que le fue negada ya sea por el trabajo, ya por la falta de dinero, ya por la estupidez que lo gobernaba. Acarició sus pantalones de casimir, como si fuesen ubicados inconscientemente los remiendos que ocultaba de los ojos de sus amigos, los palpó como si siguiesen allí, llenándolo de indómita vergüenza; vio con franca sonrisa aquella vez que descubrió la desnudez femenina, era una película mexicana que no prometía mucho, hasta el nombre era risible: “El día de los albañiles”, pero las palomitas que comía con entusiasmo, fueron abandonadas al ver esculturales mujeres sin los ostentosos ropajes que cubrían sus pudendas delicias, el compañero de lado recibió un golpe seco en las costillas que no le causó el dolor esperado, pues, más concentrado que él, agrandaba la mirada para descubrir con minuciosidad los secretos femeninos que le turbaban; ese era el único recuerdo que lo apaciguó. Apuró las últimas chupadas al cigarrillo barato que podía permitirse, botando con fuerza el humo que iba a morir a escasos metros, retomó la hoja con letra amarrada que lo sobresaltó hace poco.

– ¡Quién podría atentar contra mí? Nadie me conoce lo suficiente para permitirse semejante amenaza. Mi proceder es público, y hasta cierto momento diré, que es reconocido y respetado. Toda mi vida dedicada a la educación de niños y jóvenes. Estos hackers mal intencionados sí que saben quitarle la tranquilidad a uno.

La hoja fue depositada con ira en la papelera del estudio. Hojeó unos libros en el estante tratando de encontrar alguna respuesta literaria al evento recién vivido, pensaba que leyendo podría calmar su inquieto espíritu. Empezó un título nuevo, en las dos primeras páginas notó que no había asimilado nada de su obligada lectura, cerró el ejemplar de Won-pyung Sohn, Almendra, una novela que su hijo mayor le regaló por el cumpleaños, y se dirigió con parsimonia nuevamente al baño.

– ¡Qué no soy el santo que aparento! ¡Vaya ridiculez!, jamás me he considerado uno. He mantenido relaciones profesionales con mis alumnos, hasta quizás un poco distantes, pero el respeto y el cuidado de ellos, han sido constantes en mis labores diarias. Nunca se dirá que Luciano es, o ha sido en algún momento de su vida, un malcriado o peor aún, Dios no lo quiera jamás, un acosador o pederasta, de esos seres abominables que deberían castigarse irremediablemente con la pena de muerte. Quizás por eso no soy santo, heme aquí elucubrando sobre la capacidad del ser humano por disponer de la vida de sus semejantes… también resulta abominable esa idea. Ya ves querido Luciano, de santo no tienes nada.

El espejo colgado en la pared, elemento nada decorativo, pero sí necesario, era rústico por completo, demostraba la sencillez de sus cosas, se ubicaba encima del lavabo obligándolo a mirarse cada vez que iba al baño. El reflejo dejaba ver un hombre de edad, moreno, de sonrisa amplia, cautivadora, de ojos vivaces e inquisidores, de ojeras profundas ocultas por los marcos de los lentes que llevaba siempre. Hombre normal, común y corriente. Al cepillarse los dientes, lavarse la cara y las manos, se dijo:

– En verdad no soy santo, pero tampoco un demonio. Aunque sí me arrepiento de ciertas cosas que no estuvieron bien. La soledad a la que confiné a mis hijos luego de la separación con mi ex esposa, sus miradas tristes, el llanto retenido y esos abrazos que se quedaron conmigo, los mismos que no pude darles jamás, es decir, los veo, cada semana, o si puedo, un tanto más; claro que extraño visitarlos antes de dormir, o despertarlos en la mañana, besarles la frente y decirles lo orgulloso que me ponen con cada logro, ya han crecido bastante, son mayores de edad, pero para mí siguen siendo unos niños. Quizás debí aguantar el desamor, hacerme el desentendido, justificar todo lo que me distanciaba de ella, perdonarla más seguido, tenerle más paciencia, si hubiese sido así, mis hijos aún tuviesen un padre a su lado. ¿A costa de qué? De seguir llorando, de disimular la ausencia entera de sentimientos hasta llegar a asentir humildemente cuando se lanzaba la frase: “así me conociste, no voy a cambiar por nadie”, de aguantar una soledad que oprime el corazón y que anula la razón. Y entonces, ¿qué quería?, que siga aceptando su mal carácter y las humillaciones por no tener el dinero que su familia tenía, que le siga rogando por un amor que no veía por ningún lado. Pues no, no hice mal. Más bien me libré a tiempo. También la libré a ella de un ser que consideró inferior, y que no la merecía. Pues sí, santo, santo, no soy, pero un demonio, tampoco.

Al cerrar las persianas para dormir, reconoció que cada vez se le hacía más difícil conciliar el sueño. Disfrutaba de la soledad la mayoría de las veces, pero otras, aunque en menor número, lo asustaba y le oprimía el pecho.

– Mañana será otro día, seguro que será mejor que éste -murmuró intentando descansar.

A las 06h08 lo levantaba el primer turno del tranvía que pasaba frente a su departamento, se desperezaba austeramente e iba al baño de forma rígida y somnolienta. Iniciaba su día de recurrencia existencial, hasta que, cavilando y sin querer, dio con una posible respuesta:

– Si todos piensan que soy un santo, debe ser porque así me ven. Es lo que proyecto. Seguro que sí. ¿Y quién soy para contradecir la voluntad popular? Junto con su sonrisa disimulada se perdía en la papelera el último retazo de papel higiénico que utilizó para limpiar la sangre de su rostro tras una rápida afeitada. Sentía su cuerpo descargado, liviano, como si un enorme peso se le hubiese quitado de encima.

– Buenos días Luciano, ¿cómo amaneces? -un vecino lo distrajo de sus meditaciones mientras iba a comprar el pan para el desayuno.

– Buenos días Gato, bien muchas gracias, ¿y tú? Supongo que ya se habrá graduado tu segunda hija, Camila, ¿verdad? -contestó devolviendo la gentileza.

– Ayer fue la ceremonia, y ahora a luchar por la universidad, es que el gobierno no nos da tregua. Se sufre por la secundaria -la educamos en uno de los mejores colegios de la ciudad- y se sufre más por la educación superior, es que, si no logra ser admitida en la Estatal, va a ser muy difícil que le paguemos una institución particular. Los precios están por las nubes, inalcanzables. Pero de ahí en adelante, todo bien querido amigo.

– Tienes toda la razón, uno no termina de sufrir nunca, ni yo, que ya viejo y solo debería estar descansando y no pendiente de amenazas o cosas que se le parezcan. Te cuento en otra oportunidad amigo, que tengas un buen día. -Contestó y aligeró el paso para dar por terminada la conversación.

– No digo, todos me quieren, diría que hasta me idolatran, en fin, creo que más bien se equivocaron de individuo. Será mejor que le heche tierra al asunto y que me deje de preocupar por vainas que no me hacen ningún bien -se consolaba hablando en voz alta hasta llegar a la panadería.

Al ingresar en “El Esquimal” identificó a una mujer que no había visto desde hace mucho, aunque pasaron los años de manera veloz, no había perdido su hermosa estampa. Era pequeña, con una melena graciosa que le colgaba hasta una cuarta por el hombro, y al voltearse descubrió la misma lustrosa sonrisa que lo cautivó cuando tenía dieciocho años. Es mucho tiempo el que ha pasado, sin embargo, su belleza se ha mantenido sin mayor esfuerzo. Saludaron con inmenso afecto.

– Hola Virna, un placer verte, ha pasado mucho tiempo. Vaya que es pequeña la ciudad, ¿quién diría que iba a encontrar a una vieja amiga en la panadería de mi barrio? ¿Cómo estás? -dijo como si algo estuviera mal en sus palabras, como si lo dicho lo molestara inconscientemente.

– Luciano, el gusto es mío. Tienes razón. ¡Qué raro!, ¿verdad? Nunca he venido por estos lados a comprar pan, y mira tú, aquí estamos. -Lo abrazó muy fuertemente, casi con desesperación.

En el porche había algunas mesitas dispuestas. Tomaron un café. Luciano le invitó a servírselo acompañado del más delicioso pan del negocio. Dieron un recorrido por sus vidas, por lo que les había pasado. Cada uno contaba sus alegrías y sus penas, como si siempre lo hubiesen hecho al amparo de una sabrosa bebida con palanqueta. Luego de media hora se despidieron con igual efusividad. La frase que lanzó Virna lo confundió profundamente:

– Ya ves Luciano, si me hubieses amado de verdad como decías, tal vez no nos iba tan mal en la vida. Quien sabe, las lágrimas que ahora me recorren la mejilla, serían de felicidad y no de desdicha. -Tomándolo por la cara con ambas manos, aquella hermosa dama, le dio un beso enorme. Él la siguió con la mirada hasta que se perdió en el interior de un auto donde un furibundo hombre le reclamaba de manera soez por la demora.

Al volver al departamento sintió que las fuerzas flaqueaban, ascendió por las gradas con un esfuerzo mayor y se sentó pesadamente en el sofá del estudio. Al cerrar los ojos pudo ver las veces en que la plantó deliberadamente solo para reírse con sus amigos de aquella hazaña. Que lloraba le contaban, y él, Luciano, el ser correcto y sin mancha, se solazaba cuando algún comentario ridículo de sus congéneres lo colocaban en un sitial de privilegio. ¡La tienes lamiendo de tus botas, Lucianito! Y las carcajadas se escuchaban acompañadas de palmas y vítores innecesarios. Recordó que nunca tuvo el valor de decirle a aquella bondadosa muchacha que su corazón no era de ella, sino de su prima. Que con total falta de hombría prefirió declararle un amor que no existía, sí, a ella, a la gentil Virna, todo, con el final propósito de estar un tanto más cerca de su pariente, que encima, lo veía como un amigo nada más.

Aunque el estómago se le revolvió, escarbó como pudo en la papelera del estudio hasta encontrar los retazos de la nota que tanto lo incomodó. Al unirlos de nuevo entendió mejor lo que su mirada leía, y lejos de convencerse de lo contrario, la apretó con furia mientras sus labios repetían con certeza: Virna, Patricia, Andrea, Tahirí, perdón, es verdad, no soy un santo.

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