Enamorados

Por: Julián Ayala Armas
Escritor y periodista. Islas Canarias

En la larga primavera que, en el hemisferio norte, va de finales de marzo a mediados de junio, en que empieza la temporada del calor y las playas, a los bancos del parque cercano a mi casa les crecen parejas de enamorados. Detrás de un laurel de Indias, a la sombra del árbol de Júpiter, bajo el coral florecido de un brachichito rojo, o sobre una alfombra de campánulas caídas de un jacarandá es frecuente encontrar a parejas de jóvenes atornillados por los labios, con la misma naturalidad espontánea con que se persiguen los mirlos allá arriba o tu perro levanta la pata para marcar su territorio en torno a un farol.

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En una de las columnas de la pérgola, sombreada de buganvillas, uno de esos amantes ha escrito: “conservar algo que me ayude a recordarte sería admitir que te puedo olvidar”. Jactancia de jovencito muy seguro de sí mismo, pues sólo un muchacho, inmortal todavía, puede hacer una afirmación tan rotunda. El tiempo le enseñará que el olvido es un ingrediente esencial de la vida y que ésta será más o menos intensa, según los estratos de olvido que se asienten en nuestra memoria. Por otra parte, podríamos pensar que después de pergeñar la frase el joven quemó todas las fotografías que tenía de su novia, algunas incluso tiernamente dedicadas con caligrafía picuda de colegio de monjas. A veces, un exceso de literatura puede convertirnos en iconoclastas. Siempre, un exceso de romanticismo.

Esto me hace recordar que, hace ya bastantes años, cierto amigo mío bajaba en guagua de La Laguna, junto a la joven que andando el tiempo se convertiría en su esposa. Era un hermoso atardecer estival en la naturaleza y un bello amanecer sentimental en ellos dos. El autobús se había detenido momentáneamente en una parada, mientras el último resol del día brillaba en las ramas geométricas de las araucarias, que sobresalían como alminares de mezquitas entre conjuntos de árboles y edificios más pequeños. Al fondo Santa Cruz de Tenerife, acurrucada a la orilla del mar, aparecía envuelta en un polvo dorado que le daba un aire casi irreal. Por el cielo, intensamente azul, se perseguían unas anduriñas y por las ventanillas abiertas del vehículo entraba un suave perfume procedente de una cercana enredadera de madreselvas. Traspuesto por el ambiente, el galán se dirigió a la damisela en estos términos: “¿No te parece que un espectáculo como éste es la mejor demostración de que Dios no existe?” “No”, contestó escuetamente la muchacha. Nuestro hombre no volvió a abrir la boca en todo el trayecto. Pese a todo, se casaron y hoy constituyen una familia feliz dentro de lo que cabe, con dos hijos que ya han sobrepasado con creces la adolescencia.

Al margen de consideraciones sobre la extraña forma de ligar que tenían los progres de hace treinta y tantos años, es de notar que con el tiempo el protagonista de nuestra historia ha devenido creyente fervoroso en una serie de mitologías pragmáticas, tan irreales al fin y al cabo como cualquier mitología metafísica, en las que supongo seguirá sin creer. Pequeñas venganzas de la vida –y del amor incluso–, que no perdonan la excesiva seguridad y el exagerado énfasis que los pocos años nos hacen poner a menudo en nuestras cosas.

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Pero bajémonos de la guagua y volvamos al parque, donde algunos atardeceres el breve espacio de la pérgola se reparte entre los amantes y un grupo de jubilados, que suele reunirse a jugar a las cartas. Un hilo invisible une a los jóvenes enamorados que son, con los viejos jugadores que serán: el hilo indeleble de la vida. Entretejiéndose en el telar del tiempo, ese hilo da lugar a múltiples variantes de ánimo y de situaciones y en cualquiera de ellas puede saltar el desencuentro que amenaza todas las relaciones humanas. Muchos de estos enamorados, quién sabe, reñirán antes de aficionarse a jugar a las cartas y algunos incluso puede que vuelvan la primavera próxima al mismo banco donde hoy se sientan, pero acompañados de otra u otro amante.

Por ventura, el ciclo del amor nunca concluye y siempre habrá parejas de jóvenes lustrando asientos en parques y plazas de todas las ciudades del mundo. Protagonistas de una dicha efímera, ellos no lo saben todavía, pero la nostalgia de sus sentimientos en el fondo de su corazón y el recuerdo de las caricias en la memoria de su piel contribuirán a hacerles más llevaderos los largos días de desamor que les aguardan en el futuro.

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