Una segunda oportunidad
Por: Luis Curay Correa, Msc.
Vicerrector UETS Cuenca (Ecuador)
La hoja azul, engomada por la parte superior, es una de esas que se utilizan como notitas para poder pegarlas en cualquier parte. Estaba en mi agenda escolar, resaltaba. Tenía un corazón grande, hermoso, la caligrafía dejaba leer una palabra tantas veces esperada, pero también ignorada, es lógico, ¿quién iba a perder su tiempo diciéndomela?, como si no tuviera suficiente con el espejo de mi cuarto, él es el único que no me miente, es más, sin ningún miedo me escupe la verdad, sí, lo sé, lo hace porque no tiene ningún compromiso conmigo, solo le interesa mostrar la realidad tal cual, y ésta es una realidad ineludible. ¿Por qué esa palabra significa tanto?, ¿por qué en una hoja azul?, ¿por qué tanto adorno?
– Tenga papasito, guárdela aquí, en medio de esas hojas, me dieron ganas de escribirle algo. ¡Cómo que gracias! Acaso un sentimiento se agradece, no mijo, eso no es así, no hay peor cosa es este mundo, vamos, y usted conoce este mundo, que dar las gracias por lo que una siente, mire, se lo hago porque sencillamente es lo que usted provoca en mí, a ver, ¡cómo le explico! Me basta mirar sus ojos, o sentir sus besos, ¡Ay, y sí que besa rico!, ya se lo he dicho, ¿no?, bueno, decía, en cada caricia que me da, en cada palabra que escucho, y eso que no habla mucho mijito, pero antes era menos, ¿verdad?, costaba un montón sacarle una conversación en la que hable sin esfuerzo, me hace reír, sólo me miraba, y yo, como loca, hablando de cualquier tontería, y usted mirando, mirando profundo, y otra vez, logrando lo que nadie ha logrado, en serio se lo digo, crea a ver pues, que no le invento nada, verdad, nadie ha conseguido que los poros de mi piel lo respiren, que lo espere con ansias, y que ese teléfono me de tono de mensaje, y obvio, que sea suyo. Por eso la hoja, ¿ve?, si entiende señor, ¿verdad? Mor, significa amor, es mi manera de decirlo, y me gusta mucho pintar y adornar; y más para usted mi precioso. -Y acompañaba el diálogo con una caricia tierna, rozando mi cara con sus manos, con ambas, por cada lado, hasta llegar a cerrarlas en mis labios para depositar en ellos un tierno beso.
Mirarla hablar era una delicia. Sus gestos acompañaban de manera armoniosa todo el monólogo que lanzaba. Y su voz, mezcla de notas musicales con tonos altos o bajos, según lo requiera expresar, traspasaba la oficina sin miramiento alguno, paralizaba el espacio, detenía el tiempo. ¡Cuánto disfrutaba escucharla y mirarla! No deseaba nada más que vivir intensamente esa experiencia, y, atesorarla, guardarla por siempre en mi memoria –quien diría que luego aquella manifestación de belleza me salvaría la vida–
– Es que no sé qué decir, le juro que jamás entendía los sentimientos desde esa perspectiva. Quizás no estaba preparado para sentir que soy importante para alguien. El carácter que me gobierna ha hecho que siempre piense que definitivamente no represento una persona interesante, mucho menos, digna de ser depositaria de un amor tan grande y puro –decía, como defendiéndome–
En el escritorio palpitaba aquella hoja adornada con el cuidado que el corazón impone. Los ojos de la dama se acercaron de improviso hasta los míos con las tiernas intensiones de provocar reacciones insospechadas. Al tenerla tan cerca pude fijarme en los maravillosos colores que conjugaban para hacer de ese momento, la perfecta fotografía: largo cabello que se desgajaba por unos hombros poderosos, pero a la vez sutiles, grandes pestañas rizadas resguardando una hermosa mirada -me pude ver en sus ojos-, enfundada en un uniforme azul, esa bella figura se entallaba con arrebato, silueta asesina que dejaba ver unas curvas trabajadas con ribetes de paraíso. Respiraba con apremio cuando sentí en mis labios un beso húmedo que me elevaba hasta el mismísimo Nirvana; de pronto, sin aviso previo, divisaba cómo, con la coquetería de una musa, alzaba sus manos despidiéndose, perdiéndose entre el griterío de la calle. Me quedé con las ganas de abrazarla y dejar en sus oídos las palabras guardadas para definir el amor.
Mi secretaria anunciaba por el teléfono la visita de alguien que quería conversar conmigo, menuda impertinencia, pensé. ¿Cómo es posible que alguien se atreva a importunar mi encuentro con lo sublime? Aún, luego de su partida, en el aire se quedaba el aroma de su presencia queriendo ser absorbida, embebiendo mis sentidos hasta el punto de la inexistencia. Gracias, que pase, –dije sin entusiasmo alguno–.
Luego de un diálogo disimulado en el que intenté atender los requerimientos de una señora que depositó en mi la solución de sus problemas, volví al cajón superior del escritorio, lo abrí con presteza, escarbé entre algunos documentos hasta encontrar la foto salvadora. Al detalle era observada. En ella se veía una joven mujer cuya belleza haría ruborizar a la misma Venus. La acariciaba en varios suspiros. El timbre largo y estridente me devolvió a la realidad. Guardé la imagen que me transportaba con gran cuidado. Salí despidiéndome y enrumbé por los mismos caminos de siempre.
Las manos en los bolsillos, una corbata rojiza resaltaba entre una camisa blanca y un saco azul marino. Sonreía como contestación a los saludos que paso a paso encontraba. La buscaba entre los rostros que se dibujaban a cada tranco. No estaba, la muchedumbre se manifestaba como un cúmulo de semblantes que no respondían a identidad alguna. Era mecánica la forma de responder. Hasta mañana -decía cada vez que me encontraba con alguien.
Llegué a la primera intersección. Miré hacia arriba y hacia abajo. De súbito, retornaron hasta mí, las maravillosas manos que se despedían, pude verla caminar de espaldas. Cuando se trastocan los sentidos resulta risible entender que obedecemos a un supuesto orden, y que nuestras acciones obedecen en forma tácita a esa disposición estricta. Los ojos, entonces, ven; las manos, tocan, el olfato, huele; en fin, es esa monotonía que hace que la conciencia de tener sentidos se disipe, o hasta, desaparezca. Pero mis ojos la recuerdan, mi olfato la ve como una nube vaporosa de olores que tienen forma, y mi lengua la toca cada vez que abro la boca. Sí, es difícil explicar lo que sucede cuando el amor rompe esquemas conceptuales, y ese orden que esclaviza resulta una bagatela frente a la experiencia de tenerla. Así como sigo, cavilando quizás, es cuando sin advertirlo, logré sentir un golpe muy fuerte, el mismo que hizo que mi cuerpo se eleve por los aires hasta descender, luego, de manera brusca sobre el parabrisas de un auto blanco, enorme, cuya conductora miraba estupefacta como rebotaba sobre el capó del motorizado.
Lo mató –oí casi inconsciente–
No sentí nada, ni siquiera el barullo que se formaba a mi alrededor, tampoco pude percatarme de la cara de enorme miedo que la conductora ponía al mirar el incidente. ¡Pobre!, con las leyes que tenemos y su malsana manipulación, es entendible que no solo se asuste, sino tenga terror por lo que el futuro le deparaba. El dolor era imperceptible, me envolvió una sensación de reposo reconfortante. ¡No sigas la luz!, y me reía a carcajadas mientras minimizaba una gran caída de mi hermana, una de tantas, ¡no sigas la luz!, así recordaba lo que le decía a Carmen luego de un aparatoso aterrizaje que dio desde el pasillo principal hasta el patio de su casa. Empezaba a mezclar recuerdos. Algunos me robaron lágrimas, otros, los más placenteros, sonrisas. De pronto, todo gris, los recordatorios se esfumaron y volvieron con más fuerza los sonidos reales: llamen una ambulancia, está sangrando demasiado, la cabeza, uyyyy, se le ve hasta el cráneo, pobre hombre, pero él mismo tiene la culpa, cruzó cuando no debía, huya señora antes de que llegue la policía, ellos no entenderán lo que ocurrió. Es cuando empiezo a notar que los golpes duelen, y mucho. Sentía cómo la sangre recorría por mi rostro hasta formar charcos en la calle adoquinada. Sepárense, por favor, denle aire, no lo toquen, parece ser grave. Y la vida se me iba, sabía que el inmenso dolor era la antesala de algo muy grave, las fuerzas me dejaban, quería mover mis extremidades, no podía hacerlo, era difícil respirar, la angustia empezaba a apoderarse de todo mi cuerpo, Dios, ¿será que estoy muriendo? Entre las palabras escuchadas diferencié algunas proferidas por mis conocidos, era lógico, estaba a escasos metros de mi lugar de trabajo. Todo era un caos, la ambulancia aún no llegaba y las fuerzas se extinguieron hasta envolverme en un torbellino del que no podía salir, me desesperé al punto de pensar que iba a terminar así, arrojado en una calle, lleno de sangre y golpes, así, sin el tiempo suficiente para decirles a mis seres queridos al menos la más tibia de las despedidas, así, sin poder mirar ese bello rostro que hace pocas horas me regalaba la paz que ahora perdía. Quería gritar, pero esas intenciones se extinguían en la imposibilidad de abrir la boca y articular sonido alguno. Espasmos incontrolables se hacían presentes hasta desear que aquel sufrimiento termine como debe terminar. Estaba, una vez más, solo, ¡qué triste!, también acabar solo. En momentos como éstos, pensaba, debería encontrarse el espacio preciso para dejar de luchar, y más bien aceptar lo que viene. Traté de serenar mi respiración. Luché por abrir los ojos, quizás para dar una última mirada, la de despedida. Vi como dos paramédicos se apresuraban por estabilizar mi cuerpo e intentar regalarme minutos valiosos, más allá, unas señoras mayores elevaban su mirada hacia el cielo, buscando entre las nubes una repuesta divina, caras sorprendidas, muchas desconocidas, compungidas las más, y otras, sólo espectadoras, eran testigos de cómo la muerte se va apoderando de la vida. Tranquilo, me dije, tranquilo. Empezaba mi última plegaria cuando escuché un grito lastimero. Haciéndose camino entre la multitud pude ver una figura conocida, era ella, la dueña de esa voz de notas musicales preciosas. Ahora lloraba como una niña. Lo hacía con una compulsión insostenible. No se vaya, por favor, no lo haga mi precioso, vea que aún falta mucho por vivir, recuerde pues lo que me prometió, así no, no vale, mire que ya estoy cansada de estar sola, ande, vea, no sea irresponsable, usted me dijo que era para siempre. Y vi sus lágrimas profusas cayendo a borbotones, sus manos tocándome para que reaccione, sus labios besándome para que despierte, su voz diciendo mi nombre con la dulzura de un ruego amoroso, no se muera pues, se lo prohíbo mi corazón. Yo voy con él, le dijo a un paramédico. En el interior de la ambulancia pude sentir la tibieza de sus caricias. Y terminé la plegaria: solo quiero hacerla feliz.
Me inundó una paz enorme, experimenté la nada. Volví a mirar aquella engomada hoja azul y a distinguir ese corazón dibujado con cuidado. Mor, ¿qué significa mor?
¿Será esta indefinición el estado sempiterno luego de la vida? -cavilaba quizás ya muerto.
Todo era obscuro, solitario, indescriptible. El tiempo pierde su valor. No sé cuánto de él habrá pasado. Una congoja gigantesca se apoderó de mí. Solo, así debía acabar todo.
Mas, cuando ese estado era la totalidad, sentí en mi pecho una fuerza inusitada. Un sacudón del cuerpo me despertó casi electrizándome. Calma mor, no se esfuerce, tuvo una dura lucha, ya son dos días sin abrir los ojos, tranquilo mi vida, aquí estoy a su lado.
Cables por todos lados, un respirador al que estaba conectado y el más bello rostro de ángel que me acompañaba, fueron la respuesta divina a una súplica hecha desde la oscuridad de la muerte.
Alcancé a sonreír, apretar la mano que tantas veces besé y decir las primeras palabras de mi nueva vida: gracias mor, la extrañé un montón.