Pedro Jorge Vera cien años de un animal puro
Por: Abdón Ubidia
Escritor, Quito (Ecuador)
A las seis de la mañana, o antes, sonaba el teléfono como una alarma. Era Pedro Jorge Vera: “Hermano, ¿puedes adherirte y firmar esta carta pública?” Entonces nos contaba el tema. Alguna causa justa había que respaldar. Si hubiese registros de las llamadas de aquellos años ardientes, cuando la revolución socialista, expandida por el mundo, parecía ser ya un hecho irreversible, y si la policía las hubiera grabado (algo probable, al menos en ciertos gobiernos represivos y reaccionarios como los de las dictaduras militares o el gobierno de Febres Cordero), habría acaso la posibilidad de hacer una historia política puntual y vívida de esos tiempos de ira y esperanza, como los llamó Agustín Cueva.
Una llamada, a esa hora, significa, muchas veces, una mala noticia para nosotros: algo trágico pasó, pensamos: un accidente; algo con la familia o los amigos; algún dolor íntimo y nuestro que nos despertará al frágil mundo real, precario siempre, intempestivo e impredecible.
Ahora, al cabo de los años, he podido entender el valor de las llamadas tan matinales de Pedro Jorge Vera. Efectivamente, algo había pasado en alguna parte del mundo, a veces muy lejana como Vietnam o África; a veces más cercana como América Latina y, sobre todo, como Ecuador. En todo caso, algo que incumbía ya no al estrecho mundo personal nuestro, sino al dolor, la protesta, la rebeldía o la humillación que vivían los otros, los demás, aquellos que eran, parte de la especie humana, pero alejados, abstractos, anónimos, enajenados de nuestro yo por las fronteras que, más allá de las distancias reales, geográficas, nos venían impuestas por un plan civilizatorio perverso, el del capitalismo que nos imponía la costumbre del individualismo, de apenas ocuparnos de nuestro ser individual y desentendernos o desconocer nuestro ser
colectivo, gregario, capaz de entender que la solidaridad y hasta el sacrificio por los demás, son una obligación de supervivencia de la especie humana: el ser individual que no tiene sentido sin el ser social: al preocuparnos por los demás nos estamos preocupando por nosotros mismos. Nosotros somos en y por los otros. Empezando por el lenguaje y el resto de los hábitos de la condición humana. De este modo, todo lo humano nos es propio. En especial la justicia y su correlato brutal: la injusticia. Cualquier atropello, en cualquier parte del mundo, en especial con los preteridos, con los pobres de la tierra, nos concierne.
Sí, algo había pasado en alguna parte, el dolor o la rebeldía, la sangre o el grito: no importa: aquello también nos concernía, nos afectaba: teníamos que decir una palabra al respecto.
Tal, el sentido profundo de esa llamada, siempre temprana de Pedro Jorge. La tibieza de las sábanas en el amanecer, el duerme vela de esa hora, el desperezamiento cómodo de aquel que sólo tiene que ocuparse de su pequeña existencia, debía terminar porque había otros que no tenían derecho ni siquiera a la vida.
¿Quién que no fuera un animal político, un animal puro, de pureza absoluta, podía arrogarse esa tarea casi cotidiana?
Pedro Jorge Vera, por supuesto. Así organizaba su día. Así organizó su vida. Tanto en la política, en el periodismo o la literatura que, para él, eran una sola y misma cosa.
Para comprender, precisamente, el sentido de su vida y el de este libro dedicado a Pedro Jorge Vera (y comprender incluso su título), es preciso detenernos en su obra literaria fundamental y más celebrada: Los animales puros.
LOS ANIMALES PUROS
Los animales puros se publicó en 1946, cuando apenas Pedro Jorge tenía treinta y dos años.
Sobre un telón de fondo que abarca la masacre del 15 de noviembre de 1922, “la guerra de los cuatro días” de 1932, los conflictos con el Perú que terminarían con la guerra de 1941 -aunque no se precisen fechas-, la obra se divide en dos partes. La primera, recoge los años de militancia inicial de un grupo de jóvenes comprometidos con la revolución. Allí se proponen, sobre ese telón de fondo histórico, las líneas básicas de esta novela “de situación”, en la medida en que lo son La condición humana de Malraux y Los caminos de la libertad de Sartre. En ella, los hombres están situados por sus ideas, y existe una relación directa entre éstas y sus actitudes vitales.
Gran retablo de arquetipos, por la primera parte desfilan los santos y los demonios de la revolución: Rojas, el apóstol ascético; Moreno, el proletario duro; Suárez el cínico, David −el protagonista−, el intelectual venido de la burguesía que busca en la fe política una razón para vivir. Un vigoroso juego dialéctico opone, casi sin tregua, tesis y caracteres contradictorios: el hombre de pensamiento al hombre de acción, el escéptico al apasionado, el militante auténtico al que no lo es.
En la segunda parte, los personajes asoman maduros: la vida ha pasado por ellos. No son más la sola encarnación de las ideas y actitudes irrevocables que quisieron ser. Enriquecidos, humanizados, desligados de su rigidez inicial, evolucionan: Suárez, el enfermo de escepticismo, se precipita en una soledad atroz. David Caballero, auténtico héroe existencial, ha fracasado en su búsqueda demoníaca (en la acepción que Lukács a la palabra): no es fácil ser un animal puro: los humanos no están formados de una sola pieza, siempre se saldrán del papel
que se les asigne o busquen; no existen modelos definitivos para sus vidas. Caballero sufre un drama existencial: ha descubierto la dimensión metafísica de la libertad, es todo un héroe de la estirpe del Mateo de La edad de la razón de Sartre (novela publicada casi al mismo tiempo que la de Vera), un héroe cuyas desventuras provienen de la imposibilidad de poner límites a su libertad y, aún más, de encontrar una justificación a su existencia. El suicidio será su fin. Como contrapartida, sobreponiéndose a la cárcel y al confinio, no sin antes sufrir dudas e incertidumbres, Rojas y Moreno, sienten más que nunca la necesidad de aferrarse a su militancia, a su fe.
En la época en que Los animales puros fuera publicada, la realidad social ecuatoriana había sido ya sancionada por el relato de los años treinta: habían sido inventariados sus bienes, detectado sus heridas, señalado víctimas y victimarios.
Esto le exime a Pedro Jorge Vera de los ciertos deberes sociológicos y descriptivos, “geográficos”, propios de aquel primer realismo social. Ya no se trata solo de entender la realidad sino de cambiarla. Al diagnóstico ha de seguir la solución. Los conflictos de la revolución necesaria, incuestionable, serán la nueva materia tratada, pero tales conflictos se encarnan en actitudes y éstas en hombres. Así como, años atrás, Aguilera Malta hizo de su Don Goyo un gozne que unía y separaba al criollismo del relato social, ahora Pedro Jorge Vera hacía lo mismo, con éste y el que luego vendría, la novela del individuo, del héroe problemático, vale decir, con el relato urbano.
Hasta aquí, resumida, mi opinión acerca de la obra capital de Pedro Jorge Vera. Por suerte, este libro contiene un riguroso análisis académico de Los animales puros. Inteligente, con una educación superior impecable, minuciosa como es, Yanna Haddatti observa esta novela como tributaria del género –o subgénero,
para algunos− llamado “de formación” que evoca memorables textos narrativos del siglo XX, sobre todo en la lengua alemana, como puede verse en Thomas Mann o Herrman Hesse. A pesar de las menciones que hace a la época en que fuera escrita, a sus colegas de oficio como Alfredo Pareja Diezcanseco o José de la Cuadra, a pesar –o por eso mismo− de lo agudo de su análisis, creo que el trabajo de Yanna es, por sobre todo, una invitación para que este tipo de análisis se extienda a toda la extensa obra narrativa de nuestro admirado autor.
Volvamos al tema. ¿Quién o qué es un animal puro? Es alguien que más allá de las fuerzas muy humanas que escindan su alma, se aferrará a la voluntad de fundir ética y existencia, teoría y práctica, pensamiento y acción, en una sola conducta, sólida, radical.
Pedro Jorge Vera fue, pues, un animal puro triunfante. No hay manera de separar no sólo su vida de su obra sino, además, su razón política de su cotidiano vivir.
Pedro Jorge Vera fue un triunfador de la vida. En su constante acción aprovechó todos los resquicios del tiempo para moldear una existencia plena, una vida completa. En el cálido testimonio de nuestro historiador Jorge Núñez Sánchez (autor de 60 libros), lo vemos erguirse sobre prisiones y desgracias, sobre triunfos y desdenes, siempre íntegro, un caballero de la esperanza como diría Jorge Amado, convencido de que la felicidad humana es posible cuando se tiene la fe social, revolucionaria, de la que hemos hablado, pero también una fe individual que no desperdicia tampoco los placeres personales que nos brinda el mundo: el amor, los amigos, a veces un trago de vodka o unas aceitunas, pero sobre todo el ejercicio cabal de la escritura y la política cotidianas, vueltas una adicción imprescindible: solo con ese trabajo de hormiguita pertinaz se puede explicar su obra gigante: 1) el periodismo que, en un recuento familiar y sentido
de Alfredo Vera Arrata, su sobrino y discípulo, trata de manera cercana, con la fuerza de un testigo de excepción: 2) la crónica que, al decir de kintto Lucas −un político latinoamericano, fiel y completo, quien se encarga, en este libro, de abordarla−, une periodismo y literatura, y Pedro Jorge Vera la practicó en una veintena de medios en varias ciudades de distintos países. Hay que resaltar que tanto Alfredo Vera como Kintto Lucas coinciden en recordar el célebre verso final de un poema de nuestro autor: ¡Alfaro, vive, carajo!
Dos escritores muy activos en nuestro medio, el prolífico Edgar Allan García y el cuentista César Chávez, analizan de modo especial, El Destino, una inolvidable novela corta del Pedro Jorge Vera, practicante asiduo de: 3) el relato, como lo muestran sus numerosas novelas y libros de cuentos. A ellos se une una escritora consumada, Lucrecia Maldonado, quizá la más fértil e importante de las actuales generaciones, con un análisis de tres textos narrativos más: Luto eterno, Auto propio y Los señores vencen.
Abundante fue su producción en este género: Los animales puros (1946), La guamoteña (1946), Luto eterno (1953), La semilla estéril (1962), Un ataúd abandonado, Tiempo de muñecos (1971), Los mandamientos de la ley de Dios (1972), El pueblo soy yo (1976), ¡Jesús ha vuelto! (1978), Las familias y los años” (1982), El destino (1984), ¡Ah, los militares! (1985), Por la plata baila el perro (1987), Cuentos duros (1990), Este furioso mundo (1992) Gracias a la vida, memorias (1993), La muerte siempre gana (1995),El asco y la esperanza (1997), El cansancio de Dios (1997), Doce cuentos de la historia (1997) Y la novela póstuma El tiempo invariable (2000). Quienes quieran adentrarse de manera más completa en su narrativa pueden leer el estudio detallado de Darío Moreira publicado como prólogo a la edición de Luto eterno y otros cuentos .
Por si fuese poco, Pedro Jorge practicó también 4): el género dramático, como
autor, director y promotor, según nos lo recuerda el consumado hombre de teatro: Patricio Vallejo Aristizábal, autor de La niebla y la montaña, un muy completo tratado acerca del teatro ecuatoriano, desde sus orígenes hasta la fecha. Vallejo analiza y menciona: El dios de la selva, Hamlet resuelve su duda, Luto eterno, La mano de Dios, destacando sus virtudes poéticas y específicamente dramáticas.
En un estudio trabajado y sesudo, el conocido escritor Xavier Oquendo Troncoso, analiza: 5) la obra poética de Pedro Jorge Vera. Enjundiosa, elaborada con minucia, ésta se nos muestra en su real profundidad en varios libros:
Mujer del mar, Nuevo itinerario, Romances madrugadores Túnel iluminado, Versos de hoy y de ayer.
Y este libro cuenta con un acabado ensayo de Raúl Serrano Sánchez, escritor, académico, ensayista concienzudo y pulcro: el dedicado a otro género que Pedro Jorge Vera practicó de modo sostenido: 6) el epistolar. Raúl serrano lee, escudriña, define amigos y contradictores en un panorama que muestra con escrupulosa exactitud la extensa e intensa red de relaciones que conformaron el mundo del escritor, pero también del político Vera. Sobre la base del libro Los amigos y los años (correspondencia 1930 − 1980) y la pesquisa de aquellas que: se salvaron “porque una que otra se quedó entre las páginas de los libros preferidos de Vera, entre carpetas de manuscritos, cajones donde reposaban los materiales de trabajo del periodista; o porque posteriormente su compañera, la escritora Eugenia Viteri, las guardó en algún álbum familiar, o entre las postales y esquelas de parientes y amigos” Raúl Serrano logra seguir y reconstruir los momentos claves la historia personal de Pedro Jorge Vera, sus pasiones y, sobre todo la fe, la valentía y la fidelidad con las que defendió sus ideas estéticas y políticas.
Para completar el retrato colectivo que nuestros escritores hacen de Pedro Jorge Vera, este libro incluye dos textos entrañables, Arrabal amargo metido en mi vida, de Raúl Pérez Torres, Premio Casa de las Américas, actual presidente de la Casa de la Cultura Ecuatoriana (con vívidos recuerdos hasta de las noches de
bohemia que compartieron), y el de un muy conocido escritor y diplomático cubano, Pedro Martínez Pírez, quien hace un recuento de la pasión revolucionaria de nuestro autor, desde sus numerosas muestras de adhesión a Cuba.
Pero este libro que abre de modo sentido la escritora Eugenia Viteri, su esposa de tantos años, se cierra el propio Pedro Jorge Vera, diríamos, de viva voz, en una hermosa entrevista que le hace Galo Mora (conocido artista, director de Pueblo Nuevo, intelectual y político) en la que renace ese decir tan natural y suyo, sembrado de interjecciones, de bromas y risas que vuelven muy amena esa memoria literaria y política de un hombre y de un tiempo claves en nuestra historia.
Sería injusto no mencionar la brillante oración fúnebre que Pedro Saad Herrería pronunciara en el centro Cultural Benjamín Carrión a pocos días de su muerte. Con seguridad se trató de una de las mayores piezas de la oratoria ecuatoriana. Como testigo presencial que fui, debo recordarla al menos, pues no queda, por desgracia, una grabación de ella.
Valga la precisión para decir que este magnífico homenaje que le hacemos a un grande de nuestras letras, el inolvidable Pedro Jorge Vera, con lo enjundioso que es, deja todavía varios vacíos para que más historiadores y críticos, en el futuro, puedan indagar con fervor nuevos documentos y nuevos sentidos de su vasta obra.