Entre velos y osamentas
Por: Mateo Sebastián Silva Buestán
Lcdo. en Educación y Director Colección Taller Literario, Cuenca (Ecuador)
La madura madre superiora, con su hábito, habitual arrogancia y despotismo, rezaba arrodillada, prepotente, en la capilla, ahí, como siempre, en la primera banca, en la diestra de la larga madera. Con la zurda apretujaba su denario y acariciaba su rosario contra su pecho alto y vientre bajo, mientras que con la mano libre se hacía más cruces que si llevara al mismísimo diablo en la espalda. Aquella noche de oración era especial, pues en el altar, bajo el sagrario, reposaba una vitrina que contenía las reliquias de San Santísimo Pío LXIX. Los restos, de más de cien años de antigüedad, casi momificados, constaban de un brazo y un prepucio. Antes de finalizar sus rezos e irse a dormir, la madura madre superiora musitó una plegaria en su honor, se santiguó otras setenta veces siete y se encaminó rumbo a sus nada humildes aposentos.
A mitad de la noche – ¡vaya Dios a saber cómo! – las reliquias ya referidas llegaron a la cama de la monja, quien desnuda, entre sábanas, dormía plácidamente. Los restos, huesos inquietos y traviesos, se deslizaron hasta la intimidad de la mujer de votos, su sexo estaba cubierto, además de la blanquecina seda, por su velo; sí, el mismo paño que en las mañanas protegía que sus canas no revoloteen en los aires. El sueño de la madura madre superiora siempre era trágicamente perturbado por el mínimo movimiento o ruido razón por la que despertó cuando vio a aquella huesuda mano tocar, rozar, palpar, gozar, penetrar en su interior. Fue una velada magnífica, tanto para ella, como para lo que quedaba del santo.
Por la mañana, las reliquias aparecían mágicamente en su lugar, lo mismo que el velo de la religiosa, como si nada hubiera ocurrido; no obstante, el rumor de que la madura madre superiora padecía, a altas horas de la madrugada, de extrañas lamentaciones, bizarros gimoteos y dolorosas contorsiones no se hizo esperar. Desde que el resto de novicias supusieron, sin falta de argumento, que su líder estaba pasando por una dura prueba, colgaron estampitas de San Santísimo Pío LXIX, patrono de las vírgenes de velo que consagraron su vida a la suntuosa castidad.