Galleta de coco, canela y anís

Por: Mateo Sebastián Silva Buestán
Lcdo. en Educación y Director Colección Taller Literario, Cuenca (Ecuador)

Un ciego anciano, que parecía apenas haber escapado del sanatorio, descansaba plácidamente en una de las bancas de cemento de aquella plaza. Su encorvada postura no combinaba con su su amplia sonrisa, sus coloridos tirantes y su par de cabellos que adornaban, de un modo muy peculiar, su pelada cabeza. Llevaba en su siniestra una bolsa de papel. Cada cierto tiempo, de cuya exacta periodicidad no poseo el dato, con su diestra, sacaba un puñado de migas de mendrugo y se las arrojaba, contento, a las impúdicas palomas de turno. En su muñeca derecha llevaba un reloj digital, hecho que dejome meditabundo, plus perturbado.     

Galleta de coco, canela y anís– así cantaba, con cierta entonación de arrullo, una mórbida vendedora ambulante, a la par que, con sus pesadas piernas, deambulada de lado a lado, llenando, casi en su totalidad, la estrecha acera que desembocaba en dicha plaza. De sus regordetes hombros pendía una gastada y honda canasta de mimbre, artefacto que se balanceaba entre la ancha envergadura de su osamenta.

Aquella rolliza llamó mi atención por un efímero momento, lo mismo o menos que los escotes de las mujeres de partido más voluptuosas de la cuadra.

-Galleta de coco, canela y anís- repitió la comerciante, a la vez que se acercaba al sitio donde estaba sentado. La miré a mayor detalle. De las raíces de su cabello se desprendía una oleada violenta de canas que, si bien es cierto, no se apoderaban aún ni de la cuarta parte de su mata; sus taciturnos ojos se habían clavado en los míos y me miraban directamente; su moreno rostro me recordaba al cartón mojado; sus desgastadas y holgadas prendas parecían sustraídas de un convento neo-tradicional; de su gordura no merece evocar comentarios que terminarían por tacharse de improperios; casi no llevaba calzado, las plantas desgastadas asomaban; alcancé a reconocer un solo diente, como campana, tapado por sus destrozados labios. Ese diente era tocado y ensalivado abundantemente cuando la madame pronunciaba: ¨galleta de coco, canela y anís¨.

Lo que menos soy en esta vida es un ser grosero, así que cuando la vi acercárseme, no pude huir, sino que esperé curioso a su encuentro.

-Galleta de coco, canela y anís-, me ofertó, colocándome su canasta casi en la barbilla. Con delicadeza, la alejé de mi rostro y le pedí, educadamente, una de cada una: me sentí en la obligación de efectuar la compra a tan necesitada damisela. Percibí un fétido olor, como cuando una rata que tenía por mascota hubo de claudicar bajo la almohada que no ocupo y noté su partida de este mundo hasta dentro de dos meses. Así mismo percibía el mimbre. La ambulante desdobló con lentitud una pequeña manta blanca que cubría el contenido de la cesta. Ingrata sorpresa la que apareció en la banasta: tres palomas casi muertas envueltas en papel: una de color blanco; otra, café; la última, verduzco pantanal. Las palomas estaban incompletas, como si las hubieran arrancado pedazos a mordiscos, incluso divisé un par de dientes y muelas incrustados en sus cuerpos. La señora asentó el mimbre, tomó en una palma las tres ¨galletas¨ y con su mano libre agarró la mía y la extendió. Mis movimientos eran involuntarios. En mis palmas colocó las agonizantes aves, sentí sus plumas calientes, su circulación hirviente, sus picos hirientes. Balbuceó: ¨galleta de coco, canela y anís¨.

En seguida noté la desquiciante escena, no tuve más remedio que, bruscamente, liberar y sacudir mi mano, para luego huir despavorido, a tropel, por las lúgubres calles de la ciudad adoquinada. El ciego de enfrente lo había presenciado todo.

En medio de la plaza, a mitad de la madrugada, un vejete ciego delgaducho y una robusta harapienta chimuela riendo a carcajadas sin ton, ni son; tal cual la campana que marcaba alguna hora desconocida de la oscura, opaca, omnisciente noche.

-Galleta de coco, canela y anís- así cantaba, con cierta entonación de arrullo, una mórbida…

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