Mis Maestros

Por: Dr. Gustavo Vega Delgado, PhD
Rector Universidad Internacional del Ecuador

Rastreando la genealogía de las palabras

El vocablo “maestro” proviene del latín “magister” que se traduce como “más” o mejor decir “más que”[1]; en tanto, el vocablo “ministro” proviene del latín “minister” y a su vez deriva del adverbio “minus”, que se traduce en “menos” o mejor decir “menos que”. Si bien el segundo suena más rimbombante, es parvo y elemental su concepto, aunque vivamos en tiempos de política frustrante.

Maestro en cambio es el valor agregado, es el plus, es el magna cum laude de la vida recibido por un discípulo, placenta simbólica en dónde crece y se alimenta el estudiante de siempre.

Nombres y apellidos

Isaac y Nicanor, ambos Galindo, Hermida, Cobos, Arce y Velez, mis oficiales maestros de la escuela de los jesuitas y Salvador Torres, el “clandestino” y fuera de serie profesor privado, para resolver las lecciones imposibles de las tareas encomendadas a casa ¡Los tatuajes más indelebles de la vida académica son los maestros de Escuela!

Y antes, el parvulario, a donde la casa y el hogar migran a hurtadillas en diáspora, con miedo aún, ese jardín de infantes – a la vuelta de mi casa de infancia – no puede olvidar el nombre de Isabel Tamariz. Los profesores de esos “jardines colgantes” de la memoria y del alma (no de Babilonia) son PhD sin título, rara simbiosis de madres y – profesoras en una sola función.

Pepe Lasso, sus dos clubes: del libro y el de andinismo. Lo más dominante en mí, de la huella del colegio de los jesuitas.

Arturo Vanegas Vega y Francisco Torres Oramas, son las notas más maravillosas en mi pentagrama de sus cátedras en el Conservatorio. Ah…, la Música, la revelación más dominante, pues sin Clío, Euterpe y Santa Cecilia, patronas – mejor matronas – de la música universal, la filosofía se declara sorda y las ciencias, ciegas.

De la Escuela de Medicina, brotan recuerdos presentes. César Hermida y su pasión por la historia de la medicina. El Masho Márquez y sus locuras lúcidas. Jaime Vintimilla,

psiquiatra y humanista. Las clases embelesantes de fisiología a cargo de Marco Barzallo. Leoncio, ¿qué otro más podría ser? Sino el decano por antonomasia: L. Cordero. Marco Carrión, mi gurú cuando gané un concurso de cátedra de patología como estudiante para enseñar a condiscípulos menores. Edgar Rodas, el engrama más fuerte de mi memoria, profesor y maestro inclonable. ¡La oveja Dolly aquí, no se duplica!

De la carrera de Filosofía y Pedagogía: Juan Valdano y su historia del arte. Rodrigo Vásquez Andrade y el eureka de saber pedagogía, urbi et orbi. Alejandro Mendoza y su lingüística estructuralista de Ferdinand de Saussure. Pepe Vega y su sabiduría de la historia de la filosofía.

HBM Murphy, mi “Everest” académico de Montreal y la universidad McGill, escocés- canadiense que me enseñó el método y la pasión por rastrear las ciencias de la mente, serpenteada y escurridiza.

Soy deudor del aprendizaje de la antropología; su posgrado fue luminoso. Paul Little, Marco Vinicio Rueda, Billy D’Walt, Bárbara Hess, encabezan una saga de maestros que me dejó paso y huella, aprendiendo de la sabiduría que cada cultura y pueblo dejaron sobre la faz de la tierra.

Juan Marchena, de Sevilla; armado de poblado bigote – como Nietzsche, Gunther Grass, Mark Twain – y resonando con timbre y voz de Zeus, me enseñó a blandir la “historia como arma” (siguiendo a Moreno Fraginals).

Ambos: la palma y la guirnalda: el primero de la nieve – de ese país que “no es un país sino el invierno”- y el segundo, del azahar y sus millares de naranjos en flor, secuelas árabes de Al-Ándalus y su Edad de Oro.

José María Miura, esencia sevillana para el estudio de los escondrijos del medievalismo, que junto a Justo Cuño Bonito fueran trinomio cuadrado perfecto, acompañando a Juan Marchena, buscando ¿si es cierto o timo que la historia es maestra de la vida o de la verdad? (siguiendo a Cicerón o Cervantes).

De la Universidad de Maryland, a Saúl Sosnowski y Edy Kaufmann les debo la utopía de trabajar sin desesperanzas por unir el agua y el aceite, cuando a la paz en cualquier lugar de conflictos, se la sienta en la mesa de las negociaciones y se la mima en el horizonte.

De Boston y Harvard, aprendí – del lobo un pelo – lo que puede ocultar y mimetizar la ciudad más tradicional universitaria de la historia norteamericana.

A mis maestros que trabajan “desde medio día hasta media noche entre el compás y la escuadra”: Armando, Jaime, Germán (nombres propios pero herméticos) y tantos otros, de quienes también en Montreal y México aprendí a pulir la piedra bronca y a descubrir que el mejor pasaporte de la vida es el ejercicio de la solidaridad nutrida por el conocimiento.

¿Mis padres? mis maestros carnales, fueron “todólogos” imprescindibles de mi vida.

Albert Camus dedicó una carta emblemática a su profesor al recibir su premio Nobel de literatura:

Querido señor Germain:

Esperé a que se apagara un poco el ruido de todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted (…)[2].

Tomo prestada la carta del autor de “La peste”, “El extranjero”, “El mito de Sísifo”, sus dramas y ensayos maravillantes.

Cualquier “Alejandro” – como nosotros, pedestres obreros de la cultura – sin ser “magnos” hemos tenido nuestros propios Aristóteles de profesores.

Si alguna diferencia esencial existe entre los dos – quizá – más grandes conquistadores de la historia, Alejandro el Magno y Gengis Khan, radica en que en el segundo caso, el bárbaro enorme aprendió sus artes de la vida cotidiana, del caballo, excepcional y enano originario de la Mongolia, de la estepa, de la ambición guerrera sin fronteras; en tanto que en el primer caso, Filipo de Macedonia tuvo la clarividencia de pedirle al mayor filósofo de su tiempo, Aristóteles de Estagira, ejerza de mentor para su brillante hijo – Alejandro – el que daría su nombre a la mayor ciudad capital cultural de la antigüedad, la de Hipatia de Alejandría, ciudad parida en el delta del Nilo.

¡El maestro hizo la diferencia!

¿Los libros? mis profesores invisibles

“Imagino el paraíso como una biblioteca” (J.L. Borges).

“Los libros me enseñaron a pensar, y el pensamiento me hizo libre” (Ricardo León).

“Todos los libros del mundo no te dan felicidad, pero te conducen en secreto hacia ti mismo. Allí encuentras todo lo que necesitas, el sol, las estrellas y la luna, pues la luz que tú buscas habita en ti mismo. La sabiduría que buscaste en las librerías reluce en cada página… Y ahora es tuya” (Herman Hesse).

“No hay espectáculo más hermoso que la mirada de un niño que lee” (Günter Grass).

La guacamaya

La guacamaya debería ser entregada a ellos, a mis maestros. Son tantos que nos los puedo contar. Dedico esta presea tan emblemática a ellos.

Esa ave mágica de los mitos cañaris, la que me salva del diluvio de la ignorancia, la guacamaya me ha enseñado cómo copular alegóricamente con otros símbolos; con la serpiente es cópula mágica entre el conocimiento y la astucia, los dos son imbatibles y juntos hacen la sabiduría, no solo de los cañaris sino de la raza humana.

Enseñar e investigar en ciencias implica exorcizar los demonios de la petulancia, la arrogancia, el orgullo, la pedantería y descalzar en piel desnuda al pie, a fin de transitar huellas parvas durante el aprendizaje del enseñar y el investigar. Aprender con humildad que la inteligencia tiene límites, la ignorancia jamás.

Que el “solo sé que nada sé” de Sócrates debe hacerse carne y asumir que las riquezas en cosecha han de ser modestas, las materiales y también las espirituales. Que no sólo enseñas sino aprendes de tus estudiantes. Y que “Si quieres hacer rico a Pítocles, no acrecientes sus riquezas, limita sus deseos” (Sentencia de Epicuro).

He ahí la “Eudemonía” griega: la búsqueda de la felicidad está en el placer hedónico

de Conocer, de Saber, porque sabor y saber tienen la misma raíz.

Y siguiendo a los estoicos, la “Epokhé” consiste tantas veces en observar sin juzgar. Difícil tarea en dónde estamos habituados a juzgar a priori sin conocer suficiente; lección de los estoicos – Zenón de Citio, Epicteto, Seneca, Marco Aurelio – en la mitad de esta modernidad líquida en donde no solo Zigmunt Bauman vive, sino Orwell renace confrontando la estupidez humana con la perspicacia animal y Aldous Huxley alerta sobre el ensayo por vender – con sarcasmo – la felicidad de la vigilancia, la sumisión, atizando anhelar vivir neo esclavismos deseados.

En mi diccionario la gratitud está viva

Esta ceremonia en favor de Abdón Ubidia (nombre de pila tan caro para los cuencanos por aquello de su prócer por antonomasia) por su vasta (por ventaja con “v dentolabial” como antes llamaba la Real Academia de la Lengua a la “ve”) creador literario infatigable.

En favor de Lubia Mora y su lucha – autobiográfica incluida – por defender los derechos de niños niñas y jóvenes ¡Me consta de primera mano!

En favor de Ana Luisa Quintero en su tarea por buscar a través del arte, el ovillo y la madeja -hilo de Adriana actual- que ha cosido (con “ese”) hilvanes y bordados sutiles entre las Canarias y América. Esas islas a mitad de camino del océano, sin las cuales

el eslabón hacia el Nuevo Mundo simplemente nunca se lo hubiera ocurrido a la historia.

Claro, inmerecidamente también esta ceremonia se ha planificado en mi favor.

Sin los donantes de estos premios no sería posible esta ceremonia, se recibe sólo de quien da a manos llenas.

Es una hipérbole – en mi caso – pero más que justificados en los demás, galardones resueltos por el grupo que hace la editorial digital, la más creativa e innovadora en calidad y cantidad de las editoriales universitarias: el Centro de Estudios Sociales CES- AL y su gestor y fogonero – calzando barba, gorra de maquinista, quizá de tren y sus vagones de la cultura – de este ferrocarril que a la historia ya no le deja: José Manuel Castellano, el que trae siempre el fuego de los dioses para donarnos a los mortales. Su habitual gorra, quizá mejor de marino y sus recuerdos allende Tenerife y las Canarias,

– que sus amigos la reconocen como representación de sí mismo –, me lleva de la mano también a recordar a Maqroll, el Gaviero, de Álvaro Mutis, su barco, sus peripecias marítimas y sus narraciones colombianas universales.

Gratitud a él y su equipo de trabajo.

¡Muy agradecido!, como el tenor universal nacido en San Miguel de Allende, Guanajuato, México, el “samurái de la canción”, don Pedro Vargas, solía declamar con triplicado énfasis luego de timbrar con esa cautivante voz los escenarios de la música:

¡Muy agradecido!

¡Muy agradecido!

¡Muy agradecido!

*


(*) Gustavo Vega Delgado es Psiquiatra, antropólogo, educador, historiador, PhD. Rector de la Universidad de Cuenca (1995-2000). Presidente de Amnesty International (1993-1997). Presidente de la UDUAL (1998-2000). Embajador en Brasilia (1998-99) y México (2000-2003). Presidente del Consejo Nacional de Educación Superior (2006-2010). Rector reelecto de la Universidad Internacional del Ecuador desde el 2018.

(**) Conferencia sustentada en el marco de la Ceremonia de recepción del premio CES-AL 2023 en la modalidad Docencia e Investigación. 20 de abril de 2023. Bogotá.


[1] En la Roma clásica el magister se ubicaba en la escala social por encima de los demás, mientras que el ministro era el subordinado o sirviente.

[2] “Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser un alumno agradecido. Un abrazo con todas mis fuerzas”. París, 19 de noviembre de 1957. Carta de Albert Camus a su maestro.

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