GUAYASAMÍN
Por: Abdón Ubidia
Escritor, Quito (Ecuador)
Macizo, mediano, contundente; exacto el ángulo de las cejas para dar a su rostro una expresión más que severa, triste; más que seria, preocupada. El pelo copioso y lacio, alborotado sobre la amplia frente. Y los ojos: con un tinte desvaído entre verde y marrón que desmentía al indio de cuerpo recio, tez cobriza y mejillas lampiñas, que también era, y mostraba, en cambio, al mestizo irredento que nunca quiso ser.
Porque Guayasamín fue indio por elección. En un país cruzado de desprecios raciales, asumirse indio, al menos en esos años, significaba muchas cosas: optar por los humillados y ofendidos de nuestra tierra, buscar la pureza de las fuentes originarias, escoger un pasado inmemorial, una inercia grandiosa para proyectarla hacia el futuro como una guía, una utopía y un opción de vida. Muchas cosas, pero sobre todo una: tener la voluntad de ser un indio, imponerse así ante el mundo.
Imponerse.Todo en Guayasamín era voluntad. Su inmenso talento de pintor tuvo un motor natural en ella. Así se explican los seis mil cuadros, los grandes murales, sus esculturas, la fundación cultural que proyectó, organizó y controló hasta el último detalle, o los vastos proyectos como La Capilla del Hombre, y se explican, además, el peso político innegable que tuvo, ese prestigio internacional siempre creciente y también su fortuna, conseguida –como le gustaba repetir- con sus solas manos.
Amado y envidiado, obtuvo todos los honores y distinciones que podía ambicionar: los grandes premios de las bienales de Barcelona, Sao Paulo y México; seis doctorados honoris causa; altas condecoraciones como la de la Legión de Honor de Francia y membresías en las más célebres academias de arte del mundo. Gobernantes, príncipes, escritores célebres, artistas famosos y magnates posaron para él. Rebelde siempre, su amistad con Rockefeller no le impidió ser admirador de Fidel y su revolución y atacar al “imperialismo yanqui” y a las dictaduras militares cada vez que quiso. “No es solo un hombre, es una fuerza de la naturaleza”, dijo de él Mario Monteforte Toledo.
Pero a Guayasamín tenemos que encontrarlo en su arte. Y en las tres características claves a las que, siempre, con su voluntad de hierro, permaneció fiel: humanismo, modernidad y expresionismo.
EL PINTOR HUMANISTA
Desde los tiempos de La familia (1941), los cientos de cuadros de las series Huacayñán, La Edad de la Ira, y los de Mientras viva siempre te recuerdo, la figura humana habita, masivamente, la obra de Guayasamín. Cruda o estilizada, dolorosa o caricatural, ella es la protagonista de su pintura. Las naturalezas muertas y los paisajes deshabitados constituyen una pequeña parte, que no altera un conjunto pictórico dedicado a este tema fundamental: el hombre.
Ni representación natural ni búsqueda filosófica de un espejo en qué mirarse, ese humanismo era ante todo una afirmación ética. Y política. Razón, justicia, libertad, amor, paz, eran sus sinónimos. Lo que estuviese fuera de esta órbita pertenecía a lo inhumano. Y tenía que ser denunciado.
¿Cómo se traduce esta verdad colectiva y ubicua en la obra de Guayasamín? Pues de un modo directo e inequívoco. La representación de la figura humana es el motivo central de su pintura, como él mismo tantas veces lo declaró.
Porque el pintor está muy convencido del fin que persigue. Pero ese humanismo se impone sus propios límites: la representación humana ha de hacérsela como en el negativo de una fotografía. Guayasamín, al igual que muchos colegas de su generación, pinta el sufrimiento y el llanto en la confianza de que el mensaje final será un eco que niegue lo pintado: el hombre no debe ser este horror que miro. Tal el efecto buscado. Sin embargo, el dolor, más allá de los propósitos del artista, permanece pegado a la tela, dibujado con trazos seguros, petrificado en sus gestos: el grito, el espasmo. Entonces podemos hablar de un sujeto concreto del discurso de Guayasamín: el dolor humano. El hombre sí, pero ante todo su dolor.
No fue pues ninguna coincidencia que al cumplirse 500 años de la Conquista (que de un lado permitió nuestro mundo mestizo y, de otro, fue el más grande genocidio de la historia), el humanismo de Guayasamín estuviese presente, de modo metafórico o directo, para testimoniar los múltiples sentidos que ella tuvo.
No solo la atrocidad, también el mestizaje; no solo la historia puntual, también el mito; no solo la anécdota, también la alegoría. No solo el avasallamiento; también el encuentro. Y esto, por cierto, dentro de un pronunciado simbolismo que va desde la pura denotación de los signos más inmediatos de la Conquista, hasta las menciones a los arquetipos más hondos de las culturas: el fuego, el sol, el infierno.
EL PINTOR MODERNO Y EXPRESIONISTA
Ahora que muchos hablan –acaso con demasiada prisa- de que vivimos el fin de la modernidad o, al menos, el inicio de una nueva fase de ella; ahora que podemos caracterizarla como un período muy definido y de rasgos terminantes, tales como el amor por lo nuevo, el anhelo utópico, su voluntad de cambio, el espíritu de vanguardia y, en lo que respecta al arte, la sagrada categoría de la “originalidad”, diremos que la obra entera de Guayasamín es inequívocamente moderna. Tanto como cualquiera de las obras de los grandes artistas actuales.
Porque en sus cuadros, a pesar del extremado virtuosismo que muestran: a pesar de sus depurados juegos cromáticos; a pesar de la ausencia de excesos y los sabios límites que se autoimponen, también guardan, dentro de sí, un grito. No en vano una de las piezas maestras de la Edad de la Ira se llama así.
Esos cuadros gritan: gruesas texturas, violentos contrastes, trazos enérgicos, afilamientos, brusquedades. ¿Habrá alguien que dude que la pintura de Guayasamín sea francamente expresionista?
Pero el estilo de esta pintura es el estilo de Guayasamín. La yuxtaposición de colores, la caligrafía decidida, la temática tremenda, las texturas cargadas, el enfoque doloroso, la intencionalidad ética, la composición invariablemente sometida a un juego de proporciones muy suyo: Guayasamín habla su lenguaje y ese lenguaje es expresionista.
En sus conceptos y, sobre todo, en sus obras, nosotros vemos la actitud de exteriorizar vehementemente, a costa de la distorsión de las formas y la ruptura de las normas, lo que adentro bulle, la verdad oculta que ha de mostrarse de una vez por todas: todo expresionismo –y el de Guayasamín por cierto-, vuelve objetivo lo subjetivo, que aflora e invade lo que está en sus alrededores.
Y aquí volvemos al principio: es el grito, vórtice, punto de intersección, vaso comunicante que une lo interior con lo exterior; es el grito, su gesto o ademán, lo que caracteriza tal expresionismo. Hay matices, por supuesto. Gradaciones y hasta aplacamientos. De cualquier manera lo subjetivo emerge, avasallando contornos y perspectivas, con la fuerza de un auténtico grito.
Todo esto nos ha servido para decir que humanismo, modernidad y expresionismo, engloban la obra de Guayasamín y las paulatinas transformaciones que ha experimentado con la fuerza de una real actitud existencial: desde los cuadros terrosos, densos, combativos de su juventud, hasta la depurada estilización de la Edad de la Ira; desde la fundamentación telúrica de El camino del llanto, hasta la serie caricatural de los dictadores; desde el dolor descarnado de sus óleos de la década de los 40, de gruesos trazos y colores y tristes, hasta la maestría reposada, elegante, casi amable, a veces sensual, de estas litografías y aguafuertes que armonizan, de modo sereno y sabio, los temas atroces con la composición equilibrada.
Ahora, Guayasamín ha muerto. ¿Ha muerto? La frase suena hueca, vacía de sentido. Es cierto que ya no lo veremos ir y venir como un poseso frente al cuadro que pinta febrilmente, o no lo oiremos cantar con una voz como salida de la tierra un pasillo o un yaraví mientras pulsa una vieja guitarra. Es cierto que tampoco hará más fiestas prodigiosas, ni escandalizará a nadie con sus aspavientos y salidas de tono. O con sus ternuras y tristezas elocuentes. Pero, en cambio, allí estará por los siglos de los siglos su obra gigantesca e impecable.
Un artículo bien logrado sobre el Artista Guayasamín del escritor Abdón Ubidia.