Textos de Rubén Darío Buitrón
Por: Rubén Darío Buitrón
Poeta, periodista, docente, Ecuador
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LA PERRA RECIÉN PARIDA
Era domingo por la tarde y decidimos acortar el camino a casa.
Tomamos la avenida González Suárez, uno de los sectores de Quito donde viven la clase alta y la élite (empresarios, viejos políticos, ministros, periodistas jubilados a la fuerza, diplomáticos, banqueros, herederos ricachones).
En mitad del trayecto recordamos que no teníamos pan ni queso para el desayuno de mañana y decidimos comprar algo en la panadería Ambato.
Bajamos del auto y nos dirigimos al local. El viento empezaba a enfriar el ambiente y pronto caería la tradicional neblina que por las noches envuelve el entorno y recuerda imágenes londinenses.
Una perra callejera, recién parida, de pelaje blanco grisáceo, esperaba algo en las afueras del garaje de un lujoso edificio de apartamentos.
Parecía tener miedo o frío. Parecía que esas sensaciones no le permitían tomar la decisión de huir o quedarse, pero su mirada era tan expresiva y triste que resultaba imposible no conmoverse al verla.
Pero no la veía nadie. O casi nadie. Ni siquiera el guardia del edificio, que permanecía indiferente en su garita.
En la avenida González Suárez la gente llega o se va de sus apartamentos en elegantes vehículos, la mayoría cuatro por cuatro o modelos híbridos o coches Mercedes Benz, BMW, Audi…
Cuando los ocupantes de los departamentos salen de sus altos edificios y llegan a la calle lo hacen para ejercitarse, sudar con sus calentadores y zapatillas Nike o Adidas o Umbro o Puma, por lo general dejándose llevar por un perro de raza: un labrador Retriever, un Bulldog, un Caniche, un Pastor Alemán, un Boston Terrier…
Curiosa analogía. Autos de lujo, grandes, potentes, arrogantes. Perros de lujo, grandes, poderosos, atemorizadores.
Pero era domingo por la tarde y la avenida estaba semidesierta.
Semidesierta como el ánimo de la perra recién parida, con sus tetas flacas que se bamboleaban, frágiles y pequeñas, mientras seguía en su dilema de huir o quedarse.
En la panadería no había nadie más que la cajera. En una de las canastas pusimos un molde de pan integral, un queso bajo en grasa, la cuenta por favor. Gracias.
Salimos y nos percatamos que la perra cambió de actitud.
Ya no proyectaba miedo hacia nosotros. Nos observaba con esa dolorosa mirada humana de quien no ha comido hacía tiempo. Sus ojos seguían nuestros pasos.
No entramos al auto.
Sin decirnos nada, presintiendo que algo debíamos hacer frente a la soledad y a la indiferencia que en ese momento sufría el animal, frente al absurdo de que una perra callejera fea y recién parida haya llegado a esa avenida.
Era como si supiera que al menos de la basura también sofisticada que los guardias uniformados de los edificios circundantes sacan en la noche en sus containers podría caer algún desecho o un pedazo de comida-, le dimos dio un pedazo del molde recién comprado.
Tenía hambre. Mucha hambre. Comía, masticaba, se metía al hocico el pan como si alguien fuera a quitárselo.
Entramos de nuevo al local, compramos un pan redondo y grande y dudamos si sería conveniente acompañarlo con leche o con agua.
¿Tendría sed después de comer los dos pedazos de pan?
¿Necesitaría tomar un poco de leche para que sus cachorros alcanzaran a lactar algo y alimentarse?
Decidimos comprar un recipiente de plástico y un litro de leche. Pusimos el líquido junto al pan redondo.
La perra no volvió a mirarnos. Sobre la acera quedaron las migas repartidas en un círculo grande y al lado el recipiente al que ni siquiera se acercó.
Cuando terminó de comer giró en dirección contraria a nosotros y caminó tres cuadras hasta encontrar una escalinata a su izquierda.
Abajo, en la parte de atrás de los elegantes edificios desde donde se divisa, entre la neblina, el valle de Tumbaco, se veía un grupo de casuchas de un piso, cuadradas, con bloques de cemento.
En la parte superior de las viviendas, los hierros que quedan en el aire por el supuesto de que algún día se construirá un segundo nivel sirven para secar la ropa y las cobijas.
La perra desapareció de nuestros ojos entre el caserío desordenado, construido en una pendiente sin pavimentar, con la maleza atestada de basura y excrementos.
Por allí, entre las viviendas, serpenteaban, malolientes y repugnantes, las tuberías de alcantarillado de los altos edificios.
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PSIQUIS EN EL TAXI
Decides que ya no va más conducir tu auto por la ciudad.
No porque te dé la gana, sino porque hay mucho criminal suelto al frente del volante ( incluido tú).
Y porque tu cadáver, aunque hayas hecho el mal a alguien, no merece terminar abierto para ver si moriste por el golpe contra el parabrisas o porque el volante se incrustó en tu estómago.
Y porque te resultaría patético a ti mismo verte descosido sobre la mesa de cemento de una morgue policiaca.
Es la primera vez en mucho tiempo que te movilizas en taxi y descubres que, bueno, los señores encargados de conducir este tipo de vehículos -con las pocas excepciones que supones habrá- cobran lo que les da la gana aunque tienen al filo de su ojo derecho el taxímetro y te revientan los oídos con bachatas que parecen la misma (¿por qué serán tan malas las mujeres en las letras bachateras?), o escuchan a unos señores que hablan de fútbol como si el fútbol ecuatoriano fuera lo que no es y al mismo tiempo están pendientes de un aparato llamado motorola y se ponen moscas cada vez que se oye desde un extraño teléfono inteligente (?) «taxi», «taxi», «taxi».
¿Cómo han desarrollado esa capacidad de escuchar tantas cosas al mismo tiempo?, le preguntas a tu psiquiatra, pero él te dice que la próxima cita no te recibirá si en lugar de consultarle tu nivel ansiolítico-paranoide vas a preguntarle sobre la calidad humana del taxista y las repercusiones psicomotoras de su vida en la sociedad contemporánea.
Cuando sales del consultorio, bajas los diez pisos que te separan del psiquiatra con la realidad, apareces por la avenida y haces el clásico gesto de «pare, no sea malito».
Extrañas tu auto pero decides caminar, aunque en el trabajo te dirán que te tomas mucho tiempo para ti en lugar de ocuparte de la labor diaria que se convierte en un salario mensual.
¿Y si sacas del garaje el auto, le pintas de amarillo, te pones camiseta de cualquier equipo británico y te consigues una franela roja para no quemarte el antebrazo izquierdo?
¿Y si debería gustarte la bachata y el reggaetón y no la música en inglés de los noventa y aguantas el horror de la motorola y tomas un pasajero según el rostro que tenga, sin saber que es una contravención grave no subir a la gente al vehículo cuando estás sin clientes?
¿Y si te conviertes en taxista de ti mismo, te maltratas, te cobras sin respetar el taxímetro y ni siquiera pones el aire acondicionado pese a que olvidaste rociarte las axilas con desodorante Axe?