Dos pares de escolares microrrelatos

Por: Mateo Sebastián Silva Buestán
Lcdo. en Educación y Director Colección Taller Literario, Cuenca (Ecuador)

Partido

El endemoniado pelotazo, proveniente de la pierna enlodada de Patiño, se estrelló contra el travesaño del arco sur, ese que está a apenas un par de metros del segundo ¨A¨.  Peñaloza sonrió malicioso al escuchar el tubo retumbar y ver como el balón, con un chanfle nunca antes visto, se alejaba de su portería. Cuando Patiño levantó la vista y se topó con tan casuística escena, se escuchó hasta en el baño más alejado de la cancha un gutural y estruendoso ¨ ¡Puta! ¨; fue una de esas expresiones que salen del alma, que se las recita, a diferencia de la lección de Literatura, con una vocalización perfecta, cuatro letras soltadas al aire con un vozarrón impresionante: ¨ ¡P-U-T-A! ¨ y eso que el hablante no tenía más de doce años. Parecía que a Patiño el palazo le dolía más que tantos ceros bien redondos sembraba día a día en las diferentes materias. Con que frustración vio al caprichoso balón no rozar las redes imaginarias, menos cantar un gol con sus sudados compañeros de equipo, allí sobre esa cancha de césped y tierra que, en un día de abril, se cubría de fango. La pelota regresó a la cancha para perderse entre variopintas piernas, unas más velludas que otras, unas más largas, unas más cortas, unas más regordetas y otras flaconas. La bella sonora sirena interrumpió la algazara. Patiño recogió su pelota, secó sus lágrimas con sus sucias manos, así que su caucásica piel se tiñó de un negro carbón, aspiró los mocos, tragó saliva y arrastrando sus zapatos se dirigió, cabizbajo, hacia su aula.       

Bar

Mis amigos son malos, ¿cómo es que dice el profesor esa palabra? Am… ya sé, crueles, esa es, ellos son crueles. Todavía recuerdo que camino al bar, un martes que hacía frío, a la hora de recreo, pasó por mi lado el grupo del Daniel, Dani como le llaman todas mis compañeras, mientras acarician sus dorados pelos de la cabezota que tiene. Él y sus amigos, aparte de meterme el pie, como lo hacen siempre, esa vez hicieron sonidos de chancho cuando pasaron cerca de mí. Yo, al principio, me hice el sordo, como me enseñó mi mami. Ella siempre dice que ignore al ignorante y que no les tome en cuenta a quienes me molestan; pero lo que mi mami no me dijo es que ese día sus burlas no se detendrían. Oí más de veinte veces el ¨oink, oink¨ en mi oreja, casi que podía sentir el chasqueo de los labios del Daniel juntarse con su baba cuando hacía ese sonido. Al fin llegué a la fila del bar, parece que ellos no iban a comprar nada, sonreí de nervios, aunque fue más como un suspiro risueño de alivio. Esa mañana sobre la bandeja se presentaban sabrosas las hamburguesas, compré una, la agarré con ganas, le di una mordida antes de salir de la fila. A lo que caminaba por el patio vino el Salva y me pidió un trozo; se lo di receloso, cuidando que no se coma mucho, ni me muerda el dedo. Ojalá me hubiera ido con el Salva en lugar de sentarme bajo los columpios para comer mi fiambre. Estaba ahí, sentado, mascando un trozo de carne que creo que la señora del bar no cocinó bien cuando sentí un puntazo en la barriga que me dejó sin respiración. Mis ojos se hicieron llorosos, alcancé a verle al Daniel riéndose a la vez que con sus huesudas manos tiraba mi hamburguesa hacia el piso, luego se fue corriendo rapidísimo. Lloré mucho antes de levantar mi comida, entonces mi hamburguesa quedó desordenada, la mayonesa sabía a tierra, la salsa de tomate a sangre y la carne a lágrimas. Sí, mis amigos son malos, ni siquiera sé porque sigo diciéndoles así. A lo que lloraba y comía me di cuenta que mi boca sonaba como la de un chancho.   

Deber

No bastó que el profesor asomara su maletín al umbral de la puerta para que Juan e Ismael corrieran a sus bancas. Aún no se acomodaban cuando el profesor pidió las tareas. Las miradas de estos dos pequeños se cruzaron en son de angustia, desespero y luego risa, era como si sus ojos se preguntasen ¨ ¿Hiciste el deber? ¨ y con un rápido movimiento negativo de cabeza notaron que todo estaba perdido, pues aquel profesor no perdonaba una. La irresponsabilidad en no cumplir la tarea era, para su criterio, el más bochornoso y deshonroso acto estudiantil. Las consecuencias de las acciones emprendidas, o mejor dicho no emprendidas, por Juan e Ismael iban desde un reporte a la inspectora, pasando por un cero a su registro y lo que más atemorizaba a los chicos: una llamada a sus papás. Así fue que Juan e Ismael, llevados por el miedo, ejecutaron la más osada hazaña de la historia de los octavos cursos. Pasaban uno a uno, con el cuaderno en mano, en dirección hacia el escritorio de la autoridad. Cercano estaba el turno de Juan. Fue este mismo quien, aprovechándose de su fina voz, lanzó semejantes alaridos, con la cabeza gacha en la banca y su boca apuntando de lleno al pupitre, muy idénticos al de la campana escolar. Tres veces hubo de repetir este sonido, lo que indicaba, en el mejor de los casos, un simulacro ante una catástrofe, o, en el peor de los escenarios, un desastre natural en sí. Ismael, a sabiendas de las artimañas de Juan, en cuanto escuchó el segundo griterío de Juan, se levantó despavorido e incitó acuciosamente a sus compañeros, con el a la cabeza, a romper filas y huir de la clase. Todo resultó a pedir de boca, en menos de treinta segundos estaba toda la básica corriendo alborotada por los pasillos, los profesores confundidos sin saber qué hacer y Juan e Ismael yendo a tropel, riendo y jugando por todo el colegio.

El Da Vinci del pupitre

La silla de Sofía amaneció, misteriosamente, con un enorme dibujo que ella no entendía muy bien: dos círculos ovalados divididos por lo que parecía un gran baguette. Ante la estupefacción de sus amigas y las risitas burlonas de sus compañeros, Sofía decidió dar aviso a su profesor encargado. Al ver y reconocer tan explícita obra de arte en la silla de una de sus alumnas, el profesor, rojo de vergüenza y sin palabras, no tuvo más remedio que suspender la clase, separar a las chicas del salón y quedarse solo con esos inquietos, curiosos pre-pubertos. Ya solo entre varones nadie se atribuyó la famosa pintura; el autor, pese a todas las amenazas individuales y colectivas, prefería mantener el anonimato y dejar que su arte, tal cual las pinturas rupestres -tema recién abordado en clase- se le atribuya al hombre y no a la mujer. ¨ ¿Por qué los hombres dibujan penes de todos los colores y tamaños? ¨, cavilaba atónito el profesor a la par que veía en los ojos de sus alumnos su vivo reflejo, pues él, en su lejana adolescencia, luego de una clase de Arte, hubo de ganarse el apodo de ¨El Da Vinci del pupitre¨.

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