La poesía como resistencia
Por: Cecilia Domínguez Luis
Academia Canaria de la Lengua y Premio Canarias de Literatura
Tal vez el título pueda retrotraernos a épocas, por fortuna pretéritas, -o a lo peor no tanto- donde una poesía, confusamente llamada social, inicia un camino hacia la humanización y el compromiso, al mismo tiempo que de resistencia a la dictadura, al menos de manera implícita, en un principio. Pero no es esa la intención de este texto, aunque sí quisiera reivindicar la memoria, algo hoy en día tan denostado y que, junto a la imaginación, pienso que constituyen las bases de la resistencia a lo establecido.
Vivimos en la sociedad de la información y esta nos llega a tropel: lo que hoy es noticia mañana o, lo que es peor, dentro de unos instantes, dejará de serlo, siendo sustituida por otra u otras, de tal manera que, en lugar de aclararnos, nos confunden.
Es una falacia decir que estamos en la era de la comunicación- si esta supone la interacción con los demás- cuando lo que ocurre es que la avalancha de información es tal que no nos da tiempo para reflexionar y, por lo tanto, para el diálogo o la réplica.
Las redes sociales (entiendo lo de redes, pero no tanto lo de sociales) no constituyen, precisamente, una forma de comunicación enriquecedora, sino que, por el contrario, se pueden convertir en un elemento alienante, en el sentido en que entramos en ellas, sin precaución alguna, y es tal su fascinación que nos lleva a externalizarlo todo. Además, están contribuyendo a una degradación del lenguaje, aunque está claro que este es un fenómeno más complejo y que tiene mucho que ver con el deterioro de la sociedad de la que el lenguaje es su reflejo.
Por otro lado, está claro que no conocemos toda la información, sino aquella que se nos quiere dar, y ahí interviene el poder (político, económico, mediático, etc.) que filtra, manipula o tergiversa la realidad. Una realidad que vemos, o nos hacen ver y que, lejos de proporcionarnos una visión compresiva del mundo que nos rodea, nos sumerge, a poco que intentemos reflexionar sobre ella, en una idea de caos que nos aturde y nos angustia.
En otras palabras, se nos ofrece información -la que sea- en detrimento de la comunicación.
El poeta Auden decía: amo, luego existo, lo que viene a decirnos, nada más y nada menos, que existimos en función del otro, con el que compartimos y nos comunicamos.
Pero tal parece que no hay tiempo para la empatía, para la comprensión, para la aceptación o la protesta. Solo para un «sálvese quien pueda» que nos conduce a algo peor que el rechazo: el olvido del otro y, por tanto, de nosotros mismos.
Es curioso cómo ahora se están acercando tanto civilización y barbarie.
Si nos atenemos al significado que de estos términos nos da el diccionario, tenemos, por un lado, que barbarie es un «estado de incultura o atraso de un pueblo. Crueldad, brutalidad», y civilización significa «progreso científico y material», para diferenciarlo de cultura que significa progreso espiritual. Y, tal y como están las cosas, me da la impresión de que este progreso científico, tan espectacular en las últimas décadas nos está acercando a la barbarie. Sofisticada, eso sí, pero barbarie, al fin y al cabo.
Lejos de mí el renegar del progreso, sea del tipo que sea, pero entiendo que, si este no viene acompañado de un progreso humanístico y espiritual, es decir, de cultura, puede convertirse en un instrumento de una nueva barbarie.
Y ahora viene la reacción, tan necesaria, a todo esto; es decir, la resistencia, el no dejarnos apabullar por una actualidad avasalladora y dominante.
Para ello nos queda la memoria y la imaginación, convertidas en palabras, sobre todo, en palabra poética. Palabras para el cambio humanizado y humanizador, para la transformación individual y social.
Palabra y pensamiento en los que la memoria de nuestro pasado, como conformador de nuestro presente, unida a la imaginación, procuren la esperanza de un nuevo mundo posible.
Porque la poesía, o la palabra poética, como el pensamiento, es, ante todo, un camino hacia la posibilidad de ser, que se completa con la aproximación a los demás.
Todos los tiempos siempre han sido malos para la lírica, y es que la poesía se encamina hacia la profundidad de lo humano y eso produce temor, y ya se sabe que la primera reacción al miedo es el rechazo.
Decía Octavio Paz que las palabras del poeta son también las de su comunidad. De otro modo no serían palabras. Toda palabra implica dos: el que habla y el que oye… El poeta no es un hombre rico en palabras muertas, sino en voces vivas.
La palabra va, pues, en busca del hombre, desde sus carencias a sus posibilidades, desde su soledad a la aproximación a todo lo humano. De ahí que la poesía, la palabra poética, en su monólogo interior que es también un diálogo con el otro, pueda constituir nuestra resistencia y nuestra salvación. Una salvación que se consigue no a través de la huida de la realidad, sino enfrentándonos a ella, a esa experiencia hermosa y terrible de estar en el mundo, esa realidad con la que nos encontramos y vivimos cada día, por encima de esa otra realidad impuesta, ante la que no podemos rendirnos.