La sombra
Por: Mateo Sebastián Silva Buestán
Lcdo. en Educación y Director Colección Taller Literario, Cuenca (Ecuador)
Pese a que reinaba la noche y que la luz del alumbrado bastante exigua era, la sombra de aquel hombre misterioso no dejaba de asediarlo y más se acrecentaba conforme sus largas zancadas incrementaban su estrepitosa velocidad. Desesperado huía de sí mismo por las angostas callejuelas de lastre que llevaban por aroma el inconfundible petricor recién asentado. Corría a toda prisa ya más de diez calles, sin rumbo alguno, sin destino que lo aguarde, sin calzado que proteja sus inevitables y malhechas pisadas. A cada tranco él volteaba su cabeza hacia la derecha, hacia la izquierda; hacia la izquierda, hacia la derecha y observaba su nada luminiscente sombra pisarle los talones, agarrarle los tobillos, truncarle las rodillas, resquebrajar sus caderas, sobreponerse a su cansado y excitado palpito, roerle la cabeza, cubrirle el rostro, poseer su ánima. ¿Será acaso la culpa que lo llevo a tal irracional absurdez? Parecía que la carrera no daba tregua, ni hombre, ni sombra cedían. Él corría y su sombra lo perseguía. Llegó, en determinado momento, bañado en salado y nocturno sudor, a un callejón sin salida: volteó -lleno de coraje-, su sombra lo veía impertérrita, y trató, con un empellón, de liberarse de tal humo negro, de esa mancha maldita que habría de torturarle desde antaño, de esa indeseable acompañante que nace junto a cada ser, de esa nube negra que ya no le pertenecía; no lo consiguió, al contrario, su sombra se lo trago de un bocado, de él no quedó sino su alma en pena vagante por las callejuelas perfumadas de un penetrante petricor, inundadas de una triste y menguada luz del alumbrado.
El escrito me agrado, a mi parecer aquella sombra refleja un cargo de conciencia que lo carcome desde el pasado del que no pudo escapar.