Adiós inesperado

Por: Luis Curay Correa, Msc.
Vicerrector UETS Cuenca (Ecuador)

Fue la despedida. Era viernes, caída la noche y un frío que estremecía, el escenario macabro. En el bar buscaba una mesa para dos; aun desconociendo lo que se venía, Luciano alistaba, como siempre, la mejor de sus sonrisas. Un blazer café a cuadros cubría una camiseta negra, sus pantalones preferidos de color azul marino y esos zapatos que le costaron $ 175,00 en la capital, aseguraban la dignidad del encuentro. Escondida, ente las patas de la silla, había una pequeña maleta, dentro, los regalos que el pobre suponía le servirían para darle un beso, para abrazar a la mujer que, hasta ese momento, a pesar de las broncas que a ratos los separaba, era su verdadero complemento. Era marzo, un mes especial para Luciano: el cumpleaños número noventa de su abuela, el número treinta y seis de su hermana, y cincuenta y uno de él, quizá por eso se movía en el ambiente una alegría disimulada. En la carta adivinaba los cocteles que iban a pedir y la cena que los uniría una vez más, como tantas, en ese amor indivisible, luchador, ese, que, aunque el mundo quisiera, jamás iba a poder sepultar.

La gran casona que oficiaba como su lugar de trabajo, lúgubre templo donde pasaba sus horas más productivas, cobró hace algunos días cierto lustre de solemnidad. Varias propuestas animaban a los jóvenes destinatarios a presentar lo mejor que podían sus trabajos, por grupos bien definidos, y con la prestancia del caso, los argumentos eran sólido cimiento sobre el que construían discursos bien elaborados. Se sentía orgulloso, caminaba como entre algodones, es que la palabra, su uso, las modulaciones con las que movían a un ritmo inesperado el espacio y la atención de todos, el movimiento sugerente de su cuerpo acoplado a la entonación de lo que decían, a ratos casi el grito necesario, el susurro casi mentiroso, eran armonía, vida, pensamiento, juventud, y él, Luciano, su mudo juez y testigo. De traje formal, ese vanidoso disfraz con el que escondía la miseria desde que empezó a trabajar hace casi treinta años, lo acompañó hasta la mesa de jurados.

– Buenas tardes, gracias por aceptar la invitación, recuerden que están en su casa -iba recitando con todos, mientras estrechaba su mano.

– De nada Lucianito, más bien a usted, por la invitación. Siempre será un placer apoyar a los jóvenes -repetían, contestando la gentileza.

– Hola mija, ¿cómo te va?, ¡qué gusto el verte en tu antigua casa! Te recordamos con el más grande cariño. Cuenta, ¿cómo te va en el nuevo trabajo? -se dirigió a la más joven del grupo.

Hola ñaño, que gusto verte. No, para nada, el placer es mío, tú sabes que quiero mucho a esta institución -respondió con gran cariño Patricia, la hermana menor de Luciano, y hasta hace poco tiempo atrás, una colaboradora más.

Por cierto, habrá que conversar del carnaval, ya sabes que nuestros padres, sobre todo papi, quieren que se planifiquen todos los detalles; tengo algunas propuestas que pudieran funcionar esos días. Si tienes tiempo conversamos luego -dijo Patricia justo antes de iniciar el concurso.

Quien anunciaba el evento, como parte del protocolo, llamó a Luciano para que dedicara algunas palabras por la ocasión. Se levantó para dirigirse al estrado al mismo tiempo que abotonaba el cuerno superior de la leva. Algunas citas innecesarias, de esas que lo único que hacen es tapizar de sabiduría y cultura a quien las menciona, fueron dichas hasta con cierta simpatía. La postura exacta, el mensaje claro y la gratitud a quienes lideraban aquella iniciativa, fueron sus mejores armas. Inició el evento con signatura de grandeza, mientras, con total conciencia, dejaba volar su mente para describir a la dueña de sus segundos: alta, delgada, de parsimoniosos rizos, voz fuerte, labios perfectos, -aún mejores que los del retrato de la princesa María Ilyinichna Golitsyna pintado por Federico de Madraso y Kunz, mucho más expresivos, casi divinos- talle trabajado hasta el nivel de la excelencia, manos grandes y hermosas, y sus pies, sus mágicos pies, descritos al milímetro por los besos en ellos depositados, eran su privilegio, su deleite… ¿qué harás con mi corazón Yarely?

El concurso ganaba intensidad, los jóvenes que abiertamente encontraron un espacio para ser escuchados, hicieron gala de exposiciones argumentadas que llamaron la atención del jurado calificador. Cruzaba las piernas y de cuando en cuando acariciaba la barbilla con la mano, ¡pobre Luciano, no sabía que en poco tiempo otra vez lo sepultaría la amargura! La premiación se hizo necesaria, cada uno de los invitados, en turnos sucesivos, pasaba a entregar sendos reconocimientos, luego alguien pidió una foto, una maldita foto. Y ahí se miraban todos sentados, ridículamente joviales, la lengua fuera y aguantando carcajadas; solo fue eso, nada más: una maldita foto.

– Luciano, a ver si nos invita unas cervezas, sería un cierre interesante, ¿no lo cree usted? -Sandra, la mayor del grupo lanzaba la propuesta secundada por el resto de jurados.

– Excelente idea, lo malo es que tengo una reunión urgente con mis autoridades inmediatas superiores y ni modo que deje de asistir. Vayan ustedes, en otra vez será -más que una excusa fue una señal de respeto por parte de Luciano, pues a Yarely no le hacía gracia que su hombre ande en compañías nada recomendables.

Esa noche lo acompañó Patricia hasta su casa, conversaron un poco más en torno a las celebraciones carnavaleras y se despidieron sin mayor afán. Él pensaba en lo afortunado que era al ser el dueño del corazón y sentimientos de esa bella mujer, el futuro no lo vislumbraba sin sus besos, caricias y todo ese amor que lo animaban en cualquier proyecto que iniciaba. Al caer el telón del día, descansó con la ilusión de verla una vez más. Esa noche, una larga plática de sueños y bromas, lo acompañaron hasta quedarse dormido. Eres lo mejor que tengo en la vida, no sería el mismo sin ti, mereces lo más puro que tengo, recibiste un corazón roto entre tus manos, lo cuidaste, le diste una nueva existencia, y no estás fuera de él, es tuyo por completo, nada ni nadie te sacará de ahí; y dibujando el perfil de tus labios en el aire, aquel hombre de nuevos días, una vez más, se arropó con tus soñados besos.

Al despertar, como siempre, la ducha, el desayuno, y la ropa preparada con esmero, fueron la rutina acompañada de canciones y bailes improvisados. ¡Hay veces en la que eres totalmente ridículo Luciano! Luego el pequeño viaje en tranvía hasta la enorme fábrica de cocinas, y de ahí en bus hasta el lugar de trabajo, reafirmaban la normalidad de un día que no sería otra cosa que el ingreso al averno. ¡Pobre de ti, Luciano!, no imaginas lo que el destino te tiene preparado. Al ingreso los saludos cordiales fueron repartidos a cuanto conocido o desconocido se topaba en el camino. La oficina lo esperaba con el mismo zumbido incesante de la distribución de líneas de internet en el recoveco a la derecha de su asiento; muchos decían que es imperceptible, pero a él lo desconcentraba de cuando en cuando. Papeles, informes, reuniones, entrevistas, se sucedieron con la recurrencia acostumbrada; así lo ocráceo de la mañana discurrió sin novedad alguna, al menos hasta ese momento.

– No lo creo, sí que es cínico. Le he dicho mil veces que no me gusta eso, ya madure, agarre piso, por favor. -así empezó el chat que lo atormentaría el resto de sus días.

– ¿Qué pasó?, buenas tardes, primero -defensa innecesaria.

– Le he dicho mil veces que no me gusta que salga con esa compañía. Y la fotito toda ridícula. Usted mismo la tomó. ¿Acaso pensó que no me iba a enterar?

– ¡Enterar de qué!, no hice nada malo.

– Se acabó, no quiero que me busque, ni me llame, no quiero verlo.

– Bueno, cuando desee hablar, me lo dice

Y no quiso hablar en un mes entero. ¡Qué ingenuo, Luciano!, ¡pensabas que nada iba a pasar! Sé franco, ¿te preocupaste en todo ese tiempo? Para que te digo lo contrario, la extrañé como todos los días, nunca dejé de pensar en ella. ¡Eres tonto, amigo, muy tonto! Creías que iba a volver como si nada, a besarte con las mismas fuerzas, a entregarte sus cabellos de manera coqueta, a cocinar contigo en el departamentito que fue su Catedral, a dejar que tus besos la recorran toda, a jugar con sus divinos pies enredándolos en caricias y besos. No amigo, ¿acaso piensas que la felicidad está para desbaratarla? ¡Insensato, nunca serás totalmente feliz!

En el Chiplote, unos de los lugares preferidos por la pareja, los aullidos de la gente que estaba a su entorno se hicieron inaudibles, las personas desaparecieron de manera mágica. Pensaba que al sorber el coctel solicitado con tanta frecuencia lo volvería a la realidad. Aspiraba profundo para contener las lágrimas, miraba arriba, abajo, a los lados, intentaba esconder su pena, no quería que otra mujer lo vea sufrir, ya era bastante con todo lo que pasaba. Cuando atinó la gravedad de lo vivido, la miró con una firmeza que terminó aterrorizándolo.

– Se terminó, se lo repito, ya no va más. Debía aprovechar cuando quería que haga lo que muchas veces le pedí: presumirlo en mis redes sociales, caminar de la mano sin vergüenzas ni miedos, ser su prioridad; me entregué sin medidas, y usted lo único que hizo fue esconderme, taparme de los ojos de todos, fue egoísta. Lo único que le ofrezco es mi amistad.

– No, por favor, no me deje -empezaba a rogar otra vez, así, como siempre lo hizo.

No pudo contenerlas. Las lágrimas pugnaban por salir. La miseria, amiga y confidente, lo reclamaba como si fuese su dueña eterna, lo llamaba de nuevo, como una madre amorosa lo acogió entre sus funestas manos. Su taco jamás fue tocado, así de apetitoso para tantos comensales, así de insignificante para él. Apretaba sus puños, ponía las manos, reconocía sus culpas, prometía desde el fondo de su ser, pero nada movió la decisión de su reina.

– Vamos, me siento incómoda, que le den para llevar su plato, ni lo ha tocado, no sé para qué pedimos tanta comida.

– Está bien.

Una tarjeta de débito deslizándose por la maquinita del restaurante fue todo el sonido que pudo escuchar. Por unos escasos instantes la tomó de la mano, ella se la retiró en seguida. Al salir, el frío de la noche fue su único compañero, por dentro empezó a derrumbarse, lo único que lo mantenía en pie era la certeza de la vida de Yarely en sus días. Al pretender ausentarse, nada, absolutamente nada, tendría razón.

Recorrieron las calles con un mutis exigido, cada uno guardando las ganas en el fondo de justificaciones propias, esas que sirven para revivir el ánimo ya perdido. Las miradas de los transeúntes se tornaron compasivas, en cada esquina, mientras algunos jóvenes fumaban un cigarrillo, Luciano se mordía el alma para no llorar, y en las callejas de la ciudad, caminando con la cabeza baja, eran depositadas las lágrimas escondidas que le hacían sutil compañía. Dos grandes iglesias separaban a la ex pareja de su lugar de destino.

-No es mi afán insistir. La decisión la tomó y la pensó mucho. Eso está claro. Sin embargo, quiero pedirle el favor de recibir un último regalo. Subamos a su casa y se lo doy, quizás se convierta en el relicario final de este amor. Como de costumbre no es nada costoso, pero tiene la carga más grande de respeto y admiración por usted.

– Está bien, pero no demoramos, debo madrugar para ir al trabajo y no quiero más desvelos.

Era una puertita de metal desvencijado la que fungía como entrada principal a una casita vieja, luego, unas escaleras de madera que chirriaban con cada paso dado, dirigían con sonora altivez hasta el departamento de Yarely. El umbral era sencillo, pero Luciano lo veía majestuoso y bello. Ingresaron sin mayores comentarios. Los muebles de la salita, acogedores y terriblemente extraños, los recibieron con el hielo de la indiferencia. Él y ella dejaron caer sus cuerpos de manera pesada, casi inconsciente. Desde el bolso pequeño que llevaba colgado al hombro, sacó algo parecido a un libro, se lo entregó a la muchacha explicando que aquél es el primero que le dieron -hacía énfasis en la palabra “primero”, quería que la amada descubra en esas palabras que ella fue su prioridad- y ahora, con una hermosa dedicatoria, se lo entregaba al amor de su vida. Las temblorosas manos lo recibieron con la sorpresa por testigo, al abrirlo sus ojos fueron devorando las palabras escritas en esa dedicatoria. No quiso llorar, aguantó hasta donde sus fuerzas le permitieron.

– Le felicito, muchas gracias -fue lo único que atinó a decir.

– Es para usted, disculpe -y otra vez el emotivo llanto lo delató.

– Traje también una botella de vino, perdón, pensé que este encuentro iba a terminar de manera diferente. ¿Puedo abrirla?

– Claro. Ya traigo copas.

Un trago catalizador y necesario fue apurado con la vehemencia necesaria. Los sorbos desesperados eran fiel muestra de lo sucedido. Con palabras ahogadas, jugándose la vida en ello, acertó diciendo:

– Creo que un último abrazo no se niega. ¿Puedo darle uno?

– Sí, claro -temblando, queriendo evadir lo que su cuerpo también pedía.

Los dos hubieron de encontrarse otra vez, tan fuertemente como cuando, abrazados por la espesura de la noche, en el viejo diván del recibidor, soñaban con los ojos abiertos. Uno de los dos perdió la fe, Luciano, es claro y transparente: no diste lo suficiente, acomodaste equívocamente lo mejor de tu persona en la certeza de sentirte dueño absoluto del corazón de ella; ¡mala jugada amigo!, muy mala. Ahora, en el aliento final de los contertulios, se consume el amor sin tiempos ni medidas; acaba, en contra del mismo destino, ese dibujo de ensueño en el que no hay separación; quizás debería preguntarte, amigo, si lo que entregaste fue la medida justa, porque, lo sé, no seamos mojigatos, cada beso, caricia, perspectiva, cada plan, respiro o actividad estaba ella, dedicados enteramente a ella, su armoniosa presencia jamás hubo de apartarse de tu ser, y aun así, hoy estás viviendo ese adiós inesperado que te lacera tanto. Cuando se separó de la joven, se quebró también su vida.

A lo lejos dos farolillos alumbraban tibiamente la espesura de la noche, la calle sin transeúntes era el telón tétrico que se iba cerrando a cada paso. Solo, una vez más solo, caminaba con el desgano del desencuentro. La lluvia bañaba sus mejillas confundiéndose con las lágrimas contenidas inútilmente por el enamorado, mientras esas lucecillas se acercaban con prestancia. En la parada del tranvía, casi sin movimiento alguno, pudo leer en el letrero intermitente: SIN PASAJEROS. Recién se daba cuenta del viaje que debía hacer hasta su casa, caminando sin contratiempos, había unos veinte minutos. Decido a retomar camino, por el mismo pasadizo oscuro, inició con un tránsito lento y lastimero sin advertir que, unos metros más arriba, dos delincuentes avistaban a su nueva víctima. Uno de ellos, el más alto y ágil, se frotó las manos en señal de triunfo, el otro, un poco más bajito, apretó el cuchillo guardado bajo la manga desteñida de su vieja chompa. La mirada al piso era el indicativo por excelencia de que aquella cacería obtendría muy buenos resultados. El alto pasó al frente preparando el ataque. Se cruzaron las miradas sin decir una sola palabra, era una suerte de protocolo seguido al pie de la letra, mientras Luciano, con el alma a cuestas, seguía sin advertir el peligro. En medio de la inconsciencia, lo movió el deseo de mirar por última vez la morada de su Yarely, despegó los ojos del cemento y descubrió de inmediato las nefastas intenciones de esos dos jóvenes que venían desde más arriba, su corazón se sobresaltó más de lo acostumbrado, giró la cabeza en dirección opuesta y descubrió un taxi esperando en el semáforo de la esquina, no sabía silbar, así que gritó a todo pulmón: ¡taxi, taxi! El chofer del auto, un señor de unos sesenta años, descubrió el origen de aquel alarido casi suplicante, y con una señal de mano lo invitó a abordar el vehículo. Corrió con susto y ganas mientras los dos forajidos se quedaban saboreando las ganancias perdidas. Fue un viaje rápido y monótono hasta el departamento en el que vivía, ya en él, pudo llorar todo lo requerido, encerrado en el baño, y luego en su dormitorio, dio rienda suelta al dolor que se apoderó inmisericordemente de su ser entero, allí, dibujando con su memoria la silueta que tanto amaba, aceptaba una pérdida que no merecía. Lloró su realidad, lloró su suerte, lloró la cobardía hipócrita que lo alejó de esa bella musa, lloró su destino, lloró las llagas que a lo largo de su vida le recordaban la ausencia de alguien que lo amara, lloró sus manos que ya no iban a acariciar esa piel erizada con cada beso, lloró sus labios que ya nunca más escarbarían amorosamente entre los rincones prohibidos, lloró como loco, como hombre, como bestia llevada al matadero.

La madrugada irrumpía por la ventana del cuartito con su claroscuro indefinido. El sueño no se hizo presente desde que Luciano decidió acostarse en el camastro. Pasó en vela. De todos modos, a pesar de lo amargo de toda la jornada, lo consoló una frase dicha por él mismo, cuando daba el último de los besos en la mano de su amada. Esas palabras inundaron su pensamiento, dejando una pequeña salida a la que se iba a aferrar con todas sus fuerzas: ¡no la voy a dejar!, ¡me deja usted!, ¿con qué derecho?, ¿acaso no se da cuenta que ya no somos almas separadas?, clarifique un tanto la situación: decir que no podré vivir sin usted, resulta caer en un cliché masticado maliciosamente por siglos, con resultados más bien risibles que románticos, diría -y aquí venía la genialidad del caso- que somos complementarios, y eso, amor mío, ya no lo decidimos voluntariamente; lo fabricamos en algún momento, sí, pero se ha hecho carne en nosotros, tanto que ese maravilloso estatus forma parte indisoluble de nuestra vida, nuestro cuerpo, nuestro todo. Entonces la lucha por ser feliz no ha muerto, se ha vuelto difícil -¡cómo si eso fuese novedad!-, ahora es un reto mucho más consistente que me invita a no claudicar. Solo es un descanso que puede ser duradero, tal vez varias vidas más, pero nunca eterno.

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