Las buenas gentes y la gentuza
Por: Manuel Ferrer Muñoz, PhD
España
De la mano de los políticos –mano traicionera donde las haya- se ha puesto de moda en España hablar de la gente de bien, lo que implica por fuerza admitir la presencia de gente torcida, incluso rematadamente mala (nada nuevo bajo el sol: ¿para qué, si no, están las cárceles, tan concurridas en el día de hoy?): y unos arremeten contra otros y se dan de trompicones, cuando un entero país hace aguas porque un grupito de fanáticos se ha propuesto reestructurar la sociedad en torno a absurdos contravalores con los que se sojuzga a los alelados ciudadanos por medio de disposiciones coercitivas.
Ciertamente, pretender que esa ciudadanía -menospreciada, ignorada y perpleja- constituya una masa amorfa e indiferenciada constituye una grave equivocación; porque, guste o no a los señores que viven de la política –es decir del cuento y, si se puede, del enriquecimiento ilícito-, agrade o no a los alumbradores de leyes esperpénticas –como la recién aprobada ‘ley trans’-, hay gente buena y gente perversa. Lo vemos en el día a día. Así como es grato encontrarse a buena gente, que mira a los ojos, comparte alegrías, se solidariza con quienes afrontan situaciones dolorosas, resulta incómoda la lidia con gentes de la hierba mala que, como modernos inquisidores, desprecian y pisotean a los que no les bailan el agua, y con los envidiosos y cotillas, los presuntuosos, los superficiales, los violentos y los machistas, los tramposos, los ladrones y rapaces…
Entre los de la hierba mala ocupan el primer lugar aquéllos que deliberadamente desprecian el orden natural para imponer sus ideas particulares y remodelar toda una sociedad en función de sus caprichos. Aberraciones como las leyes sobre el aborto y la eutanasia y determinadas disposiciones sobre la igualdad de las personas ‘trans’ han salido adelante por el empeño de unos cuantos y el apocamiento de muchos, incapaces de mantener la coherencia con unos principios que abandonaron, temerosos ante la inquietante perspectiva de la pérdida de votos: estos cobardes también son la mala hierba, aunque no tengan tan mala leche como los primeros.
El daño se multiplica cuando a la perversión intrínseca de los contenidos de algunas iniciativas legales se suman la incompetencia del legislador y su obcecada negativa a escuchar tanto a los órganos jurídicos establecidos para velar por la corrección formal de las leyes, como a los profesionales de los sectores que van a verse afectados por aquellas normativas.
Los resultados saltan a la vista: más de noventa mil abortos practicados en España en 2021; suicidios de personas gravemente enfermas propiciados por la sanidad pública; rebajas de condenas y excarcelaciones de delincuentes sexuales tras la entrada en vigor de la llamada ley del ‘sí es sí’; adolescentes de dieciséis años que, sin permiso paterno, acuden a abortar o deciden cambiar de sexo (paradójicamente se les exige ese permiso para asuntos de menor trascendencia, como el acceso a salas o locales de fiesta donde se vendan y consuman bebidas alcohólicas). A propósito de la ‘ley trans’ cabría preguntarse en virtud de qué lógica se concede la capacidad jurídica a menores que carecen de la imprescindible capacidad psicobiológica para entrar en un bucle catastrófico e irreversible (cito aquí a un prestigioso y experimentado psiquiatra que asienta su crítica a ese despropósito legal en su práctica profesional de más de cuarenta años).
Pero hay también gentuza de segundo orden, con los que nos tropezamos a diario: chiquilicuatres arrogantes que se meten donde no les llaman, que se frotan las manos cuando huelen sangre y se regodean cobardemente en insultos que lanzan desde falsos perfiles a través de las redes sociales; pedantes insoportables, arrogantes, incapaces de contemplar la lejana posibilidad de que alguno de sus juicios pueda, alguna vez, no ser del todo acertado; adolescentes, matones de oficio que aterrorizan a compañeros de escuela, secundados por viles soplapollas que corean sus bravuconadas; envidiosos del buen hacer ajeno que espían sus acciones y omisiones por si se ofrece alguna vía para la maledicencia; mujeres y hombres amargados que vierten sus frustraciones cuando llegan a sus hogares, sin ojos para mirar al marido, a la esposa o a los hijos, y con larga lista de reclamos en mano…
Si la enumeración de casos de la hierba mala es tan extensa, nos queda el consuelo de que abunda más la hierba buena (no hablo de la hierbabuena, que conste): aquellos que, sin ruido ni alharacas se desgastan cada día en trabajos extenuantes por amor a los suyos; madres de familia que a hora y a deshora dan el pecho a sus bebés y aguantan estoicas y sonrientes las impertinencias de sus hijos adolescentes; niños amorosos que acuden a besar a sus padres o a sus hermanitos si los ven afligidos, tristes; tantísimos médicos y enfermeros, empleados de la limpieza, maestros, bomberos, peones agrícolas, matronas, desempleados, camareros, sacerdotes, funcionarios, obreros, militares, hasta guardias civiles y algunos que otros sindicalistas y políticos –pocos en verdad-, que rechazaron dinero sucio, omitieron insultos al adversario, patearon las calles de sus pueblos y se mezclaron con los demás ciudadanos sin intereses electorales de por medio.
Nos quedan la esperanza, la seguridad de que las tormentas son pasajeras, el convencimiento de que el viento arrastra el sucio polvo. La plaga que padecemos se remediará. Y sus propagadores ¡no pasarán!