El prólogo: ¿complicidad o franqueza?

Por: Manuel Felipe Álvarez-Galeano, PhD
Colombia

«Hay un libro abierto siempre para todos los ojos: la naturaleza»
Jean Jacques Rousseau

Siempre me ha causado curiosidad por qué los prólogos cobran tanta concentración no solo en la lectura, sino en las fases editoriales del libro. Recuerdo que, en mis primeras dos publicaciones: mi pueril Recuerdos de María Celeste y mi reivindicatorio Carnaval del olvido, omití solicitar la escritura de un prólogo, tal vez por resistencia o miedo a la crítica que podría tener mi incipiente obra frente a un experto. Con algunos años, me he dado cuenta que le resté una oportunidad de darle vigor crítico, sea o no favorable a las intenciones con que publiqué.

Para explicar la razón de un prólogo, no hay que perderse más allá de lo que su etimología denota: el prefijo pro, que significa ‘antes’ o ‘en favor de’ y la amada voz logos, que se entiende, entre una vastedad de ideas, como ‘palabra’. La primera meritoria pregunta es si en realidad un prólogo se escribe, necesariamente, en favor de la obra que antecede. En este punto, este apartado puede asumirse como un tipo de complicidad o aperitivo que anticipa el plato fuerte.

Entre las muchas razones, este se escribe como forma de orientar la lectura y alentar un placer que, al fin de cuentas, fluye o no en el lector. Por ende, es un trecho de lo que los expertos llaman prelectura; según Gerard Genette, el paratexto; lo que, muchas veces, recae en una suerte de predisposición, hasta el nivel de que se corre el riesgo de intentar definir lo que la obra, en sí misma, no logra, o, peor aún, puede sustraer cierta vacilación que no permite que ella se defienda por sí sola y necesita de una tercería para lograr algún impacto.

No obstante, para no caer en los acostumbrados vicios de la chabacana intelectualidad, vale decir que el prólogo es una forma de ampliar el diálogo y disponer la obra al mundo, como una especie de carta de recomendación. Ahora bien, ¿quién es la persona apta para escribir un prólogo? Generalmente, se elige a alguien de mayor trayectoria que le imprime una inversión publicitaria, por lo que muchas editoriales, sobre todo las que invierten o apuestan por un autor, son las que deciden. En todo caso, el prólogo acude a la defensa, cuando el libro toca temas que pueden generar esas voracidades comunes de la crítica; por ende, en este caso, se le denomina galeato.

Durante mis estudios en la carrera de Filología Hispánica, me generó un especial interés estos apartados: en ese entonces, emergió la edición conmemorativa que hicieron Alfagura y la Asociación de Academias de la Lengua Española por los 400 años del Quijote, y fue una revelación magistral las entradas de Mario Vargas Llosa y de Francisco Rico sobre esta, ubicándola en un espacio que, si bien tenía más que ganado, aporta claves interpretativas que no solo la contextualizan, sino que provocan una incitación proyectiva. Asimismo, recuerdo el de Cortázar a las obras de Allan Poe, siendo uno de los hitos que hicieron del autor estadounidense una cita ineludible en el panorama latinoamericano. Sin embargo, no olvido las rutilantes líneas de Umberto Eco a 1984, de George Orwell.  

Hace algunos días, mi querido compañero de cafés en Cuenca, Andrés Ugalde, me delegó la tarea de prologar su nuevo libro de poesía que será publicado por una de las más renombradas editoriales del mundo hispano: yo pegué el grito en el cielo, arguyendo que no sé qué tanto mi tierna trayectoria podría aportar a su publicación; sin embargo, me insistió, con una justificación que no me parece para nada deleznable, pues le da más valor al contenido del prólogo que al nombre, más allá de que me atribuye algún mérito en las letras —tal vez, por darme ánimo—. No supe si sentirme alagado o frugalmente comprometido; el caso es que acepté y espero responder a la confianza.

Este hecho me favoreció recordar los prólogos de mis recientes libros, en que decidí invitar a algunas de mis estudiantes de literatura, como una forma de, también, darles a ellas alguna modesta entrada en el mundo del conocimiento, en el que podrán defenderse por sí solas. Asimismo, solicité lo propio a estudiosos más avezados y experimentados en estas lides, como una forma de mantener abierto el escenario y tener excusas para un café con quienes considero mis maestros. Esto me permite consolidar la idea de que el prólogo debe estar compuesto de sinceridad y franqueza, y no necesariamente nutrido de elogios y epítetos altisonantes que obliguen a la obra a llenar expectativas que no debe.

Lo más común es que el prologuista sea invitado, aunque también, por solidaridad o interés, este se ofrezca y no cobre por ello, aunque conozco arreglos con los autores por un porcentaje de dividendos o de ejemplares. Esto depende del impacto y el renombre de la publicación, así como si hay fondos concursables de entidades que financian las publicaciones y destinan un monto para el prologuista. Cuando es autoedición o coedición, es habitual que se obsequie una cantidad de ejemplares como retribución simbólica, sobre todo en los noveles, pues es bien complicado generar dividendos significativos por obras en este tipo.

 Las razones para elegir un prologuista son, por tanto, la necesidad de darle lucidez a la pieza, desde la voz de alguien a quien se admira; por completar algunas páginas que le den grosor al libro, o bien, por gratitud —el caso más común—. Este último motivo, más allá de que le imputa cierta candidez, le puede restar objetividad y discernimiento al juicio sobre la obra, pues un amigo no va a querer hablar mal de la obra de su pana, cuando su nombre va a estar también impreso: es una especie de código en que influye igualmente el problema que tenemos con decir las verdades u opiniones, por encima del filtro afectivo, cuando es la sinceridad el más limpio de los regalos. A su favor, podré utilizar la máxima de reprender en privado y felicitar en público, máxime cuando es tan difícil abrir campo en el escenario de las artes, con el favor de la subsistencia.

El criterio para la extensión es bastante variable y dependiente de su contenido e intención: en la mayoría de ocasiones, se combina una síntesis de los apartados de la obra con interpretaciones sobre esta; en otras, se apuesta por anécdotas sobre su gestación; también, se es más exhaustivo, con un trabajo para e intertextual que pondera el libro dentro de un escenario dialógico, y, en otro sentido, se convierte en una autoexaltación del prologuista, que termina generando una brecha de oscuridad con el contenido de la obra, hasta convertirse la pieza en una sobadera chaqueta, como, de igual manera, hay otros que, por afán de publicar o por presión del autor, no terminan diciendo mayor cosa.

Finalmente, cabe decir que los prólogos también, por su sensatez y riqueza estética, terminan sobrepasando el goce de la obra en sí; en todo caso, este parágrafo es mejor asumirlo como una parte de una totalidad que debe motivar a la lectura, aquella que tanta falta hace, y no solo aplicado a las impresiones, sino también a la forma como se asume nuestro camino por este mundo, como diría Shakespeare: «El pasado es un prólogo»; por ende, es mejor preguntarse: ¿no podemos hacer nuestro propio prólogo?, quizá sea la forma de entender mejor nuestro ingenio y no caer en la oscilación que nos aleja de la contemplación; pero, hasta para este fin, necesitamos muchas veces un espectador.

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