Niño travieso
Por: Mateo Sebastián Silva Buestán
Director Colección Taller Literario, Cuenca (Ecuador)
Fue una tarde de viernes, de esos que al que llaman ¨santo¨ cuando Edgar, criatura de seis años, regresaba a casa tras una larga jornada de juegos bajo la lluvia y emocionantes charlas con los niños más experimentados en la difícil carrera de la infancia. Para llegar a casa, Edgar debía bordear la iglesia matriz de aquella lejana comunidad austral y atravesar los jardines que colindaban con la cerca de su hogar. Mientras nuestro niño pasaba chapoteando su mojado calzado por los coloridos y húmedos jardines, notó que una diminuta figura se paseaba por los matorrales y el césped. Era una figura realmente pequeña, que iba corriendo entre los llanos con nada más que una especie de pañal, su tez era muy blanca, sus cabellos dorados y su rostro parecía de porcelana tallada a precisión. Edgar siguió, sigiloso, a tan extraña forma; en determinado momento, y por un mal cálculo de su parte, pues partió una rama con su pisada, dicha figura advirtió la presencia del niño y volteó, de lleno, su faz hacia él.
Tremendo retorcijón en las tripas, como cuando su madre no cocinaba nada, y un infernal revoloteo en su cabeza, parecido al que sentía su padre en las noches de juerga, sintió Edgar al enterarse, exasperado, sorprendido, desasosegado, asombrado, atónito que mencionada figura era la imagen del Hijo del Hombre que él incontables veces vio dentro de una urna, ahí, junto a la colección de velas, bajo la XV estación del viacrucis, en la iglesia que quedaba frente a su mismísima casa. Incluso Edgar recordaba que en cierta ocasión especial el cura de barrio mandó a sacar al Redentor de su caja a fin que, tanto fieles como infieles, besasen sus pies y tras tocar su frente se echasen una persignada salvadora.
Tal era la sorpresa, así de Edgar como del otro niño, que apenas cruzadas sus miradas ambos corrieron despavoridos a refugiarse en casa de sus progenitores. Edgar casi que no podía articular palabra cuando comentó a su familia lo sucedido en los jardines de la iglesia. Por fortuna o mala ventura, aquel pueblo inocente creyó a Edgar todo lo contado; a esta sazón, las personas bautizaron a la imagen, a su nuevo patrón, como ¨Niño travieso¨. Y como era de esperarse, el rumor se extendió más rápido que pólvora de revolver y gatillo jalado por vaquero furibundo en duelo de mediodía. Expertos en misticismo atribuyeron lo acaecido a que esa iglesia fue la última edificada en tiempos de colonia; por otro lado, un gran conglomerado de seguidores de la Iglesia, aseguraron que se trataba de un milagro, así que no fue nada extraño hallarse, a la semana siguiente, a penitentes que, desde las grandes ciudades, iban arrodillados hasta ese pueblito que se volvió centro de atracción turística.
Sea como fuere, Edgar jamás salió de su casa nuevamente, lo propio el Niño travieso. Cuentan las malas lenguas que las plantas de los pies de la figura de yeso, así como sus palmas y sus ruborizadas mejillas tienen un color lodazal, muy característico de los infantes que ruedan y juegan hasta hartarse en los terrenos repletos de fango, barro y suciedad. Encerrado en su cofre yace hasta que la travesura venza y a otro pueril por ahí se tope.