Los reyes del mundo… o los reyes del desarraigo
Por: Manuel Felipe Álvarez-Galeano, PhD
Colombia
“Si puede ser escrito o pensado, puede ser filmado”.
Stanley Kubrick
Debo admitir que no soy muy amante de las plataformas de streaming, pues me frustra no tener tiempo para disfrutar las películas y series como quisiera: soy una especie de proletario existencial, de esos que tratan de encontrar el encanto de la inmediatez. Por ende, de vez en cuando, me cruzo con la mágica oportunidad de contemplar alguna que otra pieza que no sea muy larga. Siempre busco alguna opción relacionada con Colombia y lo primero que me aparece es la misma valiente pendejada de siempre: las narcoseries, las narconovelas y un montón de cosas que empiezan con el prefijo narco-.
Siempre he tenido la ilusión de volver a acoger una producción emblemática de mi terruño que muestre esa Chibchombia alegre, folclórica, esperanzada, aventurada y parrandera: la macondiana, como otros tiempos, y no tener que reavivar nostalgias con los remakes (con lo jartos que son). Fue, entonces, cuando, en un opening, veo los puentes de la Minorista de Medellín, cercado por la surrealista imagen de un caballo blanco y el negocio de motos de mi hermano en el fondo.
La prevención y el prejuicio son atrevidos: casi renuncio a una bella pieza de arte solamente por el título, Los reyes del mundo, pues me imaginé que era algo así como La reina del sur, El rey de los cielos y esos nombres rimbombantes que combinan lo cursi con la vieja fórmula de hacer tramas donde la gente no hace más que darse bala, después de pronunciar frases de Jodorowsky con acento paisa, en que el capo le da un discurso motivacional a la víctima, antes de darle un balazo: ¡ya pa’ qué hijuemadres!
El paisaje de la calle Bolívar —como si tuviera qué ver con el caballo—, el sector de Cambalache o los famosos «agáchese» me recordaron a mi tío Rodrigo cuando me llevaba a comer buñuelos, luego de comprar ropa de segunda y defensas para el sistema inmunológico con los chorizos de 100 pesos (20 centavos de dólar) hace 30 años. Me remembra las andanzas con el Gato y Alex, asesinados en el barrio, así como Piscis y la Chinga, a quienes acompañaba a rebuscar los riales para la papita o ir al Atanasio a ver al Medallo.
Me gusta de esta película que no acude a la exageración para exponer lo que la realidad misma ya tiene; es decir, la inverosimilitud no necesita de ficción: unos jovencitos tan malandros como abandonados que quieren un hogar prometido, gracias al programa de restitución de tierras —en una suerte de Buscando a Godot criollo—, que les devolviera la ilusión de salir de esa salvaje y peligrosa cotidianidad de la que se ven investidos los pelaos pobres del inframundo de la ciudad. Resulta simbólico que esa casa, ubicada en la ruralidad antioqueña, representa la eterna disrupción entre la ciudad y el campo, típico centralismo latinoamericano que recaba en el desarraigo.
La primera pregunta que puede hacerse quien no conozca nuestra realidad es por qué el muchacho decidió compartir su sueño con sus amigos y no con sus parientes; la cosa es tan simple como triste: muchos de estos jóvenes encuentran, en sus compañeros de batalla, la familia que la guerra y los miserables destinos les arrebatan, pero estos personajes guardan un discurso que es casi insólito en los jóvenes de su contexto: el deseo de huir de esa vida de hostilidad y malandanza, contrario a la típica frase de quienes no están vacunados contra la indiferencia, «esa gente vive así porque quiere». Esa mezcla de perfiles aciagos, pobreza no romantizada e incertidumbre motivadora la hace triste y bellamente trágica: ¿acaso no es violenta la esperanza?
Esta pieza magistral de la cineasta paisa Laura Mora demuestra el reto al que comúnmente se enfrenta un guionista: lograr una estética, un reconocimiento consciente del escenario temporal y alinear un argumento diciente sin perder la concisión, y esto no solamente se logra, sino que trasciende a una proposición poética que amalgama lo absurdo, la fotografía y la semiótica, y en eso me recuerda a Fellini, quien, a su vez, pronunciara: «Un buen vino es como una buena película: dura un instante y te deja en la boca un sabor a gloria; es nuevo en cada sorbo y , como ocurre con las películas, nace y renace en cada saboreador».
En este caso, las succiones del licor mezclan la crudeza de la sangre, en un ambiente que irrumpe contra lo inesperado: un caballo en cuyo lomo se transporta la terca realidad y la ilusión, y que no se sabe si es producto del pegante o de la metafísica del dolor; un baile en las montañas de Antioquia, con mujeres que representaban la vitalidad maternal sobre unos pillos que, al fin y al cabo —y no tan en el fondo— siguen siendo niños; un anciano bajo el aguacero que estrecha su benevolencia con silencio y locura, en cuadros estáticos que me recuerdan a Buñuel o a Evangelion; los rocazos a las lámparas de la vía, como forma contemporánea y tiernamente inmoral de bajar el telón de la escena; en fin… imágenes violentas y reveladoras que parecen descansos de esa náusea que devela lo que el positivismo niega, mostrar el camino al que no se debe llegar.
Me atrapa el hecho de que no se toma a Medellín con la sórdida explotación de su imagen que siempre se suele añadir en la pantalla, pues la diégesis no se queda allí, sino que muestra a una Antioquia profunda, sin caer en el vicio apresurado del estereotipo, aunque tampoco me interesa hacer una apología de muchos de sus violentos comportamientos o, peor aún, sacralizarlos. No, todo es tan humano, y eso la hace cruda y hermosa pese a pequeños letargos de la trama y un final desaprovechado.
Por supuesto que recomiendo esta trascendente obra: hace mucho tiempo no me había conmovido tanto el cine, quizá por mi sueño de la casa que siempre fue otra casa, y a la que no sé para qué volver; quizá porque fui uno de esos muchachos, con la única ventura de seguir viviendo. Quiero pensar que el título de esta película es porque ellos no son reyes de un mundo que la miseria les arrebata, sino que son soberanos de su propio mundo, tan real como, tal vez, desacertado.