Evocando tu recuerdo
Por: Luis Curay Correa, Msc.
Vicerrector UETS Cuenca (Ecuador)
Al hombre que más respeto y admiro,
a Vicente, más que mi padre, mi amigo.
la felicidad se alimenta de muchas
cosas, entre ellas, de lo bueno que
se puede obtener de los sueños.
El autor.
9 de abril de 1.943.
Entre la gran cordillera se elevaba un grito de esperanza, la música de la naturaleza conjugaba con todos los elementos circundantes, la llanura extensa parecía crecer con cada emocionado trinar de los pájaros.
Un matrimonio común y corriente, como todos los de su época, esperaba el nacimiento de su sexto hijo. La emoción experimentada en esos momentos resultaría innecesaria de contar, pues, se debe sobrentender lo importantísimo que constituía para la época el nacimiento de un nuevo vástago.
Tres hombres y dos mujeres constituían hasta ese momento la prole existente, cada uno de ellos era una entidad distinta –como es lógico-, sin embargo, aquel día parecían haberse reunido en una sola persona para esperar el nacimiento de su nuevo hermano o hermana. Algo distinto pasaría aquella tarde.
Teresa, la mayor de las mujeres apresuraba las tareas encomendadas, generalmente –por no decir siempre- el hijo no podía renegar de un mandato dado por el padre, éste era considerado una autoridad plenipotenciaria que no admitía protesta alguna.
Laura, la otra hermana, como todos los días, se desenvolvía en lo que parece haber sido su eterna labor: la cocina. Los otros hermanos se dedicaban a infinidad de labores, cada uno de ellos con una satisfacción disimulada.
El padre, siempre autoritario, terminaba de supervisar los trabajos realizados por la peonada. Se regocijaba al ver sus amplios territorios regados por un verdor y una fertilidad envidiables. Encontraba muy relajante admirar a los vacunos pastando tranquilamente, de vez en cuando, soltaba una carcajada de satisfacción cuando un pequeño becerro se escabullía de la manada para arrancar con desesperación la leche dadora de vida. Aquella faena había concluido, regresaba a su casa con un entusiasmo nada usual en su persona, el hambre que como todos los días a esas horas reclamaba alimento, parecía haberse extinguido. La verdad es que se encontraba muy inquieto por el alumbramiento de su mujer, que se encontraba próximo a realizarse.
Al llegar a casa observó que lo rutinario se había roto, la presencia de un caballo extraño instalado en el establo le hacía sacar conclusiones distintas en formas y concepciones. Se acercó velozmente hasta el portal de la casa de hacienda, observó que la mayoría de peones brindaba con aguardiente como si se tratase de alguna celebración, sus hijos varones se acercaban disimuladamente hacia el tumulto que celebraba para de un veloz trago vaciar el contenido de un jarro que era invitado por alguno de los peones, las hijas no daban señales de presencia en aquella celebración, pensó que se encontraban muy concentradas en sus habituales trabajos.
Decidió acabar con aquella duda y de un salto alcanzó el tercer peldaño de una pequeña escalerita que conducía hasta el interior de la casa, atravesó un pasillo repleto de antigüedades muy interesantes. La puerta de su habitación estaba cerrada, al acercarse el aire cobraba una vitalidad inusitada como cuando en las madrugadas se dirigía a los cuartos de sus hijos para levantarlos, el corazón le latía mucho más rápido que de costumbre y la curiosidad lo devoraba. De pronto, escuchó un llanto de niño que atravesaba las paredes para inundar de alegría su garganta y no dejar escapar palabra alguna, la sorpresa se iba agrandando cuando al aguzar el oído un poco más, se dio cuenta que no se trataba de un solo niño que lloraba, sino, de dos. Algo hasta ese momento no experimentado llenó su corazón.
Atropelló entonces, entró sin hacer caso a las advertencias dadas por la partera, se acercó hasta el lecho donde se encontraba su esposa, el regazo de su mujer cobijaba dos cuerpecitos que acababan de nacer. El hombre aparentemente duro y autoritario trataba de contener las lágrimas que querían escaparse y rodar por sus morenas mejillas, extendió sus curtidas manos hasta el envoltorio de pañales que tenía delante y con ansias locas deseaba desenmarañar aquel misterio, al momento en que desenredaba pañal tras pañal, esperaba sorprenderse con el resultado de su descubrimiento. En efecto, lo sorpresivo que demostró su rostro no admitía comparación con cosa alguna existente, allí, entre la sangre regada por el amor maternal, levantaban sus tiernos deditos para tratar de alcanzar el cielo, dos hermosos gemelos, los ojitos aún cerrados por la impresión de un nuevo mundo al que desde ese momento debían conocer buscaban ansiosos entre el gentío, como si entre los presentes se encontraba alguien de importancia significativa; así era, tal vez aquella escarbadora miradita trataba de identificar a sus padres. Desde aquel día todo sería diferente en casa de esa numerosa familia, las hermanas mayores de los recién nacidos se desvivían por atender o cuidar a los nuevos vástagos, los hermanos, más esquivos, se mantenían a distancia respetable.
Llegaba la hora de ponerles nombres a los nuevos amigos de la tierra, así, sin pensar demasiado saltaron dos identificaciones bien definidas: el varón fue llamado Vicente, la mujer, Imelda. Los meses transcurrían normalmente, el tercero de éstos terminaba ya, de repente algo en el cuerpo de la madre cambiaba, los esfuerzos tomados para que la leche materna no se extinguiera de sus senos, fueron en vano. Rápidamente la leche fue escaseando, las aguas de remedios recomendadas a la joven madre fueron insuficientes, la desesperación cambió todo el panorama desde que aquel problema se hizo presente, quedaba aún una oportunidad: se debía decidir por uno de los dos hijos, éste debía ser alimentado por la propia madre, el otro, entregado a una nodriza para que su alimentación no fallara y así asegurar la vida del pequeño o pequeña.
Las dudas se mezclaron en las cabezas de cada uno de los miembros de la familia, la decisión por uno de los niños era inevitable; los padres tras largas horas de conversaciones, llegaron a una resolución, la misma que cambiaría el curso normal de todos los acontecimientos familiares que se tendrían en el futuro. Las lágrimas derramadas por la madre dejaban ver el sufrimiento intenso por el que atravesaba, miraba a los hijos, recordaba el inmenso amor que sentía por ellos, el dolor que a cada paso se hacía presente, la atormentaba. Sabía que, a pesar de todo, la decisión era algo impostergable. El cariño de madre a veces se revelaba, lanzaba amenazadoras miradas al cielo que, inquietas, reclamaban respuestas, no podía entenderlo, la verdad hasta la actualidad, no lo entiende. La hora de resolver se acercó, el padre tampoco sabía que decir, de todos modos, había que decir algo, levantó la voz y con un ronco tono espetó: que se quede el niño. Luego de lo dicho por el jefe familiar la madre sabía muy bien que si ella no estuviese de acuerdo, poco importaría, lo que pasaba, como en todo, es que el padre había hablado y aquello había que respetarlo y, sobre todo, nunca contradecirlo.
De este modo la pequeña Imelda fue separada del regazo materno y entregada a una de las mujeres de la hacienda para que se encargara de su crianza, el silencioso llanto de la familia parecía reclamar la orden dada por el padre. A conciencia, a cabal conocimiento de lo que podía significar aquella situación, el padre se enfrentó a la vida, y la mala jugada que le estaba presentando, fue sabiamente resuelta con una alternativa que seguramente era la más acertada; por más que buscara soluciones equilibradas, se dio cuenta que aquéllas constituían una utopía, de esta manera se convenció poco a poco que lo que hizo era lo mejor y que todo iba a salir muy bien, pero muy bien.
El tiempo marchaba sin descanso, corría ya el cuarto mes, el niño crecía con vigor, sus travesuras, sus lloriqueos, sus tiernas sonrisas, sus pícaras miradas, todo llenaba de algún modo el vacío sentido por la obligada separación de Imelda. A lo lejos, en una cabañita como las que adornan los paisajes de nuestra serranía, la hermana de Vicente luchaba por seguir existiendo; la adaptación de la pequeña a su nueva madre que se suponía de antemano dada, nunca se presentó. Motivo suficiente el no sentir el olor de su progenitora, motivo suficiente el no ver la misma cara que le dio la bienvenida al mundo, motivo suficiente el que la leche de la nodriza no tuviese el ingrediente que la de su madre si tenía en abundancia: amor maternal, motivo suficiente el no sentir las tiernas caricias y cuidados de sus hermanas, motivo suficiente el no sentir las ásperas manos de sus hermanos que en un arrebato de regocijo tocasen con cariño sus tiernas mejillas, motivo suficiente no escuchar los ronquidos de su padre en la madrugada, motivo suficiente no sentir el orgullo que por ella sentía su padre; motivo tras motivo, hicieron que la pequeña tome una decisión mucho más importante que la que tomó su padre, sabía que era dolorosa pero debía hacerlo, consideraba que no podía dejarla, y la realizó. En una mañana aclarada por el esplendoroso sol, cuyos rayos bañaban la extensión maravillosa de pincelazos verdes dados por el Creador, imaginando la divina presencia de sus padres en compañía de sus dulces hermanos, entregó su infantil alma al Supremo para descansar eternamente, y desde lo alto, poder compartir las penas y alegrías de las personas a las que tanto amaba, en especial las de aquel ser que compartió su formación en el vientre materno: a ti Vicente, hermano querido, siempre estarás presente en mis pensamientos, nunca seré capaz de olvidarte como tú nunca me olvidarás, algún día, algún día, me conocerás. Diciendo esto la pequeña mujercita templó su cuerpecito y desapareció de este mundo que mucho le dio hasta ese entonces.
En la casa grande el día pasaba como cualquier otro, las rutinas eran las mismas que se practicaban, todo era normal. A lo distante se veía como una hormiguita a una persona que ganaba velocidad a medida que se acercaba, la madre sentía que el corazón le estallaba, pero esta vez no era de alegría, esta vez era de desesperación, de sufrimiento. La nodriza que hace cuatro meses había recibido una mujercita llena de vitalidad ese día, entre llantos venía a entregar la misma mujercita, pero ya sin vida, sin todas las dulces cosas que engalanaban la belleza de una futura mujer. Todo resultó inútil, los ruegos, los llantos elevados con fervor no tenían eco, las oraciones ya no rebotaban, se quedaban solas en los labios, ya no volvían, ya nunca más volverían. El desconsuelo duró por mucho tiempo, luego del entierro nadie quería recordar lo duro que guardaba la señora naturaleza para sus vidas, sin embargo, debían seguir existiendo, debían seguir su eterno caminar; la casa ya no parecía ser la misma sin la esperanza que tenían de poder tener a Imelda en ella, todo resultaba sin explicación, nada parecía tener sentido, al contrario, todo parecía existir por el simple hecho de existir, el cuadro pintado era totalmente triste y sin sentido, el desgano al hacer cualquier cosa era demasiado grande y la vida se convirtió en un círculo de obligaciones que daba la vuelta, pero sin razón, sin ese algo que permitiera encontrar lo valedero que justificase la existencia.
Todo había sucedido tan rápido que daba la impresión de haber vivido un mal sueño, todo pasó, y en la mente de los padres quedó fija una sola idea: debían seguir viviendo por el resto de sus hijos y, sobre todo, por el pequeño Vicente que les necesitaba ahora más que nunca, así trataron de hacer mucho más llevadera la vida que aparentemente desposeída de todo interés, ya no debía seguir.
Los años pasaron rápidamente y a la vida de aquel matrimonio llegaron dos hijos más; los mayores se casaron y siguieron el ciclo de la vida. Vicente creció, se hizo hombre y la vida lo premió con una excelente mujer, en unión de quien tuvo cuatro hijos, dos hombres y dos mujeres, el mayor contaba ya con veintiún años, la siguiente diecinueve, otro varón tenía quince, y la menor de todos, seis.
19 de enero de 1.994.
Los problemas de una familia normal siempre estuvieron gravitando en el hogar de Vicente, tenía que hacer frente a los solemnes cambios de una pubertad iniciada del menor de los hermanos, alguna decepción amorosa de la mayor de las mujeres, una enfermedad inexplicable de la hija menor; y, sobre todo, el paso de la adolescencia a la madurez del mayor de los hijos. Ciertamente las situaciones familiares que se vivían de vez en cuando no eran las más halagadoras, los problemas desencadenaban incomprensiones, y éstas a su vez, problemáticos resultados.
Un día normal, como la mayoría de los que se suscitan a lo largo del año, se dio una discusión durante la hora del almuerzo, todo el mundo acabó un tanto enojado, las lágrimas de algunos de los hijos reflejaban la inconformidad de lo vivido, la cólera de los padres, por otro lado, no permitía poner orden en las ideas; el sonido opacado de una canción triste que se escuchaba en el radio, daba mayor realce a la cancamurria tenida al frente en esos instantes; así, de esa manera acabó un estrambótico día en el que los resentimientos no eran solapados, muy al contrario, las caras compungidas denotaban un aire de reproche o de inquisidores atónitos. La noche fue apagando la luciérnaga espectral, pequeñas esquirlas esplendentes arrancadas del gran sol, tomaban posesión en una penumbra infinita que extendía sus largas manos hasta perderse en el horizonte. La noche había llegado, el descanso era apremiante. Cada uno de los miembros familiares se dirigió a sus cuartos para dormir, cada uno con una mirada perdida entre el cemento de un suelo del que desearían formar parte, pero por más fuertes que parecieren los problemas, el sueño aplastaría su expansionismo. Durmieron con la ilusión que al día siguiente la amplia sonrisa de todos diera por terminada la trifulca vivida, que ahogasen en un sentido abrazo los pequeños rencores que se formaron durante el mal almuerzo que experimentaron en el mediodía.
En el dormitorio Vicente y Esthela –la abnegada esposa- conversaban sobre lo ocurrido, entre razones y sinrazones dejaron divagar ideas en un aire que se empezaba a cargar de cuestionamientos acerca de la dura tarea de ser padres educadores; toda reflexión empezaba como incipiente idea, y terminaba como una concepción cabal que teorizaba directrices idealizadas de una soñada manera de llevar el hogar. Aquellas ideas los acompañaron hasta el final de la conversación y se extendieron hasta que cada uno de los esposos cerró sus ojos para tratar de concebir –a lo mejor- nuevas soluciones. En completo reposo, de repente, se escuchó una voz que levantó a Vicente:
– Vicente, despierta, por favor, despierta, deseo conversar contigo. La voz venía cargada de una dulzura especial como si quisiera atrapar con su melodía un romance trémolo de afinidad musical.
– ¿Quién me llama? Y tras la pregunta se esparcía una estela de dudas que pretendían evadir una realidad presentada con exquisitez auditiva.
– Soy yo, ¿es que el tiempo ha traicionado mi recuerdo, o pretendes no conocerme solo para asustarme? Vamos, no seas perezoso, levántate, la vida se abre camino y yo quiero recorrerlo esta noche, pero, en tu compañía.
Una luz cegadora impedía adivinar el rostro de la persona que permanecía al pie de la cama con los brazos abiertos, los destellos brillantes hacían suponer que aquella aparición era divina, no podía ser de otra manera. La sonrisa de una mujer muy joven que graciosamente se levantaba sobre una nube, desconcertó al pobre Vicente. La intensa luz no dejaba la posibilidad de dibujar sus graciosas formas en un rostro visible. Nuevamente tomó la palabra aquel haz de luz brillante diciendo:
– Sé que el tiempo ha transcurrido y te preguntarás quién soy. A pesar de tus dudas, ¿acaso el corazón no te da la respuesta?, ¿deseas no obedecer lo que dictan tus sentimientos? Ven, acércate, no quiero asustarte, puedes confiar en mi, no te voy a hacer daño, solo pretendo recordar lo que juntos hemos vivido. La tensión del hombre se hizo más liviana, se destapó de las cobijas que lo envolvían y terminó por acercarse a la centelleante aparición.
A cada paso que daba, el rostro de aquella luz esplendente se iba aclarando más, ahora ya podía ver unos labios que se perfilaban coquetonamente sobre una barbilla preciosa como si estuviera hecha por una mano a la que solo le gustase elaborar cosas perfectas. Sus cabellos se extendían por una espalda curvada que iba tomando formas de deidad ancestral, eran de color castaño, largos y finos, delicados, brillantes, flotantes, juguetones… eran cabellos de ángel. Sus ojos estaban iluminados por una alegría que resaltaba a través de las pupilas, invitaban dejarse llevar a donde deseasen, eran grandes y negros, resaltados bellamente por unas pestañas curvas grandes y también muy negras, sus cejas hacían juego con aquel cuadro de belleza que se develaba ante sus atónitas miradas. Todo parecía terminar en constante armonía, no se mostraba displicencia en sus palabras, no había acrimonia, todo lo que se podía advertir en ella únicamente obedecía a una palabra: belleza.
El acertijo se iba descifrando, la aparición informe tomaba cuerpo y se acordaba de adornar su fantasmal silueta con montones de fraternal amor al que Vicente nunca pudo escapar. La relación estaba dada y empezaron a caminar por un sendero que les transportaría por una película que no tendría final triste, las cosas vividas llegaron y se rememoraron una vez más. De esta manera Vicente se veía mucho más joven, todavía inquieto.
Caminaron hasta una pequeña puertecilla derruida por sus combates con el tiempo, aquella puertecilla era la de una casa ubicada en una callejuela adoquinada por la que transitaban tranquilamente muchos morlacos que conversaban acerca de la faena realizada aquel día. Tras la puerta, una muchacha muy flaca se apuraba enriqueciendo su belleza con unos toques de tenue maquillaje, mientras impaciente, miraba un antiguo reloj que colgaba de una pared tapizada de periódicos viejos, trataba de acallar los latidos de su enamorado corazón. En la esquina de la casa un joven recorría impaciente los adoquines de un tramo de calle, vestía de traje a la vez cubierto con un gran abrigo que, a más de defenderlo del frío, escondía la pobreza que intentaba disimular. Eran dos novios que deseaban encontrarse un momento para compartir el amor que invadía sus seres. Vicente, al mirar la escena, recordó sus vivencias juveniles y le dijo a su acompañante:
– Aquella pareja se parece a la que formamos mi esposa y yo cuando éramos aún unos dos muchachos.
– No se parecen, son ustedes dos. Ambos, viven de intensa forma las ilusiones que comparten las almas enamoradas, todo se envuelve en una nube de esperanza, en un rodeo intenso de satisfacciones plenas. Todo es amor.
– ¿Por qué sabes lo que aconteció conmigo y los seres que me rodeaban?
– Calla, lo sabrás más tarde, por ahora seguiremos nuestro paseo.
Los amigos se deslizaron por un pequeño arco iris que los conducía con rapidez a través de los túneles del tiempo, de este modo toda la vida de Vicente se fue presentando ante sus ojos como si se tratase de una película en la que él era el protagonista. Se le presentaron acontecimientos como su matrimonio, los sinsabores que tuvo que pasar para casarse, sus amigos cómplices de un amor realizado estaban cercanos, y a veces creía que podía hablarles, y que ellos le iban a responder. Recordó la dura enfermedad que sufrió, la columna no era cosa de juego, revivió las tristezas padecidas y también la alegría experimentada al ser misteriosamente curado. También miró el nacimiento de su primogénito, la danza que dio alrededor de un poste de luz que anunciaba al mundo entero la alegría de ser padre, de la misma manera presenció el nacimiento del resto de sus hijos, miraba la cara de alegría que le mostraba su esposa después de cada parto. Recordó los primeros pasos de sus hijos, las primeras palabras, la escuela, las notas, los diplomas; y ese momento comprendió que era grande, que todo lo que tenía, muchos lo deseasen, que a pesar de ser un hombre sencillo no había perdido la eterna bendición de poseer un hogar, lloró mucho, lloró como un niño y no quiso regresar.
Luego de terminada la pequeña excursión, algo había que le inquietaba y que no se atrevía a preguntar a la misteriosa acompañante que tenía a su lado, los sentidos parecían haber perdido su acostumbrada acuidad, sabía que el momento de la despedida se acercaba y que la aparición maravillosa dejaría de ser realidad, para volverse recuerdo, quería convertirse en un mago del tiempo para a lo mejor cambiar el destino solitario que le aguardaba, y convertirlo en eterna compañía celeste; de todo lo que experimentaba, rescataba lo bello –que fue en verdad casi todo- con lo que de seguro seguiría alimentado de ganas de vivir y, sobre todo, siempre a lado de su familia, aquella que a partir de ese momento amaba mucho más, sintiéndola como necesidad de felicidad y ya no como algo a lo que ficticiamente todo hombre o mujer esperan para no quedarse SOLOS.
La pregunta saltaba de sus labios, tenía que hacerla, era plenamente supuesto que el dulce ángel no negaría respuesta a tanta curiosidad. Apretando sus dedos hasta formar un puño en el que encontraba aliento, soltó lo que pretendía saber:
– Bella aparición, dime, durante todo lo que me mostraste, en cada situación, en cada momento en el que caminaste a mi lado, hubo siempre una esplendorosa mujer que acompañaba toda mi vida, siempre la miré como si intentara arreglar mis equivocaciones, acompañar mis momentos tristes, o también, compartir mis alegrías. ¿Quién era?… ¿Quién es?
– ¡Ah, querido hombre!, esperas que mis labios se abran para escuchar las palabras que esperas, que tú ya sabes; ¿es acaso procedente que dé respuesta a una pregunta que de antemano es contestada por los presentimientos de tu corazón? Creo que es mejor que dejes el recelo que sientes y te acerques, sí, soy yo … soy tu pequeña Imelda, soy aquella pequeña hermana que desde lo alto, y junto a tu lado, ha compartido eternamente tus ilusiones, tus alegrías, tus penas, tus triunfos, tus logros, tus fracasos; todo lo he compartido contigo, Vicente. Hoy me presento ante ti querido hermano, hoy he deseado sentir tu aliento, hoy no he querido sentirme sola; lo he logrado, gracias por no olvidarme, y recuerda que todos los días de tu vida estaré desde lo alto como un cóndor que otea, que vigila su alimento, mi alimento es el amor fraternal que encuentro en ti todos los momentos en que respires. Sigue adelante, yo te cuidaré.
Diciendo esto, la dama tendió sus blancas manos en un gesto invitador de ternura, el asombrado hermano se acercó dando pasos que emanaban respeto y amor, tomó las blancas manos de su hermana para poder sentir el divino halo circundante hasta ese momento desconocido, sus labios se posaron en unas mejillas rosadas para en un hermoso beso, plasmar los deseos reprimidos durante cincuenta y un años de recuerdos e imaginaciones que terminaban en un rostro que acababa de conocer; los brazos del hombre se abrieron, para en un efusivo abrazo, desencantar la tristeza. La dama derramó un fino hilo de lágrimas que gota a gota fue cayendo sobre un cuello áspero y a su paso dejar marcado un caminito lleno de dulzura. Como una visión benigna, las manos fueron separándose poco a poco, los sentimientos de Vicente se confundían una vez más, no sabía si llorar de alegría o de tristeza, sabía que durante algún tiempo más, no la volvería a ver como en aquella noche majestuosa.
Un ring, ring lo despertó, parece haber sido un sueño lindísimo, se convenció de que era solo un sueño. Al levantarse de su lecho advirtió que entre sus manos se encontraba un conjunto de cabellos castaños, largos y finos, delicados, brillantes, flotantes, juguetones… eran cabellos de ángel.