La dialéctica vencedores y vencidos, un reduccionismo
Por: Julián Ayala Armas
Escritor y periodista. Islas Canarias
Amigos ha tenido uno que en algún momento se cansaron de ser supuestos perdedores y entraron, con la ansiedad de quien toma el último tranvía, en la nómina de los presuntos ganadores. Lo primero que hicieron fue adaptarse a su nueva disposición de ánimo. Así, se pusieron fundas de acero en los colmillos del alma y se lanzaron a la jungla política con las fauces prestas al mordisco. El torvo míster Hyde que llevaban dentro acabó superponiéndose al afable doctor Jekyll.
Estas curiosas metamorfosis se pueden dar en todas las facetas del hacer humano, pero es sobre todo ahí, en la política, donde aparentemente prevalecen más. O al menos donde más se nota, quizá por el carácter público de los y las personajes que se dedican a tal menester.
Uno, sin embargo, que nunca ha tenido inclinación a acumular créditos para ningún doctorado político ni ha aspirado a otro lugar en el sol que al modesto cubículo que ya posee, ha vivido siempre a contracorriente y cada vez está más convencido –o lo pone menos en duda– que la dialéctica de vencedores y vencidos es una visión inexacta y reduccionista de la vida y los avatares de todo tipo por los que atraviesan los seres humanos.
Se es ganador con relación a unas cosas, concretas y parciales, y perdedor con relación a otras. De la mayor o menor importancia que demos a esas cosas vendrá la sustantivación o no del concepto. Además, se puede ser ganador y perdedor al mismo tiempo; diría que incluso es lo más habitual.
El caso más notable que hemos tenido en España es el del histórico líder psocialista, Felipe González, que a medida que empezó a ganar elecciones (gobernó ininterrumpidamente de 1982 a 1996) empezó también a perder la ideología para terminar perdiendo la vergüenza. Cambió el marxismo, que había sido la guía doctrinal de los socialistas españoles durante más de cien años, por el neoliberalismo económico y político, entonces en boga; metió al país en la OTAN; ingresó en la UE, entonces Comunidad Europea, al precio de desmantelar la industria española, y puso en marcha una serie de leyes antisociales, que ocasionaron la primera y más efectiva huelga general de la democracia, que fue seguida por ocho millones de personas, el 90 % de los trabajadores y trabajadoras de entonces.
Sin embargo, en su larga caminata de la nada a la miseria el común de las gentes no suele ver a Felipe González como un perdedor. Todo lo contrario, durante largo tiempo e incluso hoy, convertido ya en juguete roto de la historia, muchas personas lo siguen considerando un triunfador. Pese a todos sus renunciamientos contrarios a los proyectos juveniles que le hicieron ganar por mayoría absoluta las elecciones del 28 de octubre de 1982. Y eso es porque tuvo el poder político durante largo tiempo y, aprovechándose de esto, ha mantenido parte de su ya escasa influencia hasta ahora.
Es decir, en esta sociedad se es ganador o perdedor en relación a si se disfruta o no del poder. El poder político en unos casos, el poder social en otros, el poder económico, cultural, académico, etcétera, etcétera. Vemos, pues, a qué se reduce en última instancia la dialéctica y la subsiguiente moral de vencedores y vencidos. Una moral utilitaria que da entidad por lo que se tiene y no por lo que se es, una variante de lo que en otros tiempos llamábamos con insultante autosuficiencia moral burguesa (ahora usamos esta expresión sólo para entendernos, pues archisabido es que adscribir todos los defectos a una clase social determinada es tan inexacto y maniqueo como atribuir todas las virtudes a otra). Pero sea lo que sea, esa moral no es compatible con una concepción avanzada y no beligerante de la vida. La distinción sustantiva entre ganadores y perdedores se basa en un esquema general mezquino e insolidario, que sacrifica al poder cualquier otra consideración.
Y el poder, cualquier poder, no merece tal sacrificio. Parecería más humano optar por el no-poder y, por tanto, no tener ninguna necesidad de intentar vencer a nadie. Todo lo más, si nos apuran mucho, estaríamos, como en otras ocasiones hemos estado, contra el poder venga de donde venga. Incluso contra el nuestro, si corriéramos el riesgo de llegar a tener alguno. Estaríamos por la formación de un contrapoder, o mejor, de muchos contrapoderes en las distintas esferas de la vida.
Pero se nos podría aducir que un contrapoder no es, al fin y al cabo, más que un poder contra el poder. Reconocemos la contradicción y recordamos aquella clarividente frase de Nietzsche cuando advertía que “el que lucha contra el monstruo corre el riesgo de convertirse en monstruo”. Y, en efecto, la izquierda, de cuyas tradiciones uno sigue reclamándose, pese a todo, se ha monstruizado irremediablemente en numerosas y repetidas ocasiones. El distanciamiento, la ironía y, sobre todo, el desapego de los poderes terrenales, que los otros no se conocen, pueden ser un remedio para la enfermedad senil del izquierdismo que tiende a confundir los medios con los fines. Es decir, a confundir el poder con el poder. (Y aunque parezca lo contrario, no me he hecho un lío).
Es, pues, necesario experimentar nuevas vías, buscar nuevas maneras de oponerse al poder, al único realmente existente, que es el que siempre se ha llamado poder establecido. No integrarse en él, no convertirse en parte del monstruo. O, por lo menos, no estar de antemano predispuestos a ello, como lo están los que considerando la dialéctica ganadores-perdedores como la única posible, se esfuerzan por cambiar su status de supuestos vencidos por el brillante, fastuoso y a menudo triste destino de los presuntos vencedores.
Con su pan se lo coman.