Vaticinio

Por: Mateo Sebastián Silva Buestán
Director Colección Taller Literario, Cuenca (Ecuador)

Adormilada. Estaba descalza, ahí, al filo de la ventana, con las rodillas dobladas y sus pesados codos sobre el alféizar, las palmas de sus manos reposaban en sus tiernas mejillas, sus finos dedos acariciaban la minúscula piel donde se unen cejas y pestañas. Esta pose mostraba su figura enjuta, encorvada, sin que por ello la soñante hubiera perdido su dulzura y alta gracia. Las cortinas amarillas de terciopelo se confundían, por acción de la luz de la luna llena, con sus cabellos en parte dorados y la misma luz jugueteaba con su piel morena y hermosa, tez que brillaba tanto más que la propia reina de la oscuridad.

Así transcurría, quieta, la lúgubre madrugada. El paraje que la doncella observaba y sentía, entre sueños, era una mezcla de verde vegetación abundante de vida, acompañada de frescas y refrescantes brisas que revoloteaban en las copas de los arbustos, dejando caer verduscas hojas al húmedo pasto. ¡Oh! Casi que ella podía apercibir el aroma de cada hoja caída en contacto con el césped y, más abajo, con la tierra negra. Sus centelleantes astros, negros como la tierra, alcanzaban a divisar mezquinas, rápidas sombras que se movían de aquí-allá, tímidos animales del bosque que se ocultaban al resguardo de los debiluchos matorrales y de las fuertes cortezas. Suponía aquel curioso tránsito de cuerpos un juego entre la muchacha y sus indecibles e ignotas mascotas, como si al esconderse quisieran mantener su identidad en el más austero de los secretos.       

De pronto, una ensordecedora ráfaga de caliente humo colisionó contra las bisagras de la ventana. Tras el marco, todo cambió drásticamente. Donde hubo extensas floreadas, no quedaba sino áridas estepas consumadas por extenuantes llamaradas de un endemoniado fuego. Las vacilantes sombras de los domésticos transformáronse en anaranjadas y exasperadas masas de pelaje. Antes de la catástrofe, los animales practicaban el más ascético de los silencios a fin de no ser descubiertos; en contraparte, ahora, habían puesto en el cielo terribles balidos y horrorosos quejidos de insoportable ardor y dolor. La dama de las tinieblas -luna, la llaman- tornó su plata en carmesí; la tierra ya no era negra; la llanura apestaba a quemado; las hojas desaparecieron; las cortezas se partieron y los matorrales se pulverizaron. Por el delicado y redondo moflete de la mujer rodaba únicamente una rojiza lágrima sabor a óxido que viose alcanzada por la fatal fogarada.

Más tarde, inesperadamente, el vaticinio, ¡vaya Dios a saber por qué!, hubo de cumplirse al pie -descalzo de la bella vidente- de la letra. Lastimosamente, cuando ella despertó y acudió, entre sollozos a los vidrios de su alcoba, la ventana, la ventana ya estaba abierta.

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