Tiempo

Por: Juan Almagro Lominchar, PhD
Universidad de Almería (España)

El tiempo es subjetivo. También, caprichoso: a veces, transcurre de forma inversamente proporcional a las cosas que nos pasan. Por ejemplo: cuando a alguien dejan de sucederle cosas, el tiempo vuela, y la vida, también. En una columna reciente, el escritor Manuel Vicent, afirmaba que el tiempo no existe, que el tiempo lo construimos las personas en función de lo que hacemos, percibimos y sentimos: en definitiva, de lo que vivimos. Podría ser certero afirmar, en este sentido, que el tiempo transcurre efímero cuando dejamos de hacer, percibir, sentir y vivir. Como si de un pez que nos colocasen entre las manos, el tiempo se escabulle y se nos escapa hacia un fondo abisal, donde desaparece a toda velocidad con más peces que, también, se habrán escurrido de otras manos sin vida, ausentes. En definitiva, si dejamos de estar vivas/os, el tiempo se nos va en un abrir y cerrar de ojos.

Pero el tiempo, de la misma manera, juega en nuestra contra cuando nos obsesiona el mantra neoliberal que incita a estar constantemente produciendo, ya sea en la cadena de montaje, en la oficina o durante la visita turística a esa ciudad desconocida. Hay personas para las que, el hecho de pararse a reflexionar un instante sobre el rumbo de sus vidas, supone un fracaso. En las antípodas de esta manera de actuar se encuentra Oblomov, el personaje que da nombre a la novela del escritor ruso Iván Goncharov: un tipo cuya afición más recurrente es la de pasarse la vida mirando al techo.

En otras ocasiones, el tiempo transcurre lenta y pesadamente, como esos camiones que circulan por autovías con enorme pendiente. No siempre las cosas que nos suceden son agradables: si esas experiencias vitales se emponzoñan de oscuridad, violencia y maldad; si se ven abocadas a la tragedia, provocan que el tiempo acontezca lánguido. Los personajes que construyen la obra titulada Augustin Zimmermann, de la escritora checa Zuzana Kultánová, son el ejemplo más certero de que, cuando la sordidez más bizarra envuelve nuestras vidas, el tiempo se estanca. Esa macabra caricatura nos describe un ser humano atenazado por el oprobio y la pobreza, para el que todos los días transcurren homogéneos, de la misma forma. Vivir se convierte en una odisea, y morir una meta a la que parece que no se llega nunca, a pesar de desearlo con todas las fuerzas posibles que quedan: pocas, dadas las circunstancias.

En cualquier caso, la construcción de la temporalidad es un proceso complejo que nos invita, principalmente, a observar: esa cana que antes no estaba; las pulsiones que trae consigo cada primavera; la incipiente pubertad en el ocaso de la infancia; las moscas durante las tórridas tardes estivales; las doce mismas, y a la vez diferentes, uvas que anuncian un nuevo año… De esta forma, quizá el tiempo transcurra objetivamente y deje de ser tan caprichoso: para los Zimmermann y los Oblomov.

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