Mensajes en pandemia
Por: David Marinely Sequera, Ph.D.
Venezuela
Renato no sabía que esa mañana su vida iba a cambiar de rumbo.
Era un hermoso amanecer del terrible décimo domingo de pandemia. Renato no pudo escuchar las continuas llamadas a su celular ya que la casa estaba llena, según él, de horribles cantos de pájaros de un bosque cercano y del murmullo del río. Luego de varios intentos fallidos, se levantó de la cama, encendió la cafetera y esperó un rato ordenando algunos libros de la sala. Leía a menudo novelas edificantes, necesitaba ocupar sus pensamientos para, de esa manera, no pensar en su propia vida, no tan edificante.
Cuando estuvo el café se sirvió una taza generosa con dos cucharadas de azúcar. Buscó su celular y se sentó en el sofá. Al encenderlo, vio que tenía cinco llamadas perdidas. El aroma del café se esparcía por doquier, y eso le encantaba ya que lo hacía sentir menos solo. Les prestó poca atención a las llamadas, presionó el link de la página de su periódico y leyó las noticias del día: “Subestimamos este virus; la mortandad aumenta, así como la pobreza e inseguridad física y alimentaria”.
Renato, con gran indiferencia, apagó su celular mientras se decía: “De algo hay que morirse en esta vida”. Luego de ello, tomó uno de los libros que ocupaban el sofá, colocados como esas columnas de piedrecitas que se apilan en la orilla del camino. “Poemas completos de César Vallejo”, leyó en voz alta y lo abrió al azar: “Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! “.
Leyó todo el poema y lo deleitó mientras hacía lo mismo con el último sorbo de café.
Renato no era fetichista ni creía en mal agüeros, pero no le gustó mucho empezar la mañana con frases de ese estilo. Tomó el libro nuevamente y se fijó en el título del poema que acababa de leer: “Los heraldos negros”. Dejó caer el libro en el sofá y se dijo: “Bueno, a mal tiempo, buena cara”.
Tomó nuevamente el celular y se acomodó en el sofá; vio que tenía un mensaje de voz, era del mismo número de las llamadas perdidas. Su curiosidad aumentó cuando el número carecía de una foto de perfil. Si pensarlo mucho presionó el mensaje y escuchó:
“Hola. Buenos días señor Renato. Disculpe las llamadas tan temprano, pero quería preguntarle si me puede hacer el favor de llamar a una ambulancia y enviarla a la Urbanización Las Tapias, calle 3, casa 40, lo antes posible”.
Renato se molestó al pensar en la cantidad de ociosos que querían hacer perder el tiempo a los demás. Por otro lado, pensó que, si el mensaje de voz no era una broma, bien podría esa persona llamar a una ambulancia, así como lo llamó a él. Cuando se disponía a bloquear el contacto se acordó del poema: “Hay golpes en la vida…”. Luego de pensarlo se dijo: “No voy a cargar con un muerto más encima, llamaré a la fulana ambulancia y si es una broma… allá la conciencia del chistoso”.
Al cabo de una hora, recibió un mensaje de voz de la recepción del hospital donde había solicitado la ambulancia:
_“Buen día señor Renato. Gracias por avisarnos. El equipo de paramédicos logró estabilizar a la anciana. Al parecer, el golpe recibido por la caída no fue mortal. Le estaremos avisando”.
Renato estaba ofuscado. Por su mente pasaron a galope mil suposiciones y una sola pregunta: ¿Quién le había dejado el mensaje de voz?
Tomó su celular y marcó, pero luego de cinco repiques fallidos, colgó. Su intriga aumentaba. Sin embargo, por sus pensamientos sentía la calma del deber cumplido, luego de tanto tiempo, y eso le calmó.
Durmió media hora sobre el sofá y, al despertar, estiró su brazo hacia la columna de libros, tiempo que usó para leer La vida es sueño, de Calderón de la Barca. Renato era un hombre práctico, no creía en premoniciones, le encantó la frase de la novela que estaba leyendo: “Toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”. No obstante, no había terminado de leer cuando le llegó un nuevo mensaje de voz: “Señor Renato, si me puede hacer el favor de llamar a los bomberos y enviarlo a la Urbanización Los Tulipanes, calle 5, casa 4, lo antes posible.
_ ¡Este vacilador! _dijo en voz alta _ ¿me va a agarrar de mensajero?
Resuelto a no prestar atención, se vistió y se dispuso a salir; desafortunadamente no encontró la llave de la puerta, fue al sofá y, molesto, deshizo la columna de libros, luego, sin darse cuenta, la rehízo nuevamente, ésta se movía mientras apoyaba su brazo en el sofá, para buscar debajo de éste las fulanas llaves.
Se disponía a tomar un breve descanso cuando recibió nuevamente el mensaje de voz anterior. Sin razonar mucho llamó a los bomberos.
Luego de un rato le devolvieron la llamada: “Gracias por su llamada. La casa empezaba a arder, pero logramos sacar a la familia, todos dormían hasta tarde, al parecer una fiesta que se prolongó hasta el amanecer…”
Renato se quedó con la boca abierta. Rápidamente se levantó del sofá y observó la columna de libros que yacían sobre el mueble, al apartarlos encontró sus llaves. Casi sin poder ver, los arrojó por la ventana, hacia el jardín. Solo un libro cayó dentro de la casa. Con temor, Renato se agachó a recogerlo tratando de no leer el título, pero le fue imposible: “Los Miserables”, leyó con espanto. Dejó la novela en el suelo, se puso su mascarilla y salió a la calle.
Sus pasos perdidos lo llevaron a la plaza del pueblo, esperaba ver, como todos los domingos, al viejito que, por una moneda, hacía que su periquito sacara un mensaje escrito en un papel amarillo dentro de su misma jaula. El viejito yacía tumbado en la acera, sin vida, más no el periquito. Este tenía en su pico uno de los mensajes y dejó que Renato lo tomara: “si no vives para servir, no sirves para vivir” _tenía escrito. Guardó el papelito y se fue. Entró al dispensario cercano y avisó a una enfermera sobre el cuerpo del viejo bardo que yacía en la plaza.
Renato se sabía de memoria la novela de Víctor Hugo y, medio paranoico, temía que en cualquier momento se le apareciese el expresidiario Jean Valjean, o, peor aún, Javert, el terrible inspector de Policía.
Se sentía víctima de un ataque de nervios, escuchó las campanadas de una vieja Iglesia y vio que eran las tres de la tarde. Se acercó a un restaurant, pero este estaba cerrado por la pandemia, _“Qué ironía, tengo dinero, pero no tengo qué comer” _se dijo. Se dirigió al parque y se sentó en uno de los bancos debajo de unos árboles de níspero. Se subió como pudo y arrancó varios. Algunos niños de la calle lo miraban, sin decirle nada. Renato se les acercó y les dio las frutas guardando una para sí. De repente, se sintió morir cuando escuchó el tono de un mensaje de voz que salía del bolsillo de su pantalón. Con una mano temblorosa y un pulso peor, sacó el celular y presionó el mensaje:
_“Disculpe nuevamente señor Renato, por favor diríjase a la panadería que queda a dos cuadras de donde se encuentra sentado, pero ya. Gracias”.
_¿Qué locura es esta? _ Se decía, mientras tapaba su cara con las manos. Con tropiezo se dirigió a la fuente central, se quitó la mascarilla y se lavó la cara. Los poco transeúntes enmascarados lo miraban con temor, empapándose debajo de la pileta, como una paloma acalorada. La gran espalda se le dibujaba debajo de su camisa. Se devolvió al banco y sacó del bolsillo el celular ya inservible por el agua. De inmediato se escuchó un ruido espantoso como el de un choque de carros. Los curiosos se congregaron, sin ayudar. Renato se acercó con cierto temor y observó a un carro volteado que había chocado contra un poste frente a una panadería. Unos gritos salieron del interior del carro, la voz de un hombre, sin mascarilla, gritaba en agonía:
_ ¡Sáquenme de aquí por favor! Sus lamentos se interrumpían por una tos imparable.
Nadie se atrevía a cercarse. La gasolina ya se derramaba por el asfalto.
El herido aprisionado respiraba con dificultad, su pecho quedó aplastado por el peso de la carrocería. Algunas mujeres sacaban sus rosarios y empezaban a rezar por el moribundo.
Por resignación, más que por valentía, Renato se acercó al lugar con mirada autómata, se puso de rodillas metiéndose debajo del carro. La masa metálica comenzó a levantarse. Algunos hombres ayudaron a sacar al herido. A los pocos minutos llegó la ambulancia y el espectáculo terminó.
Renato fue a casa. Sentía haber estado en un mal sueño, estaba agotado. Tomó su celular y, luego de sumergirlo en abundante arroz un buen rato, trató de encenderlo. Lo que iba a hacer le helaba la sangre, pero quería saber la explicación de tan bizarros sucesos. Encendió el celular, ubicó el número telefónico y lo buscó en páginas amarillas. Luego de un momento lo encontró, le pertenecía a una mujer: Rita Mandiego. Llamó a la recepcionista del hospital y le pidió ayuda sobre ese nombre. Al rato la recepcionista lo llamó:
_Señor Renato, debe haber un gran error, la escritora Rita Mandiego, la propietaria del número que usted dice haberlo llamado, murió en la madrugada del día de ayer, víctima de la Pandemia, lo siento mucho.
Renato, se sentía mejor, con mucho sueño, sin fuerzas. Por primera vez albergaba paz en su corazón. Se sentó en el sofá, comenzó a dormirse, rodeado de libros y cantos de pájaros cuya melodía le parecía celestial; solo le deleitaba el placer de recibir la siguiente llamada.