El Olivo
Por: Julián Ayala Armas
Escritor y periodista. Islas Canarias
De mi viaje a Macedonia este verano me he traído un olivo. Es un esqueje de un árbol tres veces milenario, a cuya sombra el gran Alejandro cuando niño, muchísimo antes de convertirse en una marca de mantequilla griega, soñó la conquista del mundo. Al menos eso dijo el alma generosa que me lo donó, un viejo pastor de la región de Pella, cuyas aceitunas y sensibilidad compartimos mi compañera y yo un día de brisa caliente como el aliento de un dios sin amor.
El árbol de donde procede este pequeño brote puede ser descendiente — ¿por qué no? — del olivo que Atenea hizo nacer en la Roca Sagrada de Atenas y a cuya sombra, junto al viejo templo de Erecteo, descansaron los peregrinos durante los siglos de esplendor de aquella ciudad que fue luz del mundo. Infinidad de acontecimientos se han sucedido a lo largo de su vida, mientras él, ajeno a todo, daba regularmente su fruto. Dinastías sangrientas — la del propio Alejandro la primera — reinaron y desaparecieron en el torbellino sin pausa de la historia. Numerosos ejércitos acamparon bajo sus ramas y, si observáramos con atención su tronco rugoso, seguramente encontraríamos vestigios de alguna de las inscripciones talladas a punta de espada por los soldados de las falanges de Perseo o de las legiones de su vencedor, Paulo Emilio. Quién sabe si cavando profundamente al pie del árbol no hallaremos prendidas en el laberinto de sus raíces algunas monedas de otras épocas: quizá un tetradracma de plata con la efigie de un rey olvidado a un lado y una victoria áptera al otro, tal vez un besante áureo de cualquier autócrata bizantino de ojos saltones, o incluso algún humilde óbolo caído de la mano de un esclavo.
De momento, he colocado el esqueje en una maceta para trasplantarlo cuando vaya al pueblo en el pequeño huerto de la casa de mis padres. Allí retoñará el olivo milenario, cobijado por las sombras amables del níspero y el naranjo de mi infancia. Dentro de unos años él también esparcirá su propia sombra y con ella dará las primeras aceitunas, de las que extraeré con una prensa manual el irisado jugo verde-dorado. Usaré este aceite para aliñar las ensaladas especiales, las que se hacen para celebrar el olvido de alguna soledad, el reencuentro con algún amigo perdido, o simplemente el placer de sentirnos vivos y hablar de cosas banales mientras el mundo se desmorona a nuestro alrededor, sin que tengamos que reprocharnos otra cosa que nuestra incapacidad para evitarlo. En el gusto áspero del aceite mis amigos y yo saborearemos los efluvios humildes del viejo superviviente, la antigua sabiduría de la naturaleza que nos ofrenda lo mejor de sí misma con benévola indiferencia.
Pero la savia de este árbol ha absorbido también muchos horrores, y si algún adolescente ambicioso y cruel se duerme a su sombra una tarde de cualquier verano futuro, puede que sueñe que es Alejandro atravesando las puertas de Cilicia, arrollando a los persas en el Gránico, haciendo huir a Darío en Gaugamela, o entrando victorioso por la puerta de Ishtar de Babilonia y recorriendo, entre los vítores de la multitud, el gran Paseo de las Procesiones flanqueado por los leones esmaltados. Tal vez este sueño será decisivo para orientar su vida y quién sabe si, andando el tiempo, el joven durmiente se tornará un duro jefe de empresa, un político taimado, un escritor de bets-sellers o quizá, como el mismo Alejandro, un conductor de hombres, conquistador de pueblos y sembrador de desolaciones.
Quién sabe, quizá sea mejor que deje el olivo en la maceta…