El filósofo y la rana

Por: Anarae
Islas Canarias

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Un atardecer primaveral un anciano de espesa barba y ceño fruncido, que solía pasear con cierta frecuencia cerca de una charca de verdosas aguas portando un voluminoso libro, no por sus dimensiones sino por su densidad de contenidos, interrogantes, preguntas con respuestas y sin ellas, con máximas y pensamientos propios, ajenos y hasta disparatados, se sorprendía al observar como una minúscula rana, tras una ágil pirueta, se acomodaba entre las páginas abiertas de su tratado, mientras sus brillantes ojos saltones intentaban descodificar con asombrosa curiosidad los signos impresos sobre el papel.

El filósofo, después de unos instantes de incertidumbre y sin saber por qué, se dirigía en un tono magistral hacia el anfibio y las palabras comenzaban a revolotear sin cesar sobre el esponjoso crepúsculo. La minúscula rana intentaba digerir, desde su condición acuática, las reflexiones epistemológicas y se atrevía incluso con pasmosa soltura a rebatir algunos pensamientos del viejo sabio. ¿Quién lo iba a decir?

A mitad de esta inusual discusión, la rana dejaba con la palabra en la boca a su contertulio. Se zabuía en su charca de aguas pocas profundas, decoradas por nenúfares blancos, azules y rojos, en busca de un respiro momentáneo para refrescar ideas, charlotear con sus vecinos vertebrados y poder afrontar nuevos encuentros, que fraguaron afectos de amistad y respetabilidad entre estos dos seres opuestos, singulares pero diferentemente iguales.

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