El crepúsculo

Por: Manuel Ferrer Muñoz, PhD
España

Hace mucho tiempo que sigo la pista de Mario Vargas Llosa, cuya valía como escritor me cautivó en la medida en que fui leyendo sus novelas, algunas de las cuales, como La ciudad y los perros, Los cachorros o Lituma en los Andes me causaron en su momento una honda impresión.

Pero, aparte el talento de Vargas Llosa como literato o sus controvertidos puntos de vista en política, antagónicos de los socialismos que pugnan por abrirse camino en América Latina, me interesa mucho el personaje, el enigmático ser humano que subyace bajo una careta de aparente frialdad, compatible con un carácter educado y afable y una notable aptitud para las relaciones públicas que, sin embargo, deja traslucir un dejo de melancolía, arrepentimiento e insatisfacción, eco tal vez de una vida clavada en una dulce y oscura tristeza que todo lo embebe, aunque quiera disimularse.

Tampoco entiendo que Vargas Llosa y García Márquez, tan disímiles en las formas y en el fondo –más europeo y racional el primero, “palurdo de pueblo” el segundo, según propia confesión-, llegaran a ser amigos, aunque después, tras el famoso puñetazo en el ojo, se distanciaran; ni alcanzo a explicarme el porqué de la sorprendente candidatura de Vargas Llosa a la Presidencia del Perú en 1990, tan sólo comprensible en el contexto de un país que desde entonces ha visto encumbrarse a la más alta autoridad de la nación a las personalidades más rocambolescas.

Pero no vengo a hablarles de García Márquez ni de Vargas Llosa, y menos de Isabel Preysler, sino de la lectura que he ido haciendo estos últimos días de la historia de desamor (¿hubo alguna vez verdadero amor en esa relación?) que ambos –Preysler y Vargas- han protagonizado, en la medida en que esa experiencia decepcionante constituye un paradigma del desesperado e inútil intento del ser humano por perpetuarse en el goce de una constante satisfacción que ayude a sepultar recuerdos de un pasado lejano que sí se sustentó en un enamoramiento de veras.

El mismo Vargas Llosa develó esas claves en uno de sus últimos escritos, Los vientos, un relato sobre la soledad que probablemente traduce de modo anticipado su propia decepción amorosa y su nostalgia por Carmen Patricia, madre de sus tres hijos y el amor de la juventud y madurez que llenó su vida de una felicidad dilapidada después por esa desidia que impide a los seres humanos preservar lo que de verdad es valioso. ¿Quién no descubre en la mujer por la que el protagonista de Los vientos había abandonado a Carmencita, su amor de toda una vida, a la Isabel atractiva y encantadora, “reina de corazones”, amiga de la sociedad farandulera, que encandiló al escritor hispanoperuano?, ¿qué contenido autobiográfico tendrá ese relato de la vida de un hombre que se aproxima al crepúsculo de su vida, desilusionado y arrepentido de haber dejado a su esposa por otra mujer que, tras los centelleos iniciales, que lo deslumbraron, no deja de ser sino un representante arquetípico de la “civilización del espectáculo” que él desprecia?

Les dejo con estos pasajes de Los vientos, que responden a un sentimiento que muchos hombres y no pocas mujeres habrán alimentado dolorosamente:

 “De Carmencita, mi mujer por varios años, me acuerdo muy bien […]. Todas las noches, desde que cometí la locura de abandonarla, pienso en ella y me asaltan los remordimientos. Creo que solo una cosa hice mal en la vida: abandonar a Carmencita […]. Es el único episodio de mi remoto pasado que mi memoria no ha olvidado; y me atormenta todavía, sobre todo en las noches […]. Abandonar a Carmencita es un episodio que me atormenta todavía. Nunca más volví a verla  […]. Nunca he podido recordar el nombre de la mujer por la que abandoné a Carmencita”. 

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