Portovelo. La casa vieja
Por: Rodrigo Murillo Carrión
Machala, Ecuador
Una estrecha calzada de piedra lisa.
Incrustada en el cerro,
protegida entre árboles y plantas,
una casa de madera esperaba.
A ella, exhaustos caminantes llegaban,
a su hogar, de visita o de paso.
El sendero iba mucho más lejos,
abriéndose paso en el bosque,
hasta perderse en los estratos
mitológicos de la tradición minera,
buscando las alturas donde
afloraban legendarias vetas de oro.
Caminantes de todo género y edad
lo recorrían sin padecer el cansancio.
*
Visitantes y peregrinos tenían
las puertas abiertas a toda hora,
en esa y otras casas de paz.
No se imponía el oprobio de los candados,
en el campo soberano de la confianza,
patentado para vivir la hospitalidad.
*
El paisaje de mi pueblo destacaba,
trazado de asimetrías y líneas curvas
que dibujaban los caminos y calles,
bordado de espesa vegetación,
articulado con escalinatas de piedra
donde la pendiente se hacía pronunciada,
ligeras casas de madera
y elegantes villas de hormigón.
No eran muchos los colores.
El verde nunca se opacaba,
el dorado salía de las minas
y se reflejaba en el firmamento.
De rojo y blanco se pintaba
la belleza en el espíritu de la gente.
Nunca faltó la luz para las noches negras;
tampoco hubo oscuridad.
El pueblo era lúcido,
su identidad le daba resplandor;
y en las noches de luna llena
una grandiosa pampa de tierra blanquecina,
encendía su fuerza, y brillaba,
como queriendo retener el día.
*
En el llano los caminos empezaban
rectos y dóciles,
cambiando de temperamento
a medida que serpenteaban
las colinas rebosadas por el viento.
Una calle, de la misma piedra del rio,
se prolongaba como un carretero,
extendido hasta las cumbres del pueblo.
Por ahí circulaba un pausado tránsito
de vehículos y mulas,
sin peligro para los niños,
sin ruidos para la noche.
*
Las construcciones, de madera
canteada con admirable precisión,
incorruptibles palos de guayacán
planchas de zinc y clavos de acero puro,
podían elevarse hasta formar
edificios de cuatro pisos.
Carpinteros de serrucho y de banco
disputaban el reconocimiento,
y expandieron su prestigio.
Trabajadores y mineros, gringos
y nacionales, dejaron sus testimonios:
*
Muchas décadas de prosperidad,
de estrictas disciplina y jerarquías.
Una reciprocidad universal para
que nunca faltara una mano de apoyo.
Sabias alianzas multiplicadas, haciendo
de argamasa entre las ramas
y raíces de una población que se integraba
bajo un himno solemne,
sobre una satisfactoria conformidad.
Y un pavoroso incendio.
Así resistieron las casas y sus gentes,
una comunidad afortunada,
donde se compartían el pan y la intimidad.
*
Años después, el desgaste
tenía carcomido los cimientos y
los inviernos pudrieron las paredes
de la vieja residencia familiar.
Había empezado a quejarse cada vez
que sus partes se desgajaban.
De impotencia temblaba el espíritu,
se desmoronaba con cada tabla.
El viento de agosto, antiguo aliado del clima,
ahora atacaba las curiosas ventanas.
Se deshacían como telarañas indefensas.
El piso, una perfecta obra de geometría,
perecía víctima de atroz debilitamiento;
humedecido por el llanto de la tierra,
se hundió con la nostalgia
de los acontecimientos y festejos
en que hizo de escenario.
*
Tantas visitas que recibió
durante medio siglo de apogeo;
testigo de varias generaciones
crecidas y maduradas bajo su techo.
Celebraciones relevantes o triviales,
detallistas, de elegante austeridad.
Comidas rituales para concertar
la distribución equilibrada de obligaciones
y derechos, y la renovación de lealtades.
Advenimientos y despedidas, risas y
lágrimas auténticas.
Infelices épocas de luto riguroso,
prolongado sufrimiento en vestido negro.
Conmociones o alegrías en el vecindario.
Días de gloria, de dolor y de lucha, de una
familia extendida, con lazos reales o ficticios, abierta a los amigos.
La reminiscencia prendida en cada
rincón de la casa.
Paredes mudas, puertas abiertas.
Todo quedó boca arriba.
Una burla del tiempo arremetiendo
a la solemnidad de una historia
que perdió su monumento.
*
Al final sólo quedaron las estacas,
pálidas señales de un lugar
que albergó a las generaciones de relevo,
en sus iniciales décadas,
y a los patriarcas en sus años finales.
No muy lejos, sin eco, desapercibidas,
aún repican las campanas centenarias
de la iglesia, herencia de una fe
que también se derrumba.
*
El viejo pueblo ya no existe.
Escasas construcciones sobreviven
doblegándose, al desembocar
en el régimen adusto de una
invariable entropía,
que a todo le impone un final.
Una ciudad ha tomado lugar,
con nuevas y desconocidas gentes;
solitarias, sin tradiciones, sin reglas;
la idolatría del oro y sus brujos
arbitrando el campo de la anomia,
tolerancia dislocada, sin bordes
y sin protestas.
Una tormentosa ilustración de
cómo se puede pasar de un mundo casi perfecto a la plenitud de una distopía.