Abuela

Por: Rubén Darío Buitrón
Poeta, periodista, docente, Ecuador

Que la muerte es un dolor solamente lo sabemos quienes nos quedamos acá.

Lo sabemos quienes permanecemos desde este lado de las cosas.

Lo sabemos quienes sufrimos la permanencia del vacío, la sombra de la orfandad, el abrazo inasible de la ausencia, la frustrante percepción de que lo impensable un día se convierte en la más brutal realidad.

Nos duele –desde nuestro dolor– lo que se ha ido para siempre, lo que ya no es, lo que ya no está y, sobre todo, lo que no nos acompaña.

Es el dolor desde nuestra soledad, desde nuestras carencias, desde nuestros remordimientos, desde nuestras culpas.

En lo más recóndito y secreto de cada uno quedan la inquietud, el misterio, la frustración.

La pregunta sin respuesta de todo lo que se pudo hacer por quien ahora nos falta, de todo lo que faltó expresar por quien ahora no está, de todo lo que ahora se valora una vez que se lo ha perdido, de todo lo que se pudo compartir y, sobre todo, de todo lo que se debió compartir, de todo lo que un día se volvió hueco y olvido sin que pudiéramos evitarlo.

Nos duele la soledad a la que nos enfrentamos a partir de esa muerte que generalmente la tomamos como inexplicable y, quizás también, como injusta.

La muerte nos conmueve y nos sacude y nos deja lacerados a partir de nuestras incapacidades y limitaciones, desde nuestra imposibilidad de revertir o completar lo que no hicimos a tiempo por quienes ya no están.

Cuántas veces incumplimos promesas y postergamos decisiones, cuántas veces decimos “esta vez sí”, pero dejamos los arrepentimientos para después, para ese después que nunca llega y que se nos queda como un sollozo acusador.

Pero hay otra muerte: aquella que es una celebración, una presencia vital.

Y eso lo saben aquellos a quienes acunamos en el lugar más tierno o cálido o importante o reservado de nuestra vida (el corazón, el alma, el espíritu, la memoria).

Por ejemplo, lo sabe mi abuela Michita.

Ninguno de nosotros recuerda que se fue hace tantos años porque en realidad nunca dejó de estar aquí, infinita y permanente en sus pequeñas lecciones cotidianas, tan cerca que cada día nos instruye y encamina, nos da luces y nos canta, nos abre los brazos y los abrazos.

La abuela nunca permitió que la llamáramos abuela.

Le gustaba que dijéramos su nombre y nos pedía que nunca dejáramos de acercarnos a ella cuando necesitásemos un refugio.

Un refugio donde protegernos de la autoridad paterna o del rigor materno, un hombro sobre el cual llorar las desavenencias con los hermanos, una taza de chocolate para combatir el frío, una ventana desde donde pudiéramos mirar cómo la lluvia golpeaba los cristales y descendía por la calle jugando a repartirse en pequeños riachuelos.

La abuela sonríe –seguramente está sonriendo–. Su trascendencia es una fiesta invisible a la que nos invita cada día.

Está lista para tendernos una mano y no le importa atravesar cielos y soles y venir hasta el otro lado de la orilla para leernos el manual de la alegría.

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