El lobo estepario y la aventura de sabernos vivos

Por: Manuel Felipe Álvarez-Galeano, PhD
Colombia

La felicidad y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables.
Albert Camus

Cuando alguien recomienda un libro, generalmente lo hace por atrevimiento, erudición o compasión; mejor dicho, es como dar un consejo. Recuerdo cuando recién empecé mi periplo por el mundo, en una suerte de insilio o autoexilio, cuyas explicaciones no caben ni son necesarias en estas líneas, a fin de que no se pierda el enfoque que, insidiosamente, quiero darle: rendir tributo a una obra que facilitó la necesidad de autoconocerme o tratar de desenredar, al menos un poco, ese costal de anzuelos que llamamos existencia. El lobo estepario, del Nobel alemán Herman Hesse era una de esas deudas pendientes y surgió como motivación para escribir una de mis novelas que, finalmente, vio la luz en 2015, mientras me recluí en una triste pero necesaria reclusión en una pensión de la Coronel Tálbot en Cuenca.

Publicada en 1927,  fue el reflejo más fidedigno de mi necedad de leer obras que traten lo bestial como forma de elaboración humana: ya había leído los bestiarios de Cortázar y Arreola, el Animalario universal del Profesor Revillod, las descripciones de la Expedición Botánica, de Humboldt, Mutis, Caldas y compañía, que me dieron la necesidad de retratar ese aliento salvaje que a veces nos invita no solo a escribir, sino a leer, en una especie de afán de reconciliación ontológica o, simplemente, por excentricidad. Ya había leído Siddhartha, del mismo autor, y me dejó la cita abierta que solo hasta entonces logré cumplir. Este encuentro de la prelectura —cuyo principal propósito siempre es la expectación— supo acompañarse armónicamente con Kafka.

El proceso de lectura tuvo una puerta de inicio provocadora, cuando abrió con un abordaje muy al sabor de Nietzsche: «Hay que estar orgulloso del dolor; todo dolor es un recuerdo de nuestra condición elevada» (Hesse, 2013, pp. 52-53). Supe, entonces, que este libro y este momento serían para mí. Remembró aquellas pústulas de Las flores del mal, de Baudelaire, que pondera al dolor como única nobleza y que, en un son de divina cristiandad, demuestra que la dignidad se entrecruza en esos instantes célebres y aventurados en que asumimos el sufrimiento como una actitud vorazmente humana y, por ende, reveladora.

Porque esto es lo que yo más odiaba, detestaba y maldecía principalmente en mi fuero interno: esta autosatisfacción, esta salud y comodidad, este cuidado optimismo del burgués, esta bien alimentada y próspera disciplina de todo lo mediocre, normal y corriente (Hesse, 2013, p. 63).

Me topé, así, con la anterior sentencia, justo cuando el narrador menciona su entrada al Teatro solo para locos, un espacio de reclusión donde convergen las humanidades más bizarras y escapadas de lo cotidiano y que, justamente, transmutan en una animalidad que supone la necesaria vinculación del ser con la esencia, como una sublevación sobre el espacio. Me acordé de aquellos tiempos en que, con la lectura de los poetas nadaístas, los panidas y los simbolistas franceses, sellé el pasaporte a mi etiqueta de la rareza; sin embargo, fue esta misma mi rescate; por ende, caí en la necia trampa de hurgar la vida de este autor para encontrarme con las casualidades de que Harry Haller tiene las mismas iniciales de Herman Hesse, la analogía entre su nombre y el de su equivalente Herminia, entre muchas otras que atizaron, en su momento, la molestia del alemán por la interpretación, arguyendo que no se trata de un texto autobiográfico, situación en la que no estuvo exenta la escritura de mi novela El lector de círculos, que surgió con base en esta lectura. Sin embargo, no tiene sentido esta vacuidad.

La noche, como un escenario de fecundidad inagotable fue el coliseo propicio para mis batallas emocionales en la escritura de la novela y fue, específicamente, la soledad quien me llevó a sazonar mi encuentro conmigo mismo, no sin el malestar que suscita tal confrontación. Fue cuando surgió: «Soledad era independencia, yo me la había deseado y la había conseguido al cabo de largos años. Era fría, es cierto, pero también era tranquila, maravillosamente tranquila y grande, como el tranquilo espacio frío en que se mueven las estrellas» (Hesse, 2013, p. 75). Estimé, de tal modo, que, tras esta fatídica insolación, también surge la dignidad de saberse vivo, mientras el mundo duerme. Esa ausencia, respaldada en los horizontes de la locura, demuestra una claridad que no logran fácilmente quienes simplemente viven con el ciego dictamen de lo corriente.

Tampoco con el suicidio, pobre lobo estepario, se te saca de apuro realmente; tienes que recorrer el camino más largo, más penoso y más difícil de la humana encarnación; habrás de multiplicar todavía con frecuencia tu duplicidad; tendrás que complicar aún más tu complicación. En lugar de estrechar tu mundo, de simplificar tu alma, tendrás que acoger cada vez más mundo, tendrás que acoger a la postre al mundo entero en tu alma dolorosamente ensanchada, para llegar acaso algún día al fin, al descanso (Hesse, 2013, p. 107).

Debo admitir que este fragmento es una invitación a mantener la cautela con que siempre he buscado trabajar mis escritos sobre la suicidología, no solo desde mis ensayos, sino desde mi investigación sobre poetas suicidas de América Latina, pues, con el apoyo en El mito se Sísifo, de Camus, Ese maldito yo, de Cioran, El suicidio, de Durkheim, entre muchos otros, he supuesto que dicho tema corre el riesgo de ser apologizado; sin embargo, la cita anterior me facilita el reconocimiento de que, justo en esa línea en que las personas se debaten entre renunciar a la vida o continuarla, se halla un devenir en que se puede desistir, eso sí, sin invitar —ni más faltaba— a correr riesgos.

También, este extracto me permite asumir la línea que se mantiene a lo largo de este libro: entender que en la confrontación del ser se encuentra el ensanchamiento espiritual que siempre es meritorio cuando se busca la solemnidad de simplemente levantarse. Podría leerse como un tipo de chocante libro se superación personal; no obstante, en este texto no se lee lo que se quiere leer, sino lo que nos salvaría, inexpugnablemente, de nosotros mismos, y para ello no se requieren frasecitas remendadas, sino cuestionamientos que exigen alargarse y para los que, por supuesto, necesitamos estar vivos.

Bibliografía

Álvarez-Galeano, M. F. (2015). El lector de círculos. Prometeo Desencadenado.

Arreola, J. J. (2015). Bestiario. Planeta.

Baudelaire, C. (2009). Las flores del mal. EDAF.

Camus, A. (1985). El mito de Sísifo. Losada.

Cioran, E. (2010). Ese maldito yo. Tusquets.

Cortázar, J. (2016). Bestiario. Alfaguara.

Durkheim, E. (2004). El suicidio. Estudio de sociología. Losada.

Hesse, H. (2013). El lobo estepario. Libresa.

________ (2015). Siddhartha. Debolsillo.

Kafka, F. (2012). La metamorfosis. Mestas.

Murugarren, M. (2005). Animalario universal del Profesor Revillod: fabuloso almanaque de la fauna mundial. Fondo de Cultura Económica.

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