Breve Antología Poética

Por: Julián Ayala Armas
Escritor y periodista. Islas Canarias

Mi anterior colaboración en La Clave fue un artículo extractado del prólogo a la tercera edición de mi poemario Los compañeros de Ulises. Me parece oportuno para que los posibles lectores y lectoras tengan una idea más completa del libro ofrecerles ahora una breve antología de su contenido.

LOS COMPAÑEROS DE ULISES

NO IMPORTA, compañeros, de dónde sople el viento,

sigamos navegando por el tiempo,

sin querer justificar en nuestros sueños

la aventura tenaz de estar despiertos.

Quién sabe si volveremos a Ítaca,

Donde teje y desteje sus días la dulce Penélope,

consolando su asediada soledad,

con eco lejano de un recuerdo,

pero muchas mañanas despertaremos,

felices y esperándolo todo,

en el país de los feacios o de los comedores de hierbas,

donde abundan el vino, el amor y la amistad,

A veces Circe, la Maga, nos hará volar como cerdos

Tras la estela solar de su sonrisa.

Alegres y perezosos, siempre amaremos las canciones y la conversación,

pese a la angustia de los amaneceres inciertos

y al hechizo falaz de las sirenas.

Pero Escila y Caribdis se encuentran

entre una y otra esquina de cualquier ciudad,

el ojo monstruoso del Cíclope vigila terrible nuestros pasos

y tras de cada ola, a la ida o a la vuelta del trabajo,

la salida del cine,

o en el tiempo azul y rojo de la tarde

acecha Poseidón con su tridente.

La soledad, el dolor y la muerte

aguardan en los abismos del futuro,

repartiéndose aciagos sus papeles.

Cuando lleguen, amigos míos,

no perdamos el tiempo implorando

a unos dioses crueles, sin oídos.

Antes bien, al Destino miremos cara a cara,

sin jactancia, como algo natural,

y al igual que en los tiempos más felices,

de un solo trago bebamos nuestra noche.

CONTRALUZ EN APOLONIA

EL OTOÑO ha pasado, pasando está el invierno,

pero tú permaneces en la luz del estío.

En tus ojos la risa se ha quedado soñando,

se guarece tu sombra en la sombra del pórtico

y en la piedra te fundes como una estatua antigua.

Acaricia la brisa las erguidas columnas

nimbadas por el Sol que corre hacia el ocaso,

mientras crece la hierba en las calles desiertas y

el paisaje se duerme como un niño pequeño.

Esta tarde sin fin bajo el cielo de julio

se ha parado el instante en su vuelo de pájaro

y ha dejado en el ánimo la impresión ilusoria de

que el tiempo no pasa, aunque siga pasando.

BRIGADISTAS

MARCHABAN COMO ÁRBOLES sobre la tierra dura.

El Sol caía a plomo tenaz sobre sus ojos

y llenas de un gran sol sus miradas ardían.

Traían en sus vastos y heroicos corazones

la fuerza sin furor de los viejos volcanes

y en sus manos abiertas la ternura del aire

que pasa entre las flores sin troncharles un pétalo.

Iban firmes y erguidos, sus grandes cartucheras

llenas de días bellos como las mariposas.

Valerosos y alegre con las luces del alba

las nieblas de la tarde les hallaron exangües

y las hierbas crecían en sus bocas abiertas.

Y aunque es triste decirlo hoy casi nadie sabe

Por qué a morir vinieron tan lejos de su hogar.

EN ALEPO

ESTE POEMA no es para Naram-Sin,

destructor de ciudades,

ni para el Gran Saladino

que reposa en Damasco,

ni para Baibars ”La Pantera”

que expulsó a los francos de esta antigua tierra.

Es para el hombre de gesto adusto

que se cruzó conmigo ayer

En la calle Gasshanin de Alepo.

Desde una ventana

una mujer le llamó al pasar

y él se volvió rápido,

iluminado el rostro por una sonrisa,

saludó levemente con la mano

y siguió su camino

arrastrado por el río de la gente.

Un hombre como tantos:

mediana edad, moreno, hombros caídos,

ni siquiera recuerdo su nombre,

pero llevó grabada su expresión cuando miró a la mujer.

Por esa efímera dicha

que derramó ante todos sin usura

escribo para él,

un desconocido,

alguien que pasó,

hermano en el amor y en la sonrisa.

NACIMIENTO DE VENUS

“Giurar potresti che del’onda usci<ssi

la dea premendo colla destra il crino,

coll’otra il dolce pomo ricoprissi.”

A. Poliziano

¿QUÉ PALABRA o qué mano o

qué ojos insomnes

no sueñan tu belleza

que otros sueños crearon?

¿Qué corazón innoble

no acelera su ritmo

ante tu dulce cuello,

ante tu larga crencha?

¿Quién te ve navegando en

la concha más frágil,

hija azul de las olas,

peregrina del viento,

y no vive el temblor

de tu alada tristeza,

la tibia transparencia

de la luz en tu piel?

¿Quién te vio, Simonetta,

en la tarde dorada

y no sintió el misterio

de tus ojos de hierba,

la secreta amargura

de saberte imposible?

NAUSÍCAA

NO ERES RUBIA ni bella como Helena.

No eres diosa de nube ni arquetipo,

eres tan solo una muchacha

que baila ausente en la playa.

En torno a ti la música se abre

y se cierra como el agua.

Transfigurada en fuerza natural,

en la espuma del ritmo vas y vienes,

brilla tu cuerpo bajo el Sol

y la danza forma parte de tu alma.

Mas cuando deja de sonar la música

recobras tu tristeza cotidiana

de pez sin luz arrojado

a la arena por un brazo inclemente de mar.

¡Oh, hermoso y grácil,

claro animal de juventud,

danza, danza en la infinita playa!

¡No te pares!

Y si tus ojos se cruzan con los míos,

pobre náufrago, mendigo de las olas,

no vuelvas la cabeza, no te vayas,

que vengo de muy lejos ya sin tiempo

y sin buscarte te hallo y no me encuentro.

EN EL AUTOCAR

LA TARDE HA ROBADO toda su luz al cielo

y ha puesto en tus ojos

y en la curva entre tus hombros y tu cuello

la nostalgia del perdido mediodía.

Las nubes son un sueño de los ríos

y los ríos un sueño del paisaje,

por las mansas colinas los cipreses

pasan negros e iguales como días.

A lo lejos la ciudad se desposa con la noche,

en el arco de tus pupilas duermen los horizontes.

AKRÓPOLIS

SABÍA QUE ALGÚN DÍA habría de verte

surgiendo entre las brumas de la historia,

arriba en lo más alto de la Roca,

sabía que aquí estabas esperándome

como un viejo recuerdo o como un sueño.

Han pasado los años y mi vida

ahogada en el remanso de los días,

vive tan solo ya para momentos como éste

en que de pronto apareciste

sobre lo oscuro del atardecer.

Doraba el Sol las pálidas columnas,

se sentaba en las gradas del teatro,

perfilaba el contorno de los frisos.

El mismo sol de antaño, confundido

con la sombra de oro de los plátanos,

con la luz del silencio y con la ausencia.

El mismo sol, la misma soledad

y entre las ramas de olivo espeso

la misma suave brisa de ottos tiempos.

EN LA ISLA DE CIRCE

LA PLAYA ES un gran arraclán de luz,

donde se apagan los pasos y las voces

y solo llega hasta el nivel del alma

el sonido muy tenue de un suspiro.

Tendido entre un tiempo y otro tiempo

el mar, monstruo joven, yace insomne.

Mezcla el Sol ojos y gestos

sitiados por el aire adormecido,

viejos y nuevos corazones como hormigas

con ladridos nerviosos de los perros

que nunca han visto romper las olas.

Pero no asume la tarde mi ventura,

ni la brisa como una gaviota

perdida en la curva del horizonte,

que se refleja y se confunde en la curva de tus ojos,

ni las caricias que de tus dedos penden

como estolas de un rito ancestral,

ni tus cabellos de algas ni tus pies de espuma,

ni tus pestañas como remos ni tus pechos de arena,

ni tu corazón latiendo en una gota de agua, en una pluma,

en el ojo sin pausa de un pájaro o un lagarto.

PUERTA DE LOS LEONES

AGAMENÓN ENTRÓ por esta puerta

el día de la noche de su muerte.

No protegieron los leones fieros

al que traía el peor de los estigmas,

fueron inútiles los gritos de Casandra.

Bajo el dintel le abrazó falsamente su mujer,

aquí se desató las sandalias,

por este camino subió, allí reconoció a un amigo,

en esta roca se apoyó un momento.

El pueblo le aclamaba con fervor,

hacían sonar sus bronces los guerreros.

A las puertas del palacio se volvió

y saludó a la multitud.

Después entró,

llegó al mégaron y sólo vio rostros esquivos.

Se sentó en su gran sitial y esperó,

mientras las esclavas preparaban el baño.

Egisto había terminado de afilar el hacha.

EL REGRESO

DIEZ AÑOS pasaste recorriendo un mar

que bastan diez días para navegarlo.

Mentira parece, fértil en perfidias

que tú hayas caído en esa burda trampa.

¿Para qué sirvió tu viaje, sabio Ulises?

A las costas de tu tierra arribas viejo,

te reconoce tan solo tu fiel perro

y tu esposa te da el arco porque cree

que tensarlo no podrás,

pobre mendigo, y ella al fin será libre de casarse.

No lo quiso la diosa que te ampara

y en el último combate te dio fuerzas

para matar a todos tus rivales.

Tu premio, una pequeña miserable isla,

una mujer sin deseo ni esperanza

y sangre, ríos de sangre, siempre sangre.

CRETA DESDE EL MAR

TODOS LOS AÑOS muere un dios

y es enterrado en la montaña.

Yo vi su tumba desde el mar

cómo cambiaba a la luz creciente

de un lívido amanecer de otoño.

Primero gris, allá a lo lejos,

sobre el bronce ondulante de las olas

la isla se acercaba lentamente.

Se agitaban fúlgidas las espadas del agua

e impacientes piafaban los caballos del alba

No tienen los árboles sombra

ni ventanas las casas desde el mar.

Sólo te miran las montañas,

el roquedal vacío de sus cuencas,

las oscas peñas donde duerme el dios

su sueño repetido año tras año.

CARTA DESDE EL INVIERNO

DESDE EL INVIERNO te escribo

con la luz del verano en la retina.

Mi corazón es un baúl inmenso

donde guardo fechas, imágenes, retazos de conversaciones,

un poco de tristeza, algunos libros

y muchos amaneceres y canciones: la risa de aquella muchacha

estallando como un relámpago en la esquina

al regreso de una tarde de domingo, la sorpresa de tu cintura en medio de la sombra

o el olor de los naranjos en Tinerhir.

El tiempo es una flecha que apunta siempre al mismo blanco

y es imposible con el agua vulnerada del recuerdo

crear un oasis en el desierto de los días.

Yo, que he dado vida a las piedras,

nada puedo hacer por ti y por mi en esta hora.

El hastío extiende sus manos sobre todas mis cosas

y el pozo de la memoria, como un mendigo avaro,

aunque acepta monedas no devuelve deseos,

Pasan nubes por el espejo y el invierno por las montañas

mientras te escribo esta carta truncada

que no sé si leerás algún día.

EL TRIUNFO

ENTRÉ EN ROMA por la Vía Nomentana.

La noche estilizaba los cipreses

vigilantes a ambos lados del camino.

¿Dónde el clamor del pueblo?

¿Dónde los senadores y los cónsules?

¿Dónde los otros grandes magistrados?

Sólo el silencio y una lluvia fina

acompañaron mis cansados

pasos hasta los altos muros de Aureliano.

Nadie tuvo que recordarme que soy mortal.

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