El poeta latinoamericano y su compromiso con la identidad

Por: Manuel Felipe Álvarez-Galeano, PhD
Colombia

En América Latina, lo maravilloso se encuentra en vuelta de cada esquina, en el desorden, en lo pintoresco de nuestras ciudades… En nuestra naturaleza… Y también en nuestra historia.
Alejo Carpentier

Latinoamérica es una niña sietemesina que fue abandonada en las puertas de un convento por sus padres cuando estos levantaron sus empresas. Ellos quedaron en bancarrota y no supieron saldar sus deudas, entonces le pidieron posada a su hija, cuando esta, ya hecha toda una señorita, tenía una pequeña huerta que ella misma labraba. Ella solo sabía producir sus alimentos con las bendiciones de la Pachamama, pero se dejó sorprender cuando sus padres regresaron y le regalaron un exuberante maquillaje que poco se parecía al rubor autóctono de los Andes. Le ofrecieron, además, novedosos aparatos, vestidos aterciopelados y de seda remendada. Ella quería divertirse un poco, entonces sus preocupados padres le prometieron una cita con un apuesto muchacho de ojos azules que tenía un sinnúmero de islas en los siete mares.

Ahora, si cambian el sustantivo «Latinoamérica» por «poesía» el paisaje es idéntico, también esta segunda es abandonada por sus padres cuando alcanzan la bonanza que ella les deja. Queda rezagada en un convento sin dioses y, cuando sus padres quedan en quiebra, y su producto capital, el ego, está en las cloacas del olvido, regresan para seguir explotándola cuando ella está ya muchachona y purificada labrando los paisajes que también la Pachamama le ha cantado con porros, gaitas, cumbias, y una infinidad siempre provocativa de ritmos.

Aunque bien, vale aclarar que hay un ego que puede asumirse como validez de un significado propio y vinculado con un proceso de lucha individual. De esta manera resumo la ingenuidad, característica común en ambas muchachas, y el mejor ejemplo de este flagelo lo presenta Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina, cuando traza sensitiva y exquisitamente las transformaciones que han pintado de carmesí nuestros ríos y desmemorias.

Si bien él hizo una negación exacerbada de las verdaderas responsabilidades de nuestro territorio, la poesía en su carácter emancipador también ha sufrido las inclemencias que los emporios económicos han dejado en nuestras montañas. A la poesía también le duele el Cerro del Potosí en Bolivia, cuando la explotación de la plata hizo que los ancestros fueran condenados al confinamiento. Sospecho que no es mera casualidad que aquella montaña que resguardaba en su vientre raíces y canales de plata tuviera el nombre de lo que representa nuestra masacrada identidad, un grito de tierra. Potosí pasó a llamarse con tal designación, ya que significa en quechua «truena, revienta hace explosión» (Galeano, 2011, p. 38), y con mayor causalidad aun cuando se divisa el Cerro Huakajchi, «Cerro que ha llorado» (Galeano, 2011).

La poesía, como vemos, es también una exiliada y, cual madre que gime en sus contracciones, gesta fluidos, solo que argentinos mezclados con tinta, para intentar metaforizar un poco. De esta manera, es imprescindible reconocer que, donde florezca el dolor, habrá poesía; no es procedente, por consiguiente, asumir que esta solo se emite donde hay escritura, ya que no debemos asociarla solamente a la educación prescriptiva que implantó la Europa conquistadora. Los indígenas precolombinos tenían claro el asunto cuando mitificaban el viento, la tierra, el agua y la colorida fenomenología de nuestra naturaleza.

Cuando el exterminio implantó a sangre y fuego sus ideales religiosos que sobrepasaban el principio de compartir las promesas de Dios, como lo hacía Cristo, el interés era claramente político. Los indígenas no escribían en el sistema de símbolos castellano, pero sí sabían hacerlo a través de sus rituales. Ellos sabían desde su resignado silencio el infierno que les esperaba, o como cita Galeano de Bartolomé de las Casas: «los indios preferían ir al infierno, para no encontrarse con los cristianos» (Citado en Galeano, 2011, p. 62).

El poeta siempre busca un principio del infierno, a veces inconscientemente, pero que finalmente lo lleva a develar los misterios de toda oscuridad, porque padece hasta el mismo tedio de ese ideario quimérico e indefinible que llamamos felicidad. Este hecho consolida, además, lo que afirma el poeta colombiano Jaime Jaramillo Escobar (2011): «Poeta no es el que escribe, sino el que tiene la revelación» (p. 30).

Invito, entonces, a que, en vez de cultivar una música engañosa surgida a partir de la forma, dispongamos los oídos del alma para escuchar lo que la tierra canta, las sonatas disonantes de nuestros paisajes, para revalidar esa identidad que nos fue raptada, y entender que el poeta, en vez de preocuparse por encontrar cocteles y recepciones donde podrá ser aclamado con esa hipocresía propia de los grupees intelectuales, debe asumirse en su papel transformador y tejer una verdadera historia que no sea trazada por imperio alguno, o simplemente revalidar la que no ha sido transcrita por la historiografía del poder.

Nace el siglo XIX y con él florece un ideal combativo hacia la identidad, es cuando se da en Latinoamérica la Independencia, pero ahora apenas comenzamos a entender el verdadero significado de esta, cuando la vemos más distante y nuestras mentes son gobernadas por las balas. En realidad, lo que se dio fue un cambio de imperio. El concepto de Independencia lleva en sus raíces el ideario siempre utópico de la libertad y, como las cosas indefinibles siempre nos son provocativas, debemos hacer lúcido en la literatura no el sueño americano, sino el latinoamericano, y solo es posible alcanzarlo cuando los poetas reconozcan su carácter de cantores de la vida y se olviden del mercantilismo poético y el arribismo. No es consecuente volar y conquistar el aire sin antes besar nuestra Pachamama.

Bibliografía

Galeano, E. (2011). Las venas abiertas de América Latina. Siglo veintiuno editores.

Jaramillo Escobar, J. (2011). Método fácil y rápido para ser poeta. Pre-Textos.

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