El fin de los tiempos

Por: Mateo Sebastián Silva Buestán
Director Colección Taller Literario, Cuenca (Ecuador)

En el fin de los tiempos las corrientes de los ríos se verterán con sangre de los dioses; sangre proveniente de sus yugulares, pues para un dios no hay mejor forma de despedirse que llevando, con su propia mano, un puñal directo a su nuez. La sangre, a fin de cuentas, desembocará en la vasta mar así que el blanquecino líquido se tiña en rojo. La naturaleza continuará su curso y de las nubes caerán desde pequeñas gotas rojas hasta diluvios inconmensurables de oxidante y amarga sangre, sustancia que ahogará a los estupefactos boquiabiertos que, vista al cielo, no podrán asimilar la sangre conversa en lluvia, no en vino. Morirán todos atragantados con lo que, supuestamente, debía otorgarles vida eterna.  

Resulta que los dioses habían prohibido el incesto, pese a que ellos fueron los primeros que lo cometieron, al notar que la endogamia terminaría por destruir todo rastro de su perfecta creación; lastimosamente, de retozo en retozo la Tierra se pobló de engendros que, de a poco, y con el paso de los milenios, se convirtieron en los amos de la parcela soñada por cuantas bestias extra-terrestres. Tarde llegó la prohibición, pues esos seres concupiscentes gozaban de su fertilidad de sobremanera y llenaban de vástagos, sin cesar, su caduca morada. Nada podía detenerlos, nada que no fuera el suicidio de sus creadores.

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