El último concierto de Luciano

Por: Luis Curay Correa, Msc.
Vicerrector UETS Cuenca (Ecuador)

-La concha acústica se ubica en una especie de planicie grande, el espacio se calcula para unas cinco mil personas, pero estamos seguros que ese número será rebasado hasta el doble. Imagina, diez mil almas coreando tus éxitos; será fiel muestra del amor del público que no ha disminuido en estos quince años de vida artística. Si todo sale como lo planeamos, la próxima parada la haremos en el Radio City Music Hall en New York; luchaste tanto por este momento, tu dedicación y entrega en cada uno de los escenarios que visitas te han consolidado en lo más alto de las preferencias musicales; claro está, no lo habrías logrado sin mi ayuda. -Ríe complacido el manager mientras explicaba los por menores del concierto al cantante.

-En eso te equivocas amigo, con tu ayuda o sin ella, iguales o mejores serían los resultados. Que no se te olvide que el que canta, baila, ensaya, se cuida y hace todos los sacrificios que esta vida exige, soy única y exclusivamente yo. El camino recorrido, no lo voy a negar tampoco, lo abonaste también tú. -Aguantando la carcajada al mirar la reacción de su amigo y apoderado, replicaba el gran Luciano para burlarse amistosamente de las ínfulas de triunfo con las que siempre le hablaba.

-¿Eso crees?, pues a ver si encuentras alguien que aguante tus insoportables rabietas y ese aire ganador que ya habrá alguien que te lo baje. -Con igual solemnidad, Santiago esgrimía, para al final terminar a coro en una sonora risotada.

De lejos se escuchaba el ambiente festivo que inundaba el lugar. Gente apiñada a la que no le importó trasnochar para conseguir los mejores lugares, hileras interminables de autos aparcados hasta en tres filas, revendedores de entradas que conseguían mucho dinero extra ofertando las localidades agotadas desde hace más de una semana, comideras apostadas en toda la circunferencia del lugar, vendedores que ofrecían linternas y manillas brillosas con las que el concierto nocturno ganaría toda la intensidad y fuerza necesarias, hombres y mujeres con playeras estampadas que mostraban retratos de Luciano en varias poses artísticas, grandes y rojos corazones pegados en cartulinas improvisadas con frases a ratos risibles: Soy Karen: 0994021330, llámame; Luciano tengamos un hijo…¿qué opinas?, Cuenca es tuya… y yo también, ¡Luciano estoy loca… la culpa la tienes tú, papasito! Los vidrios negros de la gran camioneta en la que Luciano se dirigía a cumplir con su trabajo, le daban la gran oportunidad de mirar sin ser visto; uno de los estratagemas de muy buen resultado, inventado por Santiago, consistía en poner señuelos: dos o tres carros en caravana con luces y sonido de sirenas abrían el paso, los fanáticos los seguían de manera frenética, lo que a su vez era aprovechado por el transporte verdadero, que ya con el camino libre, podía transitar con cierta tranquilidad; luego, aunque de rutas diferentes, señuelos y artista confluían en la entrada determinada por los organizadores. De ahí bastaba prepararse con una concentración que exigía ejercicios vocales, hidratación adecuada, vestuario, peinado y maquillaje. En estos trances, el artista solía mirarse al espejo con detenimiento para corregir cualquier minúscula falla existente, es cuando descubría una pestaña más rizada que la otra, algún rebelde cabello que no guardaba la armonía necesaria, o ese incipiente grano que había que ocultar; todo debía estar perfecto, su público lo merecía.

-Te lo dije, me quedo corto, como siempre. Son más de diez mil, amigo; no sé cómo le hicieron para ubicar tanta gente. Están de pie coreando tu nombre a toda voz. Los cantantes de apertura muy bien, prepararon el ambiente a las mil maravillas. Todo está listo. Sales y enamoras, Lucianito. Ahora todo depende de ti.

-Esta ciudad es bella, ¿verdad? Me gusta mucho. Cuando llegamos se veían desde el avión unas cúpulas enormes que sobresalían con gran belleza, los techos en su mayoría son de teja, su gente se adivina bondadosa, y por lo que me enteré, tiene lugares naturales maravillosos; habrá que visitarlos, Santiago, anota eso. Tendremos que volver algún día.

-Anotado. Ahora vamos de salida. Acaban de anunciar tu presentación y el intro ya casi termina. ¡Suerte amigo!

El marco era impresionante. Un escenario dividido en tres niveles le daba, a él y a sus bailarines, la posibilidad de combinar de manera majestuosa canto y coreografía. Una gran pantalla de forma rectangular ocupaba el centro, y otras dos ovaladas a los lados, de las que se observaban pendiendo las banderas del Ecuador y de Cuenca, garantizaban la proyección de los detalles del artista y su conjunto; las luces robóticas empezaron a alumbrar en rayos cromáticos todo el lugar y las imágenes, a enorme escala, promocionaban su nombre con intermitencias que provocaron un enorme griterío. La música empezó a sonar en compases sencillos. Aún no llegaba el momento. Cuando el espectáculo era energía, fuerza, luz, imagen y música, en un solo golpe de batería, todo cesó, la tiniebla era total; los espectadores empezaron a encender sus linternas y pulseras, gritaban el nombre de su ídolo reclamando su presencia. De pronto, se escuchó la primera línea de uno de los éxitos de antaño, mientras en contra luz, la conocida silueta avanzaba en medio de los vítores y los coros del público que reconoció la tonada, poco a poco, muy lentamente, se encendieron las luces y Luciano se observaba, micrófono en mano, maravilloso, enorme, total.

Una a una fue interpretada cada canción del repertorio de Luciano, en las más románticas su voz adquiría matices casi teatrales, el contoneo de su cuerpo, acomodado a la letra y al ritmo, transmitía un gran sentimentalismo, y, como se entenderá, las reacciones de los diez mil mutaban de un extremo al otro: a veces llanto, a veces risa, a ratos calma, a ratos frenesí. ¡Cuánto amaban a Luciano! Mujeres de todas las edades le lanzaban rosas y besos; los hombres, rindiéndose al embeleso de lo que sus ojos veían y sus oídos escuchaban, inclinaban su cabeza con disimulada reverencia, al tiempo que una sonrisa de aprobación indicaba el respeto por el artista. Las canciones rítmicas invitaban al desenfreno incontenible: coreando a viva voz los estribillos que la muchedumbre sabía de memoria, bailando sin detenerse a pesar del escasísimo espacio del que se disponía para intentar moverse, gritando, llorando, llamando, exagerando; todo estaba permitido, el ídolo estaba en la tarima, casi acariciando el cielo. Y él, más consciente que nunca, entregándose a su público, contestando los besos, devolviendo las rosas con sus labios estampados en ellas, recogiendo del piso los brasiers que las damas más entusiasmadas le envían, para enarbolarlos como bandera de triunfo y luego ofrendarlos de vuelta, como justo pago por tan grande cariño.

Sudaba de manera insistente, el despliegue físico era brutal, y la experiencia de tantos años perfeccionando lo mismo, lo obligaba a refugiarse tras el telón de vez en cuando; allí estaba una toalla de rostro para enjugar la fatiga, un cigarrillo siempre encendido para oculto, robarle una chupada, y una línea blanca sobre el cristal de la pequeña mesa para absorberla con ansias y descaro. ¿Quién le podría criticar por ello?, ¿acaso los diez mil que deliran de alegría?, ¿acaso sus padres que gracias a él salieron de pobres? Nadie. Lo aman, y los que no, al menos lo envidian. El saco refulgente de escarcha dorada fue desabotonado en medio de la histeria, la corbata negra de piedrecillas blancas lanzada a un costado, mientras, con insinuantes movimientos, solo quedaron tres botones sosteniendo la camisa a su torso enorme; el pantalón remangado a intervalos maliciosos, dibujaban la figura de macho bendecido; él lo sabía y con la diligencia del desconcierto, lo planchaba con la palma de su mano izquierda mientras los gritos se transformaban en aullidos salvajes. Así pasaron dos horas de bullicio y entusiasmo. La despedida demoró más de lo necesario, tres veces fue llamado nuevamente a la pista para cantar ¡la última! Por fin, el muchacho de la animación lo despidió de manera definitiva más por respeto que por ganas. Manos alzadas en mención al triunfo, besos volados, y un corazón reposado y agradecido fueron sus compañeros de feliz recuerdo hasta el camerino; no sin antes abrazar a Santiago con la fuerza de la amistad y a quienes lo acompañaron tras bambalinas para que el show, su show, salga como hubo de hacerlo: otro éxito total. Así, entre risas complacidas, una voz a punto de romperse, y el cansancio corporal que lo doblegaba, se refugió en el cuartito de camerino que le fue entregado con antelación.  

Su figura reflejada en el espejo le dejaba ver un cierto aire de tranquilidad, quizás hasta atisbos de felicidad. Esa era la careta que debía mostrar siempre, pero, una vez cerrada la puerta y la ausencia de todo su equipo de compañía, ya no era necesaria. Tras el maquillaje se escondían unas profundas ojeras que no eran más que las señales que le dejó la vida cuando buscaba ansioso, entre tantos rostros adulones, una pequeña muestra de sinceridad, ni siquiera cariño, peor amor, solo una minúscula cantidad de sinceridad. Nada más. Nunca la encontró, a pesar de hurgar entre todas las personas que pudo. Sin embargo, a pesar de la cruel escena, Luciano recordó con cariño a la mujer que le arrancó la vida, a la que intentó borrar con otros nombres, con otros cuerpos, con otras caricias, con otras voces; la vio en una mezcla de elevado amor y denodado odio. ¡Si me hubiese querido como yo, estaría a mi lado hasta ahora!, ¡cuántas veces la lloré hasta el cansancio!, ¡cuántas noches en vela descubría el alba con los ojos empapados!, algunas cicatrices son suyas, llevan su nombre y no puedo ni quiero borrarlas. Desde que la conocí le juré que lucharía por ella contra todo, que no declinaría ante nada y ante nadie para que sea la madre de mis hijos, para que me vea como un igual, porque siendo ella reina y yo vasallo, no encontraríamos jamás la estabilidad que tanto deseábamos. Era linda como la más bella de mis canciones, a ella me volqué, a ella me consagré; y en un jirón de tiempo, ni sabremos cómo ni cuándo, dejaba la que fuera nuestra casa para hundirme en la soledad de las multitudes. Y es por ti que no encuentro a nadie más, no la quiero, aunque me haga una falta atroz, prefiero honrar lo más hermoso que he podido experimentar con una absurda fidelidad. Se desencajaba con una velocidad austera mientras aún se escuchaban las voces fanáticas llamándolo; aparentando sus manos en un solo puño, aspirando con fuerza las letales lágrimas y girando de lado a lado el cuello de manera brusca, hubo de retomar la mentirosa figura que lo lanzó a conseguir tantos logros, menos el amor ya perdido.

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