A qué jugamos

Por: Jacqueline Murillo Garnica, PhD
Colombia

Cortesía, El tiempo.

Los recientes sucesos de violencia en las calles de Bogotá ponen de manifiesto una situación que no sólo se salió del control de las autoridades, también revela la desprotección del ciudadano; en particular, del usuario del sistema de transporte masivo de la capital de Colombia.

No quiero hacer alusión a nuestra historia como un país donde ha fermentado la violencia en todas sus formas de abyección. Una sumatoria de ingredientes han ido generado un coctel letal de ira contenida por siglos, hasta lo que día a día conocemos como actos de barbarie en una civilización que no termina de asombrarse por la escalada de tragedias que van desfilando en los medios de comunicación y las redes sociales. Éstas más acuciosas y con la información en tiempo real de lo que sucede en la cotidianeidad urbana.

En las dos últimas semanas, dos jovencitas, menores de edad, han sido violadas en la capital del país. Dos actos repudiables que tienen en común los lugares en que ocurrieron (el sistema masivo de transporte urbano), a los ojos de los transeúntes, y la indiferencia que deviene del temor a perder la vida por evitar una situación de esa magnitud. La salud mental y los desequilibrios sociales cada vez más evidentes, el fenómeno de la migración y la incompetencia del sistema conforman una bomba de tiempo que estalla cuando nos enteramos de que, a escasas cuadras de nuestros refugios de cemento, una joven es ultrajada y sometida a vejámenes.

Dos hechos graves, que estremecen también por el desdén del sistema policial que no quiso atender la denuncia de una de estas jóvenes: primero, por no querer recibir la acusación porque en esa estación no recibían lo que le sucedía a una menor de edad; y, en el otro intento, porque no era de esa jurisdicción y se intuía que el criminal era mayor de edad. ¿A qué jugamos?, ¿cuál es el rol del servicio de policía de la capital de Colombia?

La histeria individual y colectiva llega a extremos impensables cuando uno de los sindicados es ajusticiado en una estación de policía. Matar a un hombre dentro de una URI (Unidad de Reacción Inmediata), resulta paradójico y nos lleva a concluir que el sistema no está cumpliendo con su función.

No quiero referirme a los colectivos feministas, que salieron a protestar por lo ocurrido, y dañaron varias estaciones del sistema masivo de transporte, ni a aquellos que defienden a las minorías. Sólo intento concentrarme en lo absurdo de la realidad, y llamar la atención sobre los extremos a que hemos llegado en un país que no ha superado su historia de violencia contenida ni sus complejos sociales.

La agresividad en el lenguaje es otra de las constantes que contribuye a alimentar este caldo de cultivo, y la intolerancia con el otro es un ingrediente más que se suma a esta penosa situación, pero ¿a qué jugamos como sociedad cuando no contamos con la protección del sistema policial y judicial?

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