Tú no eres de aquí
Por: Manuel Ferrer Muñoz, PhD
España
Años y años de dar tumbos de un lado para otro. Aquí y allí permanencias en ocasiones prolongadas, y otras veces más breves, en lugares que expulsan a sus habitantes (por problemas sociales, crisis económica, inseguridad…), y en ciudades que atraen población que escapa de donde es rechazada. Observaciones practicadas en tres continentes… Y ahora, el regreso a la tierra natal, empadronado con mi familia en un pequeño pueblo cercano a la capital de provincia en la que vine al mundo.
Compañera inseparable de tantos viajes ha sido siempre la alegría de conocer nuevos mundos, de abrir los ojos a tanta belleza que ni siquiera el torpe empeño del hombre ha logrado destruir, de admirar la riqueza interior de gentes maravillosas, de haber hallado el amor. Y, siempre, el mismo estribillo, la cantinela que no cesa: con la gente de afuera llega la delincuencia, el desapego a las tradiciones, la constatación de que peligra todo un estilo de vida ancestral por la contaminación de ésos que llegan, ávidos de hacerse con lo nuestro, de arrinconarnos en nuestros propios hogares, de implantar costumbres nuevas, de alborotarnos con sus ruidosas reuniones.
—Como no eres de aquí, estás invadiendo mi espacio ciudadano. Aunque no eres de aquí, quizá te soporto y te tolero, pero no te incluyo. Los de aquí ya cerramos en nuestro derredor anillos protectores, herméticos, que te excluyen y te dejan fuera. Compóntelas como puedas. Construye tu vida en el gueto, con los tuyos, pero no pretendas inmiscuirte en nuestras cosas. No te me acerques ni me contamines, permanece aislado en tu lazareto.
—Si no sólo no eres de aquí, sino que incluso vienes de ‘allá’ (de países latinoamericanos o del saqueado continente africano), la cosa empeora y se hace preciso extremar la precaución. ¡Vienes a robarnos un puesto de trabajo! ¡Has tumbado los salarios con tu competencia desleal! Como somos frontera de la Unión Europea y guardianes de la civilización, nos corresponde alzar muros, levantar vallas de doble o triple reja, rematadas por punzantes concertinas. Es nuestra responsabilidad colectiva, el rol a que somos convocados por la historia.
Y, sin embargo, ese conjunto de prejuicios y de prevenciones no deja de constituir un monstruoso e irracional disparate, levantado desde la ignorancia. ¿Acaso desde que hay hombres sobre la tierra han permanecido éstos alguna vez enterrados en agujeros? Asumida la consustancialidad a la condición humana de esa tendencia irrefrenable a la búsqueda de nuevos horizontes, a la acometida de aventuras no experimentadas antes, no deja de sorprender que todavía hoy recelemos de ‘los otros’.
Y no hablo aquí de políticas migratorias, que no es el caso que me ocupa. Me refiero al hombre y a la mujer comunes, que viven en grandes ciudades, en pequeños pueblos o en minúsculas comunidades rurales. Parapetados a veces en un hipócrita discurso sobre la necesidad de ‘ordenar’ las migraciones, muchos empleadores recurren bajo cuerda a mano de obra semiesclava y, por ello, más barata, en tanto que los propietarios de esas manos –que tienen alma, esposa, hijos, sentimientos…- consiguen un permiso de trabajo que tampoco resolverá sus vidas, aunque proporcione una relativa tranquilidad de espíritu y la apariencia engañosa de que, con el fetichismo de los ‘papeles’, arrancan los buenos tiempos, relegada al pasado la angustia de la clandestinidad, el temor a la expulsión.
Por supuesto, habría que considerar numerosas excepciones a ese proceder explotador y atender también a las condiciones en que operan las contrataciones, inasumibles muchas veces para los empresarios por la fuerte carga impositiva que comporta la vigente normativa laboral: pero ni siquiera esto les exime de responsabilidad moral. En todo caso, no hay que preocuparse, para todo hay solución, y basta ocupar la mente en otras distracciones, elaborar un discurso político ‘responsable’, atribuir la culpa a otros para descargar la conciencia. Y aquí paz y después gloria. A fin de cuentas, ¿quién mandó a esas gentes meterse donde no son bienvenidas?
Finjamos que todo va bien, que el nuestro es un país integrador y hospitalario, que nos regimos por la igualdad de oportunidades, que no hay enchufismos, que los concursos abiertos por las instituciones excluyen favoritismos previos, porque los requisitos que se estipulan no trazan un retrato-robot del perfil del ‘precandidato’ cuya promoción se proyecta.
Engañémonos con ficticia apertura y cordialidad hacia esos ‘otros’ que, en el día a día, nos resultan tan incorpóreos, tan invisibles que pasamos a su vera sin mirarlos, sin saludarlos, sin caer en la cuenta de que, tal vez, les agobian el sufrimiento, la incertidumbre o la nostalgia (porque también ellos tienen patria –o matria-, que dirían ‘ellas’, tan bellas).
Aparentemos que esas otras personas sirven para algo más que para un conteo estadístico y para incorporar al imaginario colectivo la noción de una seguridad amenazada por gentes como ellas. Obsequiémoslas con fiestas gastronómicas que les permitirán alardear por un día de su cocina tradicional. Aplaudamos su música y su danza, que dotan de colorido alguna que otra episódica celebración. Manifestemos nuestra conmiseración sincera cuando la televisión trae ante nuestros ojos imágenes terribles de ahogamientos en el Estrecho de Gibraltar o en el brazo de océano que separa las Islas Canarias de África.
Tras esos ocasionales efluvios emotivos, que esponjan nuestros corazones y arrancan alguna que otra piadosa lagrimita bonachona, recuperemos el uso de las anteojeras y retornemos con realismo a ese día a día que nos pertenece en exclusiva y que no deja cabida para el otro.
¡Qué bonito programa de vida!
Punto por punto este continuo de realidades son vergüenzas, unas vergüenzas que engordan inevitablemente cuando tienes hijos y sabes lo que le estás ofreciendo. Si ya para un adulto con miras son tristes los hechos relatados, desconsolador es darse cuenta de que generaciones venideras no serán mejores.