Nombre

Por: Julián Ayala Armas
Escritor y periodista. Islas Canarias

“Si (como dijo el griego en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa,
en las letras de rosa está la rosa
y todo el Nilo en la palabra Nilo.”
Jorge Luis Borges

En estos momentos alguien está pronunciando tu nombre en cualquier lugar del mundo: lo susurra una muchacha al oído de su amado, lo grita una madre que llama a su hijo pequeño desde la ventana de su casa, lo solloza alguien inclinado sobre el cuerpo yerto de un ser querido. El nombre os vincula a todos: a ti, al amante, al niño, al muerto y a quienes los están nombrando. Incluso a quien lea lo que ahora escribes.

No tenemos opción a escoger lo más importante: la propia vida, que es la fuente de todo nuestro acontecer, y el nombre, que es la forma de distinguir nuestra vida de las otras y vincularla con ellas. Ambas cosas se las debemos a la suerte. De los millones y millones de combinaciones genéticas posibles el azar decidió la que dio vida a tu vida. De las infinitas combinaciones verbales alguien, movido quién sabe por qué caprichosa circunstancia, escogió la que habría de distinguirte entre todos los de tu especie. El milagro es un fenómeno más cotidiano de lo que solemos creer.

En un intento de poner orden en este universo donde impera la casualidad, los antiguos, creyendo que el alma de las cosas residía en la palabra que las nombraba, ponían a sus hijos el nombre de algún antepasado ilustre, para que a través de él se transmitiera al recién nacido el valor, la sabiduría o la santidad del héroe. Así mismo, en arcaicas tablillas de barro cocido se ha descifrado la creencia sumeria, llegada hasta nuestros días por caminos diversos, de que la capacidad creadora de Dios reside en su palabra. Nombrar es crear. En el principio –ya se sabe– era el Verbo.

Al margen de mitos y ritos, desde que el primer mono, modulando sus gruñidos logró hacerse entender por sus semejantes, la energía de las palabras llena el mundo, el sueño de las palabras puebla los sueños de los hombres, el perfume de las palabras integra en sí todos los aromas del pensamiento. Por eso, mientras piensas y escribes que alguien en algún lugar de la Tierra en este instante te nombra, nombrando a otro, sin saberlo, te vinculas a ellos, aunque no los conozcas, aunque no te conozcan, aunque carezcan incluso de rostro y de sonrisa. Tú mismo estás creando en estos momentos a los amantes felices, al niño travieso y a su madre que lo llama, al muerto y a quien sin consuelo llora por él. Tú eres todos ellos y todos ellos son tú: niño, amante y muerto.

Así, azarosamente, casi sin darnos cuenta y algunos siquiera sin saberlo resulta que, por la magia de una sola palabra, un sencillo nombre común a millones de personas, estamos creando un mundo.


(*) Naturalmente, aunque lo dijera Platón y lo repitiera Borges, esto no es así; pero suena bonito. Platón identificaba en la ‘Idea’ lo bueno, lo verdadero y lo bello. La Modernidad echa abajo esta fusión insostenible, pero al mismo tiempo cae en el exceso de romper los tensos vínculos que deben establecerse entre bondad, verdad y belleza. Y añadiendo utilidad y justicia, para incorporar los ámbitos de la economía y la política a los de la epistemología, la ética y la estética… Pero este es un tema abierto e inconcluso, sometido a múltiples y muchas veces interesadas interpretaciones.

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