Seguridad social

Por: Luis Curay Correa, Msc.
Vicerrector UETS Cuenca (Ecuador)

La ambulancia va dejando un reguero sonoro. Las calles empapadas por la lluvia, son devoradas por las oraciones y las lágrimas de los dos ancianos que acompañan al enfermo: setenta y seis años son pesados fardos cuando el corazón falla. Lúgubres ojeras son besadas por la esposa que le ruega no irse, palabras de aliento disimulado se mascullan con una fuerza inexistente. No te vayas amor, no me dejes, vas a mejorar, verás que sí. Hermano, tranquilo, ya estás en manos de los médicos, esto no será más que un triste recuerdo, dice, casi sin fuerzas, el otro acompañante.

Al llegar la realidad es otra. No existen habitaciones disponibles, los médicos no se dan abasto para atender a todos los casos emergentes que pululan en los pasillos del hospital, medicinas escasas o inexistentes, caras de angustia que reciben negativas a sus justos requerimientos. Entre los galenos, una de muy buen corazón aconseja: mejor llévenlo a una clínica, aquí en el IESS se va a morir, esperen que lo estabilicen y mejor lo sacan a otro lado, un paro del mío cardio no es broma, necesita atención urgente, el médico especialista llegará en tres días en el mejor de los casos; será más costoso, pero la vida no tiene precio. La desesperación obliga: no importa, como sea hemos de hacer, mis hijitos no dejarán que su padre muera, venderemos lo poco que tenemos, lo que podamos, no me quedaré sola; ¡me lo llevo! Esa ya es responsabilidad suya, el paciente está en estado crítico, puede morir en el trayecto; así vocifera la encargada mientras se va llevando, en una forma firmada, los restos de esperanza que quedan.

Atención inmediata, una operación oportuna, dos días en cuidados intensivos y dos más en observación, le arrebatan a la muerte una víctima más. Luego, con igual pena, recibe la consorte, la factura por aquella ayuda. Un papelito asesino tiembla entre las manos de la mujer: treinta y cinco mil dólares, se leen en números remarcados.

El hermano, que no tiene vergüenza en sus palabras, grita al otro lado del teléfono: en serio, ¡tanto así! Pagamos, durante toda una vida, una seguridad social que no sirve más que para alimentar la codicia e injusticia gubernamental; ¡qué indolencia, carajo!, ¿y ahora?, ¿cómo va a hacer esa pobre familia?, ¡si tuviese dinero suficiente, yo le pagaría la cuenta a mi hermano¡, ¡pero no lo tengo, mierda, no lo tengo! Un temblor de impotencia sacude todo su cuerpo, quiere aguantar las lágrimas, quiere hacerse el fuerte, pues debe promover la tranquilidad en momentos difíciles. Al final, ahogado por sus preguntas, atormentado por las inseguridades, gruñe con asco desde sus adentros: ¡En este país, salvarle la vida a un ser querido, es otra forma de morir!

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