Extractos escritos de un óbito periplo
Por: Mateo Sebastián Silva Buestán
Director Colección Taller Literario, Cuenca (Ecuador)
Esta es la casa de los que no tienen nada; hogar de los desamparados; terruño de los convalecientes; tierra de los marginados; ciudad desierta de las víctimas; país del olvido, de tumbas sin nombre; sinsentido de las vidas.
Este es no uno de los cientos, sino uno, apenas, de miles de trágicas y fatídicas historias de esos que sobran, de los que, si se van, no regresan y si vuelven, yacen como muertos: complicados, cansados, deshechos.
Compartimos, todos, esas iniciales puestas en nuestras frentes, esa sangre variada y ese epitafio en nuestro color de piel: América Latina. Condenados nacimos, vivimos soñando molestas utopías que ciegan el raciocinio común y, cual morfina, adormece nuestras aspiraciones. Algo compartimos, aunque seamos más de un veintenar de pueblos y miles de naciones arrinconadas al sur de los del norte, porque incluso nuestra puntilla extrema es el ¨sudaca¨ y la espesa selva.
Él -así sin nombre, porque este es el testimonio de muchos- decidió partir para, según su errado criterio, tener un mejor estilo de vida. Las cuentas diarias, semanales, mensuales, anuales ya no aguantaban un préstamo más, ni una prórroga extra de hipoteca. Los ladrones de traje embargarían sus muchos pocos bienes y más de un infante pasaría, de inmediato, a situación calle. Visto así, era la cárcel, el suicidio, adentrarse en el mal llamado ¨bajo mundo¨ o ejecutar la idea de su viejo conocido de ¨pegar el brinco pal otro lado¨, donde la flameante águila, sin duda, mataría al vetusto cóndor, tierra esa de dormilones-soñadores y hogar de los dizque-valientes.
Así lo decidió. Los inconvenientes empezaron desde el principio, el dinero, la plata para arriesgarse a tan osado viaje no podía obtenerlos de las agencias legales, razón por la que acudió a esos usureros: los afamados ¨chulqueros¨, mini mafiosos con más inferencia y contactos que la mismísima clase política de este desangrado país. América Latina tiene las venas abiertas a causa de ese monstruo que vive en cada casa, en todas las esquinas, en cada rincón en el que tenga cabida la abyecta ¨viveza criolla¨, conocida a día de hoy como corrupción; digna herencia de los descubridores que trajeron en sus naves a vaya D(d)ios saber quién.
Además de que la casa de Él estaba prendada dos veces -una al banco, otra al chulco- estos afamados personajes tuvieron la lozanía de amenazar a su familia de muerte si, por un maldito tal vez, no alcazaba a pagar lo adeudado.
El periplo, pues recorrería gran parte de esa hilera de países ubicados entre las pacíficas guerras y las atlánticas batallas internas, estaba programado para el último día del mes de la mitad del año veinte y veinte. En una putrefacta y acartonada maleta Él llevaba nada más que dos paradas de ropa cómoda y desgastada que, casualmente, eran sus mejores telas, además de un retrato de sus insanos hijos, su descuidada esposa, su carcomida madre y un padre hinchado de bilis a causa de esa dulce bebida que mata de a poco.
Del sur del país de la mitad se dirigieron, Él y otros sin oportunidades, hacía el vecino territorio que de mejores condiciones no daba señas, a razón que el pueblo empezaba a encender las antorchas en aras de una muy ansiada libertad. Largas horas de viaje en la parte de carga de un sucio camión Él las pasó entre risas nerviosas y bebidas relajantes con sus nuevos ¨colegas¨ de ese oficio intitulado migración. Ya allá, la tierra es más caliente, las cosas más destapadas. Ellos, serranos cordilleros, llegaron adormecidos y pernoctaron en vela. No había mucho que hacer allí más que pasar la noche para en la siguiente alba dirigirse, en camión, al país de los panamás que, curiosamente, son productos de esta patria también. Dos días y medio duró aquella intrépida subida del sur al noroeste colombiano. Esas horas ya no fueron relajantes ni llenas de risitas, la incomodidad y la incertidumbre se iban apoderando de sus vacuos cuerpos.
Pasaron al estrecho Panamá: soborno por aquí; soborno por allá. Ahora los viajes se hacían en lanchas, pero esos barquitos solamente caminaban por la noche; así que, el viaje del sueño americano se empezaba a tardar aún más de lo pactado. De Panamá a Costa Rica, que de rica no tiene mucho, sus macilentos y aguzados rostros empezaron a dar muestras de rendición y así lo hicieron: más de uno quedó disperso, tal gitano, en diversos puntos de la América del centro.
El grupo que logró sobrevivir a estas y nada venturosas odiseas chupó cana en Managua. Allí, con un calor insoportable y un olor abominable, escribieron sus nombres en esas pestilentes celdas que otro reo no aguantaban. Al salir, no les devolvieron ni los zapatos, andaban descalzos por la ciudad en busca de su guía, porque ya bastante habían avanzado y soportado como para desfallecer en ese inhóspito terreno. La sed, el hambre, las pesadillas, la claustrofobia y la agorafobia hacían temblar los huesos de nuestros andantes.
Al fin, una parada medianamente segura en Honduras. Los transeúntes pudieron recargar energías, pero no hacer ninguna llamada ni contacto alguno con quienes fueran ajenos a ellos. Aquel país, sorprendentemente, lo atravesaron sin mayores problemas, por tal motivo el golpe anímico fue un pelotazo de subida para Él y ellos.
Arribaron después de varios días y muchísimas noches en Guatemala, donde todo fue, como dice el coloquial dialecto, para Guatepeor. Fueron víctimas de secuestros fingidos, extorsiones falsas y en suma de ser molidos como ciberas, les dejaron sin pelo en las barbas. Sin embargo, nada de esto importaba, el sueño todo, absolutamente todo, lo valía. Por las noches, Él soñaba con esos altos edificios llenos de luces que tanto le habían contado, añoraba adquirir un trabajo y con su primera paga comprar muchos regalos a los que acá se quedaron. Desafortunadamente, la cosa no pintaba bien para los que deste lado del mundo se quedaron.
El aprendiz de coyote, el guía, había cumplido su misión, los llevó hasta México. Allí los aguardaba el experimentado y muy lacrado gran maestre de los humano-traficantes. Resulta curioso preguntarse y reflexionar sobre el origen de este popular vocablo -coyote- para referirse a la persona que se dedica a introducir indocumentadamente a sus paisanos en la tierra del Tío Sam. ¡Vaya profesión! ¿Se necesita un título de tercer nivel para ejercerlo? ¿O basta con una acreditación empresarial? porque la paga es muy buena y plazas de trabajo seguro hay.
Para sorpresa de nadie, en México la situación se puso color hormiga, otra vez es interesante hallar la relación entre este color y su designio para las cosas negativas. En la tierra de los sombrerones, los andantes pasaban de estado en estado sin distinguir el uno del otro, ni el guacamole del chile. Pasaron encerrados varias semanas, debido a un problema de ni sé qué grupos de los vigilantes federales. Él estaba por tirar la toalla, no podía dar un paso más, necesitaba a su familia, pero las llamadas seguían, como las bebidas alcohólicas en tiempos añejos: prohibidas. De todos los migrantes, unos quedaron seleccionados para mulas, otros fueron dados muerte por pasarse de insolentes y preguntones. De los pocos sobrevivientes, la mitad murieron ahogados en ese caudal que se ha llevado la vida de incontables almas. Un cuarto de los todavía -nadie sabe cómo- vivos fueron detenidos en la zona limítrofe. Y un cuarto del cuarto llegaron, muy irónicamente y por desérticos caminos, ¨a salvo¨ a Nuevo México. Cruel sarcasmo el arribar a uno de los cincuenta estados con el nombre, plus un ¨nuevo¨, del país que tan mal los había tratado.
Mientras todo esto se desarrollaba en tierras lejanas, acá, la familia de Él, la pasaba fatal. Los padres de Él murieron: el viejo finalmente perdió la batalla contra el vicio y la vieja murió de pena. La esposa e hijos de Él quedaron en el total desamparo. Los chulqueros de aquí no conseguían contactarse con los de allá. Entonces, no tuvieron más remedio que despojar a los morosos de de las poquísimas muchísimas pertenencias. Eso fue. La madre, desesperada, vendió su cuerpo y peregrinó de pueblo en pueblo.
Lo que a la familia del Él le pasó
Transcurría la húmeda y cálida mañana, como ráfagas de ametralladora los rayos del sol atravesaban la ventana y las deterioradas cortinas de la casa donde vivía Ella con sus hijos, domicilio ubicado en una zona marginal de la ciudad- puerto principal del país del norte, que en los mapas figuraba en el ¨sub- desarrollado¨ sur. Ella y sus tres crías apenas subsistían, víctimas todos de la injusticia social y de las vicisitudes de la vida que los dejaron botados.
Ella, guerrera incansable, día a día salía como vendedora ambulante de aquel fruto propio de la región: mango. Aquella mañana notó algo inusual en el movimiento habitual del vecindario donde trabajaba: calles desoladas, comercios cerrados, ningún claxon y gente huraña viéndola desde sus balcones y ventanas, vociferando amenazas y groserías en su contra. Ella continuó su camino en búsqueda desesperada por vender algo siquiera, a fin que sus niños coman más tarde. Pasose todo el día y parte de la noche sin hallar cliente alguno que salvara su atroz jornada. Regresó a su hogar con una murria propia de funeral. Al llegar, sus hijos, aún despiertos y letargos por el hambre, pedían un bocado a la madre. Ella, compungida, cayó en lágrimas y pasó sumergida en sus cavilos el resto de la noche y madrugada, pero nunca se le ocurrió pensar el terrible plan que se horneaba en su contra…
Al día siguiente, una enardecida multitud aguardaba la salida de Ella. Esta, como en su diario vivir, despidiose con un beso en la frente de sus hijos que aún dormían como marmotas, apencanó su mercadería con la ilusión de que ese fuese un mejor día y salió. En esa lúgubre calle fue golpeada, apedreada e incinerada. El aire viose envuelto de un dulzón olor a muerte y la sangre se desbordaba por las paupérrimas alcantarillas, cloacas que atestiguaron el ruin y cobarde acto. Uno de sus niños caminaba descalzo sobre el piso de tierra, otro yacía absorto por la falta de alimentación y el hijo menor gritó el nombre de su madre a los cuatro vientos cuando atónito observó por la ventana, que los rayos del sol dejaba pasar, el cuerpo abrasado de Ella. Afuera una sensación de sosiego invadió el ambiente.
Ellos, al igual que Él, no tenían acceso a información, ni las posibilidades de acatar todas las disposiciones de los que están por encima de todos. El pueblo, concienzudo y torpe, invadidos de fervor e iracundos evitaron que la peste Covid se propague.
Nuestro querido Él se enteró de tan extravagante historia mientras observaba, en las calles de New York, el desfile de la ecuatorianidad.
FIN FELICE FINAL