La cueva de los murciélagos
Por: Luis Curay Correa, Msc.
Vicerrector UETS Cuenca (Ecuador)
El primero encendió una linterna, de esas con luces led, muy potente. Inmediatamente se alumbró toda la cueva. Ante la mirada de los excursionistas se desveló un mundo diferente, lleno de misterio y belleza a la vez. Era una gran cavidad, tan alta que se podía estar de pie sin dificultad alguna, tenía el ancho suficiente para poder avanzar en parejas, pero Juan, el más experimentado, sugirió que avancen en columnas de uno; las paredes estaban parcialmente cubiertas por musgo o raíces de árboles y plantas, por ellas se escurrían hilillos finos de agua, por tanto, el piso era un pequeño riachuelo cuyo tránsito cantarín acompañaba la travesía. No se veía absolutamente nada. La oscuridad circundante otorgaba al ambiente una carga de sobresalto.
– ¿Y si nos encontramos con algún animal peligroso? Me han dicho que las cuevas son el hogar de fieras y murciélagos. – Preguntaba Manuel, el más pequeño de todos.
– No seas miedoso, ya estamos en séptimo, pareces un pequeño de Inicial. Mejor avanza que tu desconfianza nos detiene. – Replicó Ana, la más inquieta del grupo.
– No hay de que temer, tranquilos. Ustedes tengan mucho cuidado al pisar, no quiero que alguien se lastime. Sería complicado ayudarlo en esa situación. Sigan la luz de mi linterna. -Animaba al grupo Juan, el que más experiencia tenía en excursiones de ese tipo y dueño de la linterna.
Los pasos de los pequeños se extremaban de manera cuidadosa. Alguna superficie resbalosa casi compromete la integridad de Ana, quien, con mucha agilidad, restablece la marcha. El cordel formado por tres intrépidos niños se dirigía hacia la salida de la cueva con un interés inusitado, todo lo que ocurría les llamaba la atención. Desde el techo oscuro de aquella bóveda bajaban, en figuras caprichosas, grandes formaciones calcáreas puntiagudas que debían esquivar con prestancia.
– Se llaman estalactitas. Son alimentadas por los vapores de agua carbonatada. Son enormes, ¿verdad? Tengan cuidado al caminar, pueden lastimarse si se golpean con alguna de ellas. – Aconsejó Juan a sus amigos.
Parecía que caminaban al revés, con los pies en el techo. Bajo las suelas se sus zapatos se escuchaba el crujido de hojas y ramas que bajaban como deshechos naturales por el pequeño arroyo; después de unos cuantos metros recorridos, veían las mismas formaciones de las que habló Juan hace un momento, pero ahora, nacían desde el suelo. Sí, tuvieron la impresión de colgar de la bóveda, pues el paisaje era muy parecido, solo que al revés.
– Somos vampiros, colgamos como ellos. –Se burló Ana agarrándose con los pies de aquellas protuberancias rocosas y extendiendo las manos como si fuesen alas.
– Esas son estalagmitas. A diferencia de las anteriores, crecen en el piso de la cueva, se forman con las gotas de agua que caen de las estalactitas. – Juan aclaraba la situación.
– Parecen dientes de cocodrilo. Entramos en sus fauces. Buuuuuu ¡Qué miedo! – Decía Manuel a sus amigos.
– Pobre cocodrilo, Manuelito. Si te devora quedará con hambre. Jajajajaja -Ana hacía una broma y la festejaban todos.
La caminata, a pesar de lo tenebroso del lugar, se hizo amena. Reían con cada ocurrencia dicha. ¡Mejor que este paseo, nada! Repetían la frase con insistencia, demostrando así, lo felices que estaban. La salida aún no se vislumbraba, pero Juan, conocía muy bien el lugar y calculó que luego de unos cinco minutos, podrán ver la luz que se filtra por la abertura a la que deben llegar. Como ya sabía que la valentía de sus compañeros se afirmaba en la luz de su linterna, se le ocurrió una grandiosa idea:
– Amigos no se asusten, parece que la batería está fallando. Nos quedaremos sin luz en poco tiempo.
– Noooooo, ¿cómo vamos a avanzar? Nos perderemos y no conocemos la salida. Es un desastre. Hay que pedir ayuda. – De manera desesperada, propuso Ana.
– Tranquilos, lo primero que hay que hacer es mantener la calma. Cuando la luz se extinga por completo, nos tomamos por la cintura y avanzamos paso a paso con el mayor de los cuidados. Voy primero, como hasta ahora. – Juan festejaba el alcance maravilloso de su broma.
Bastó con ir disminuyendo la intensidad de la luz hasta quedarse en total oscuridad. De manera inmediata se pusieron en alerta. La respiración se hacía mucho más acelerada. Había tanto silencio que se podían escuchar claramente los latidos de sus corazones. La alegría, de momento se transformó en angustia y preocupación.
– Uyyyyyyy, algo me rozó la cabeza. Escuché un chillido. – Manuel alertó a todos.
– Son murciélagos. Despreocúpense, jamás chocarán con ustedes. Se dirigen por un radar natural incorporado que les indica muy bien el camino. Lo que no les garantizo es que todos sean murciélagos. Entre ellos puede estar infiltrado un vampiro. Son más grandes y se alimentan de la sangre de los humanos, sobre todo de los que se pierden en esta cueva. No se separen y griten si sienten algo en sus gargantas. – Juan hacía esfuerzos para no reír por la mentira acabada de decir.
– Juan, no seas malo, por favor. ¿Cuánto falta para llegar a la salida? – Ana preguntó a su amigo con una expectación total.
Fingidos golpes en la linterna hechos por su dueño empezaron, en apariencia, a devolver la luz por escasos segundos. Era un flash que iluminaba escasamente la cueva. Se prendía y apagaba. Los momentos de luz eran aprovechados para afianzar sus pies al terreno con la certeza de hacerlo correctamente. En la penumbra, sus cuerpos se atrincheraban como esperando una colisión inusitada. Juan, reía en sus adentros. La salida estaba a la vuelta, a muy escasa distancia. Ahí podría mirar de mejor manera la cara de terror se sus amigos, festejaría la situación durante mucho tiempo. Repentinamente, el valiente bromista y sus ingenuas víctimas, se quedaron totalmente petrificados. En la pared anterior al recodo final, iluminado por los escasos instantes de claridad, estaba un enorme ser de capa negra, colgaba de una estalactita como si estuviese durmiendo. No tenía pies, eran garras de un tamaño descomunal. De su cabeza, también enorme, se adivinaban dos cuernos semejantes a los que poseen los toros de lidia. Aquella escena les quitó la voz y el movimiento. Estáticos, no podían gritar, aunque deseaban hacerlo.
– Es un vampiro. Sí existen. Se levanta y nos devora. -En voz baja decía Manuel, con el terror en cada palabra.
– ¿Qué hacemos, Juan? ¡Es nuestro final! – Ana preguntó con igual cuidado.
Sobré él recayó el peso de las decisiones a tomarse. Era el más experimentado y el que conocía la cueva en su totalidad. Nadie lo nombró, sin embargo, se reconoció como el líder. Juan, indicó con firmeza:
– Hagan el menor ruido posible. Caminaremos muy juntos, con total cautela. Pisen bien el terreno para no resbalar. Respiren por la boca y nadie se separe. Si algo pasa, nos detenemos todos.
– Y si saben rezar, ahora es el momento. – Con tono melancólico, dijo Ana.
Reiniciaron el escaso recorrido con cuidados supremos. El centelleo de la luz se había terminado. Ahora les quedaba la total oscuridad como único testigo de lo que ocurriese allí. Algo les heló la sangre: escucharon una especie de gruñido leve.
– Quietos. Se despierta. Nadie haga ruido. – Advirtió Manuel anticipando un final sanguinario.
– Callen, shhhhhh. -Juan acompañó lo dicho por su amigo.
Segundos que parecieron horas. La incertidumbre de lo que ocurría a escasa distancia de ellos oprimía sus razones. La suerte los acompañó, pues los incipientes gruñidos, cesaron de un momento a otro. Solo tenían que girar a la izquierda y se encontrarían, después de descender un poco, con la salida. Entusiasmados, continuaron.
– Vamos amigos, ya falta poco. – Juan animaba a su tropa.
Entrelazados como estaban, el caminar, se hacía cada vez más difícil. Pero el miedo los obligaba. Suave, muy lentamente, empezaron a girar, Juan lo sabía al tocar la gran piedra que estaba al inicio, tenía una forma muy particular. Eso, lo alegró y pudo seguir con cierta tranquilidad. Ganar un recorrido importante, les tomó muy poco tiempo. De forma inoportuna, Manuel, el de baja estatura, resbaló en una piedra llena de musgo. Su aparatosa caída petrificó el andar del grupo. De manera inmediata escucharon algo que se desprendía del techo, batía las alas con frenesí, tanto, que una brisa inesperada alborotó los cabellos de los caminantes. Manuel se asustó tanto que gritó con todas sus fuerzas, a la vez que se levantaba con premura:
– ¡Corraaaaaaaaan, se despertó!
Olvidando el peligro inminente, cada uno apretó la carrera, debían salvar sus vidas a toda costa. Tanto fue el apremio experimentado, que Juan, también terminó resbalando y dio de bruces contra el suelo. Metros más arriba, sus amigos se detuvieron al escuchar el golpe. Quisieron ayudar. La desesperación los gobernó y esta vez, en un coro macabro, gritaron con más fuerza. Sentían alas sobrevolando su cabeza. Ana juró que algo le tocó la espalda. En medio de tan horrible situación, Juan tomó su linterna, la misma con la que ingresó, y la que le sirvió, gracias a su fingida avería, para jugar una broma, que, lamentablemente se volvía realidad. Por la situación de tensión vivida, no encontró de forma rápida el botón que encendía la linterna. La palpó por todo lado hasta dar con él. La encendió y con el horror en sus ojos, dirigió la luz hasta el gran vampiro. Todos lo pudieron ver…
– Niños miedosos. No pasa nada, se los dije. – Repetía Juan, nervioso aún y queriendo retomar la compostura.
– Jajajajajaja. -Fue la respuesta de Manuel y Ana.
Con la luminosidad suficiente pudieron ver lo que en realidad ocurría: una gran estalactita en forma de vampiro colgando del techo, ubicada antes de la pequeña curva para iniciar el descenso hacia la salida, copaba el espacio. Al ser iluminada parcialmente desde lejos, daba la aterradora ilusión de un ser malévolo de ultratumba. Las alas sentidas en las cabezas de los exploradores, pertenecían a los pequeños y asustadizos murciélagos que empezaron a huir al escuchar el alboroto causado por los visitantes.
Un buen refrigerio compartido luego de la hermosa experiencia que vivieron, y la referencia de las caras de susto de cada uno, fueron el final feliz de la visita a la cueva de los murciélagos. Más tarde, en las casas de Juan, Ana y Manuel, los atentos padres, al escuchar lo vivido por los intrépidos excursionistas, reían a pulmón partido.