Hermetismo, arcaísmo, idiotismo: ¿qué mismo?

Por: Manuel Felipe Álvarez-Galeano, PhD
Colombia

Y aquel arrojarme a la tierra, aquel gritar alto el nombre en el silencio,
era dulzura de sentirme vivo.
Salvatore Quasimodo

Hace poco compartí con un allegado un libro de poesía que se publicará, si Dios quiere, en los próximos meses. Es de esos amigos que tienen la frontalidad despierta y que, por ende, resultan más confiables. Le mencioné que, como siempre, es de esas obras que uno escribe en la noche, cuando ya nadie espera nada uno y no quedan más compañeros que una copa de Merlot y una canción de Silvio —que uno repite, para tratar de entender, o de simplemente disfrutar, las metáforas—. Indicó tres cosas que me dejaron devanando las sienes hasta ahora:

Primero, refirió que le alegraba que haya optado, por fin, a abordar temas más reflexivos y reales y dejar de escribir versos atestados de lloriqueos y pendejadas que no hacían más que abrir llagas que ensanchaban el círculo de insomnios y pensaderas iterativas que nadie iba a entender y, por ende, nadie iba a leer. Cuando comienza un diálogo mencionándose lo positivo, suelo caer en la previsión de que viene esa necesaria cantaleta que punza mi acostumbrado ego, y, efectivamente, así fue.

El sermoncito comenzó con el habitual registro de metáforas acomodadas que parecían oscurecer lo que en realidad se necesita decir. A veces, es verdad, se cae en el vicio de rellenar con retóricas rebuscadas lo que no se logra develar en la esencia y se termina fabricando un costal de anzuelos estéticos que no dejan más de un par de líneas apenas meritorias para un post en Facebook acompañados de una foto de atardecer. De esto infiero tres cosas: hay que saber qué se lee, de qué forma lo que se lee influye en lo que se escribe y, por supuesto, que debo comprarle un resaltador a mi compañero.

Adivinó que yo estaba leyendo a Ungaretti y le respondí que también a Campana, Quasimodo y Montale. Fue cuando me acusó de hermetista —casi como un pecado— y abundó que ya no estamos en tiempo de ocultar nada de lo que se tiene que decir y no hay razón para bloquear la crudeza de las cosas con pusilánimes códigos con las que no se identificará nadie y, además, no lograría que ni siquiera mis tías me lean. Siguió con su sentencia —exagerada por su insidioso y tierno ateísmo— de que los mortales no debemos escribir mucho más allá de lo meramente humano. Me costó aguantar cuando dijo que, por eso, mi poesía podría caer en la falsedad y el anacronismo.

Ante esto, me engullí dos sorbos de un exquisito café de greca italiana que sirven por el Parque de la Madre en Cuenca, para mi respectiva refutación: si lo mío es vicio, tal vez lo es también el hecho de que se juzgue una obra sin adentrarse en la naturaleza de lo que se siente en el momento previo de descargar la tinta, pues no se trata de una cuestión de lenguaje, sino de emocionalidad; sin embargo, es evidente que, para entregar algo liviano y cercano al lector, es necesario abogar por cierta desnudez en el mensaje para lograr un acto reflejo en que quien repase las líneas medianamente se identifique.

Eso sí, hay cosas que retumban por dentro y que no necesariamente tienen que ser compartidas, por eso el ejercicio del poeta también consiste en que sus palabras sepan hasta qué punto deben revelarse; si así lo quisiera, pues para eso tengo a mi psicóloga. Él me refutó que también debo ir adonde ella para tratar mi grave problema de narcicismo… No supe qué responder. ¡Ah! A propósito, yo pagué los cafés.

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