Educar en familia

Por: Manuel Ferrer Muñoz, PhD
España

Bajo la presión y el acoso del Servicio de Inspección Educativa de la Junta de Andalucía (España) y del Ministerio Público Fiscal, después de haber sopesado la viabilidad del traslado de la familia a Portugal, para continuar nuestro proyecto de vida de Educación en Casa, nuestros hijos nos animaron a probar la experiencia de un aprendizaje escolarizado. Y, analizados los pros y los contras en deliberación familiar, apostamos por la inscripción de nuestros hijos en un colegio público situado en una localidad cercana a la población donde residimos.

Han transcurrido poco más de quince días desde el comienzo de las clases, tiempo suficiente para acumular experiencias muy interesantes y reflexionar en torno a ellas.

El grupo familiar –padres e hijos- concuerda en la valoración muy positiva del equipo directivo del colegio y de la mayoría del profesorado, al tiempo que nos llaman la atención algunos episodios, como la innecesaria exhibición por una de las profesoras de intimidades de su vida familiar que a nadie interesan, porque pertenecen a la privacidad personal (su reciente unión homosexual, o su indignación con la Iglesia, que rechaza la sacralización del denominado ‘matrimonio igualitario’).

Más llamativa, aunque esperada al fin y al cabo, ha sido la repetición de episodios incivilizados protagonizados en el patio de recreo por niños de pocos años (de edades comprendidas entre los 11 y los 13 años): insultos, golpes, burlas… ¡incluso un amago de agresión a una profesora que trataba de interponerse en una pelea! Aunque esos incidentes no revistieran mayor gravedad, no debe dejar de causar preocupación la frecuencia con que se producen sucesos molestos, que, a lo que se ve, constituirán durante todo el curso escolar el telón de fondo de las actividades escolares que se desarrollan al aire libre.

Estos inconvenientes, que en sí mismos no generan ni deben generar mayor alarma, por cuanto se trata de un colegio de apenas ochenta estudiantes, provisto de un cuerpo de profesorado responsable y comprometido con su tarea, adquieren auténtica envergadura en otros centros que acogen un alumnado más numeroso y conflictivo. Nos han bastado unas pocas y esporádicas conversaciones con personas de nuestro entorno para comprobar que el acoso escolar y las palizas, más o menos disimuladas, constituyen el día a día de muchas instituciones educativas de la zona.

Evidentemente, a la vista de ese panorama no precisamente halagüeño resulta difícil comprender por qué el Estado español pone en juego todo el rigor para garantizar que nadie escape de una escolarización impuesta a la fuerza, de manera coercitiva: podríamos exhibir como testimonio de esa severidad fanática la amenaza con que quiso asustarnos, en su momento, una funcionaria de la Consejería de Igualdad, Políticas Sociales y Conciliación de la Junta de Andalucía: ¡en caso de que los niños no retornaran de inmediato al centro escolar (y apenas faltaban tres semanas para el final de curso), deberíamos evaluar la contingencia de que el fiscal de menores nos privara de la custodia de nuestros hijos, que serían llevados a la fuerza a un centro de protección de menores, por considerárseles en situación de riesgo!

Además de recusar el matonismo que refleja este tipo de argumentos, inaceptables en un Estado de derecho, querría añadir una consideración de grueso calado. Supongamos –y la presunción no deja de ser benigna- que el centro donde aprenden nuestros hijos no es un caso aislado, y que la mayoría de los colegios cuenta también con equipos directivos y profesores responsables, que aman su trabajo y poseen la experticia que los capacita para cumplir sus tareas con eficacia. Sentadas esas optimistas y no siempre válidas premisas, ¿qué pueden hacer esos profesionales de la enseñanza ante comportamientos violentos de escolares que se ensañan con algunos compañeros considerados más débiles, por su constitución física, su condición de ‘inmigrantes’, su condición sexual, o, incluso –paradójicamente-, por sus altas capacidades intelectuales? ¿Convertiremos a los profesores en agentes de seguridad, férreos vigilantes del orden público en los espacios y tiempos de recreación de nuestros escolares?

El enorme contrasentido en que desemboca la observación de estas pautas de conducta, y la dificultad con que, para erradicarlas, tropieza el profesorado (los docentes sensatos, que no apartan la mirada de lo que ocurre ante sus ojos, y los directores de centros escolares preocupados por erradicar tales prácticas), reside en las carencias educativas de los hogares de esos niños agresivos: porque los dilatados horarios laborales alejan a los padres de sus casas durante casi todo el día; porque, tras las horas de colegio, los niños quedan (des)atendidos por abuelos que no están en condiciones de ayudarles; porque las actividades extraescolares son instrumentalizadas como un refugio para escapar más tiempo de unos hijos que sólo ocasionan dolores de cabeza; porque las discusiones entre los esposos encrespan el ambiente familiar; porque el tono soez de las conversaciones entre hermanos lamina el sentido del respeto a los demás; porque el uso y abuso de dispositivos móviles cancela cualquier amago de comunicación y convivencia familiares…

Conclusión: las lacras en el comportamiento del alumnado de los centros escolares se vinculan de modo muy estrecho con el fracaso de la educación en casa. Eso sí, la escolarización es obligatoria en España desde los seis años, sin que al legislador importe poco ni mucho que, por la vía de los hechos, los niños se vean privados del acceso a la educación que, prioritariamente, corresponde a las familias. Escolarizar a niños cuya educación se desatiende en casa acaba por convertirse en una empresa tan desatinada como aspirar a la cuadratura del círculo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *