Ahogados entre lágrimas
Por: Mateo Sebastián Silva Buestán
Director Colección Taller Literario, Cuenca (Ecuador)
De pronto, a mitad de la celebración, empezó el llanto. Todos los fieles sollozaban al unísono. Justamente aquel día la iglesia estaba llena, repleta como solamente solía estar en Santo Viernes. Tanto era el llanto que algunas ancianas empezaban a asfixiarse a raíz que sus continuos gemidos no cesaban, haciendo, así, que sus pulmones no reciban suficiente oxígeno. Una a una caían rendidas al mojado, salado suelo y expiraban, nadie se percataba de lo sucedido, todos seguían entretenidos en su lloriqueo. Las lágrimas dejaron de ser lágrimas, tranquilamente podían pasar por cascadas gigantes a mitad de la nada, pues el sonido que las cuencas oculares producía era de espanto, era como tener al oído el embate de la espumosa marea rompiendo contra pesadas rocas que constantemente se agrietan debido al inexorable paso de los años, de las centurias, de los milenios.
Aquel domingo el Padre Luis pronunció un sermón que conmovió a toda la iglesia. Si bien es cierto, los fieles estaban acostumbrados a que los discursos del presbítero sean de alto impacto para sus vidas, pero jamás habían escuchado una arenga similar a la de aquella mañana. Y no es que el verbo del de sotana haya sido especialmente sentido, sino que hay ocasiones en las que el sentir colectivo triunfa y la emoción de las masas se vuelca en un tema personal.
Puertas adentro todos seguían llorando. Quizá si un herético hubiese pasado por los bordes de ese edificio seguro notaba la peculiar situación y ayudaba, pero esa mañana se caía el cielo, no había ni un alma, mucho menos un espíritu. La lluvia alcanzó niveles nunca antes vistos, pero los compungidos de adentro no notaban nada; de hecho, sus lloros se escuchaban igual, o incluso más fuerte, que la lluvia de afuera, esa agua mundana que recordaba al diluvio de los tiempos de Noé.
Las lágrimas, desde abajo, empezaron a cruzar las dobladas rodillas de los fieles que, sentados en largas bancas, continuaban con su estridente plañido. Lentamente la iglesia se llenaba, la inundación era evidente. No se sabe si los pecados acumulados desencadenaron tan ridícula escena. Lo que se conoce es que el Padre Luis también cayó en llanto y ese sí que tenía culpas por las cuales llorar eternamente. Todo se aceleró, el gimoteo subió de tono y las lágrimas intensificaron su salida. Ya ese peculiar aluvión alcanzaba el pecho de los creyentes, justo ahí donde se golpeaban en símbolo de arrepentimiento, remordimiento y dolor. Seiscientos sesenta y seis segundos después, el desbordamiento cubrió toda la iglesia. Los cuerpos de los fieles flotaban unos contra otros en libre albedrío. A la vez, afuera, tuvo lugar el mayor aguacero de la historia. La iglesia fue arrancada de tajo, producto de la fuerza de la naturaleza, esa asesina que no perdona y mucho menos en domingo.
Allá, a los lejos, entre la sucia agua compuesta de lágrimas y lluvia, se alcanzaba a divisar en el cartel de madera de la puerta principal de la iglesia: ¨Te seguiremos hasta la muerte¨. De a poco, este epitafio se fue desvaneciendo conforme la salada marea le hundía en la infinita profundidad de los abismos acuáticos.